Más de 53.000 mujeres y 9.000 menores tienen seguimiento policial por violencia machista: “Si lo veo, me tiembla todo”
Dos víctimas, una con un dispositivo telemático para detectar si su expareja está demasiado cerca y otra a la que los agentes monitorizan por WhatsApp, cuentan a EL PAÍS cómo es su vida en alerta tras denunciar a sus parejas
Alicia y Sandra, que no se llaman así en realidad, recuerdan el momento preciso en el que decidieron denunciar. “Me persiguió por todo el pueblo con el coche, estaba dispuesto a embestirnos a mi hija y a mí”, cuenta Alicia. Sandra encontró un hacha en la casa y su marido le dijo que la usaría para separarle el cuerpo de la cabeza. Ambas entraron en comisaría. Y, desde entonces, viven un poco más lejos de sus agresores, pero amenazadas y con el pánico de acabar asesinadas. Son dos de las más d...
Alicia y Sandra, que no se llaman así en realidad, recuerdan el momento preciso en el que decidieron denunciar. “Me persiguió por todo el pueblo con el coche, estaba dispuesto a embestirnos a mi hija y a mí”, cuenta Alicia. Sandra encontró un hacha en la casa y su marido le dijo que la usaría para separarle el cuerpo de la cabeza. Ambas entraron en comisaría. Y, desde entonces, viven un poco más lejos de sus agresores, pero amenazadas y con el pánico de acabar asesinadas. Son dos de las más de 53.000 mujeres que tienen algún tipo de seguimiento policial como víctimas de la violencia machista ejercida por sus parejas o exparejas. Hay al menos 9.000 menores, como los hijos de Alicia y Sandra, que también tienen algún tipo de control. En el 44% de casos de violencia de género con seguimiento, las mujeres tienen menores a su cargo (30.226).
Alicia ha aprendido a vivir con un dispositivo que le permite saber en cualquier momento del día dónde está su maltratador y si se encuentra lo suficientemente cerca para hacerle daño. Sandra espera una llamada del Ayuntamiento para poder abandonar definitivamente la vivienda familiar e irse a una casa de acogida. Cada dos días recibe un mensaje de WhatsApp de un agente municipal que le pregunta qué tal va todo. Cuando acudió a la Guardia Civil a decir que ella y sus tres hijos aún se cruzan con su marido en el municipio, asegura que le respondieron: “Llámenos si lo vuelve a ver”. “Si lo vuelvo a ver a lo mejor me mata”, se respondió a sí misma.
Este jueves, 25 de noviembre, se celebra en todo el mundo el Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres. En España hay 53.111 mujeres víctimas de la violencia de sus parejas o exparejas con algún tipo de seguimiento policial. La cifra resulta de sumar las 37.103 víctimas con riesgo apreciado del sistema VioGén del Ministerio de Interior, registradas en octubre en 15 comunidades autónomas más Ceuta y Melilla, con otras 10.954 en Cataluña, según datos de los Mossos, y 5.054 más en el País Vasco, según las cifras de la Ertzaintza. En el caso de VioGén incluye 28.507 mujeres en riesgo bajo, 8.061 en el medio, 526 de riesgo alto y nueve de riesgo extremo. Cataluña y País Vasco computan los niveles de riesgo de forma diferente al modelo estatal, por lo que los datos pormenorizados por niveles no son equiparables. Además, hay 8.957 niños dentro del sistema VioGén, sin contar con Cataluña y País Vasco.
En los casos más graves, como esas nueve mujeres en riesgo extremo de VioGén, se establece un seguimiento policial las 24 horas. En el riesgo bajo se facilitan números de teléfono policiales a las mujeres para que puedan llamar a cualquier hora. En el medio, se activa un control “ocasional” del domicilio, el trabajo o el colegio de los menores en horario de entrada o salida y el protocolo oficial recomienda instar a la Fiscalía a que coloque un dispositivo telemático de control, como el que lleva Alicia. En el nivel alto se insiste en el traslado a una casa de acogida de la mujer y se ejerce un control “frecuente” de los lugares de trabajo y el colegio de los menores y un control “aleatorio” de los movimientos del agresor. En todos los casos se explicita al hombre que es objeto de un seguimiento policial.
“Todo está protocolizado y estandarizado”, explica al teléfono María Jesús Cantos, jefa del área de Violencia de Género del Ministerio de Interior. “En cada caso, los agentes policiales hablan con la mujer para hacer un plan personalizado tanto de autoprotección como de protección policial, que varía si se quedan en su casa, donde les recomiendan por ejemplo cambiar la cerradura, o si van a una casa de acogida”. Más de 27.000 agentes cubren de distinta manera este seguimiento policial, según datos de Interior, que no incluye a las policías autonómicas vasca y catalana. Pero de todos ellos, solo hay unos 2.100 policías nacionales y guardias civiles especializados, a lo que se añadirían 200 mossos y 74 ertzainas.
No existe una cifra oficial de la inversión que supone la plantilla policial y de otros funcionarios destinados a proteger a las víctimas de la violencia machista, explica un portavoz de Interior. España destina casi 16.000 millones a combatir la violencia contra las mujeres en el seno de la pareja, desde las horas de trabajo perdidas, a la asistencia a las víctimas en el sistema de salud o los análisis forenses, entre otros aspectos, según el informe El coste de la violencia de género en la Unión Europea presentado en septiembre por el Instituto Europeo de Igualdad de Género (EIGE, por sus siglas en inglés). El cálculo se basa, entre otros trabajos, en el informe El Impacto de la Violencia de Género en España: una valoración de sus costes en 2016, que estimó una horquilla para el gesto netamente policial entre 256 y 534 millones de euros anuales, en función de si se calculaba sobre la ratio de efectivos policiales o sobre el número de casos existentes.
EL PAÍS ha entrevistado a dos mujeres con seguimiento policial que, además, tienen órdenes de alejamiento dictadas por un juzgado para ellas y sus hijos. En ambos casos se han omitido detalles de sus circunstancias personales —edad, lugar exacto en el que viven, nacionalidad— para no ponerlas en riesgo.
La vida con el “aparatito”
Alicia lo lleva en un neceser azul dentro de la mochila, con los klínex, los chicles y un espray de pimienta. Lo llama “el aparatito”. Es como un Nokia de los antiguos. Y aunque a veces pita de madrugada y la despierta, aunque no sabe dónde meterse cuando suena entre extraños y todavía le da algún que otro susto a su hija, le gustaría poder llevarlo toda la vida. O al menos, hasta que su ex esté muerto, que es lo que a veces desea “no por odio” sino para que ella y su niña puedan vivir sin miedo.
El “aparatito” es el sistema de protección telemático que llevan 2.499 mujeres en España por orden judicial. La otra parte del dispositivo, una pulsera normalmente enganchada al tobillo, la llevan ellos. Si se acercan a menos de la distancia fijada —500 metros en el caso de Alicia— el aparato de ella comienza a pitar y lanza un mensaje por la pantalla: “Agresor cerca”. “La primera vez que lees ese mensaje se te ponen los pelos de punta y te cagas de miedo”, cuenta ella. “Las siguientes 200 también, pero como empiezas a ver que funcionan porque te llama al momento la policía, te da tranquilidad”. Tiene más de 40 años. Teletrabaja desde casa en el departamento financiero de una empresa de marketing.
Si el dispositivo detecta que su expareja está a menos de 500 metros de Alicia, a ella le llama una trabajadora del servicio que gestiona las pulseras, Cometa, y a él un policía. “Me da seguridad. Ojalá no me lo quiten nunca”, desea ella. La psicóloga que la trata explica: “Siempre está el qué va a pasar después, a veces ese es su miedo. Fantasean con el día que no tengan protección, sobre todo si la pulsera ha pitado mucho”.
La única relación en la vida de Alicia ha sido su expareja, con el que empezó de adolescente y con el que ha pasado casi 30 años: “Nunca fui feliz”.
A la policía le mostró los mensajes, las llamadas insistentes, la cicatriz de una agresión. El juzgado impuso la orden de alejamiento de ella y de su hija. Él está obligado a vivir fuera del municipio. Se ha ido pero, en más de medio año con la pulsera, a Alicia le ha sonado “unas 200 o 300 veces”. La familia de él sigue viviendo en el mismo sitio, cerca de la casa de ella, y puede saltar tanto la alarma. “Mi hija cuando suena el aparato ya no se asusta”, explica ella.
Una policía especializada de la UFAM (Unidad de Atención a la Familia y Mujer) la llama cada 15 días salvo si le pita el aparato, en cuyo caso llama antes. Alicia habla de ella como si fuera una amiga. La agente recuerda que pueden acompañarla a los juicios. Esas llamadas periódicas son muy beneficiosas para las mujeres, señala la psicóloga: “Las hacen sentir muy acompañadas”.
Los días en que pita mucho, Alicia llama al servicio Cometa cuando está a punto de volver a casa para preguntar a qué distancia está su ex. “Te lo saben decir, tanto si está a 550 metros como si está a 30 kilómetros. Mi miedo no es que se plante en casa, sino si estamos a la suficiente distancia para que me dé tiempo a llegar a mi domicilio y estar tranquila”. Nunca pasa más tiempo del imprescindible en el garaje, espera siempre que la puerta se cierre. Si llega tarde, deja el coche en la calle: “Tienes que aprender a protegerte, no queda otra”. En su casa, tanto ella como su hija se sienten protegidas. Después de la denuncia pusieron una puerta blindada.
Una ‘casa cárcel’
La casa es también el único lugar del mundo en el que Sandra y sus tres hijos se sienten a salvo. Pero al mismo tiempo es su cárcel. Salen lo menos posible por el pánico que sienten a encontrarse con el hombre al que ha denunciado por maltratarla a ella y también a sus hijos, a veces en público. El auto del juicio rápido que se celebró tras su denuncia, detecta “suficientes indicios de criminalidad” por parte del marido, investigado por un delito de amenazas y otro de maltrato habitual sobre ella y sus hijos, que señalaron a la jueza que no quieren verle más.
Tras el episodio del hacha, la mujer huyó con los menores a otro municipio también de la Comunidad de Madrid, a la casa que le cedió por un tiempo la familia para la que trabaja. “Son mis ángeles de la guarda, sin ellos no estaría aquí”, cuenta sentada en la cocina de la casa de una amiga.
La jueza obligó al marido a abandonar la casa familiar, donde ella y sus hijos han vuelto. La Policía Municipal le hace seguimiento a través de mensajes de WhatsApp. Cada tres días, le mandan el mismo texto: “Buenos días. ¿Qué tal se encuentra? ¿Tiene novedades? Un saludo”. Un día que no respondió la llamaron para saber si había pasado algo. La pillaron en el supermercado. Otro día, la respuesta de Sandra fue: “No tengo nada urgente. Solo que, si está en el pueblo, le pidan que no salga tanto para no encontrarme con él”.
Ella y sus hijos lo han visto ya en la farmacia, en el banco. Se cruzó con él en el ambulatorio. El niño más pequeño lo vio una mañana desde la ventana del colegio. Ese día avisó a la Guardia Civil, fue cuando asegura que le dijeron que les llamara si volvía a verlo: “Si lo veo me tiembla todo, no puedo ni coger el teléfono”.
A diferencia de Alicia, Sandra no lleva dispositivo telemático. Asegura que su abogada lo pidió, pero la jueza argumentó que, como viven en un municipio no muy grande, “iba a estar pitando todo el tiempo” y que ella iba a estar “atacada”.
Los jueces dictaminan el uso de pulseras telemáticas en apenas uno de cada nueve casos con órdenes de alejamiento. Aún hay reticencia de los jueces para ponerlas o de fiscales y abogados para pedirlas, como reconocen fuentes del Consejo General del Poder Judicial. Existen más de 3.000 dispositivos y la previsión es llegar a 8.000 en 2023. Ninguna mujer con dispositivo telemático ha sido asesinada en España.
Un futuro diferente
Sandra lleva dos semanas esperando la llamada de la trabajadora social del Ayuntamiento para poder marcharse a una casa de acogida con los menores. Cree que solo estará a salvo si salen del municipio. Apenas tiene ingresos y es el marido quien percibe la renta mínima vital que otorgaron a la familia. Desde que denunció, hace meses, ha tenido que combatir el pánico y la burocracia, de ventanilla en ventanilla. Aún habla flojo cuando la llaman por teléfono, como si él la estuviera vigilando. Su hijo mediano sigue pegando un respingo cada vez que suena el timbre de la casa. “Nos costará volver a la normalidad”, lamenta.
Alicia, por su parte, hace tiempo que entendió que lo de vivir en alerta continua es para siempre. “Intento ganar tiempo de vida hasta que él deje de existir y de dar guerra o hasta que recapacite. No puedo estar toda la vida angustiada. Prefiero vivir tres años bien que haber estado sobreviviendo 30″. Pronto se comprará un perro para que las proteja. Y en unos años quiere mudarse a algún lugar donde no las conozca nadie. Le gustaría llevar pistola, “pero por desgracia aquí en España no puedes”.
Disfruta de pasear, de las amigas nuevas que ha hecho —”no me juntaba con nadie antes, solo vivía para él”—. Hizo un viaje hace unos meses, cortito, una escapada de fin de semana como si fuera una adolescente. Se tatuó el mar. Le encanta el mar. “Sé que suena raro, pero soy feliz. Pienso todos los días en qué pasará, pero solo unos minutos. Luego me olvido”.