Emilio Morenatti: “Daría el Pulitzer y quemaría mi archivo por volver a ser bípedo”
El fotoperiodista, laureado por sus fotos de la pandemia, se resiste a que el reconocimiento le aparte de la primera línea. Solo lo haría por recuperar la pierna que le voló una bomba en Afganistán
Baja del AVE de Barcelona a Madrid cámara en ristre, aunque no esté de servicio. Es su tercer brazo, admite. Vestido con un polo y un pantalón largo, nadie diría que le falta la pierna izquierda, que le voló en 2009 una bomba en Afganistán durante una salida con las tropas norteamericanas a la que no tenía que haber ido, pero a la que fue por puro prurito de fotógrafo insaciable. A la espera del visado para recoger en EE UU el ...
Baja del AVE de Barcelona a Madrid cámara en ristre, aunque no esté de servicio. Es su tercer brazo, admite. Vestido con un polo y un pantalón largo, nadie diría que le falta la pierna izquierda, que le voló en 2009 una bomba en Afganistán durante una salida con las tropas norteamericanas a la que no tenía que haber ido, pero a la que fue por puro prurito de fotógrafo insaciable. A la espera del visado para recoger en EE UU el Pulitzer por sus fotos de ancianos y personas sin techo en Barcelona durante lo peor de la pandemia, Morenatti se confiesa orgulloso de que, tras haber sufrido no pocas restricciones para poder hacerlas, se mostraran sus imágenes en el mismísimo homenaje de Estado a las víctimas. Si tiene rencor, se lo guarda.
¿Es una dulce venganza?
En cierto modo sí. Las autoridades que me pidieron las fotos son las que nos denegaron el acceso a los fotógrafos a los hospitales y los cementerios. Podría habérselas negado, pero lo que me interesa es poner de manifiesto esa hipocresía. Vivimos en una sociedad aséptica que no quiere ver ciertas cosas. Pero creo que, con esta pandemia, hemos hecho clic. Aquí ha cambiado algo. Si esto sirve para reflexionar, siento que he hecho bien la tarea.
El Pulitzer es como el Nobel de su gremio. Y ahora, ¿qué?
Ahora a seguir trabajando. Si perder una pierna, con todas las presiones familiares, profesionales y de uno mismo que desencadenó en mi vida, no me quitó la pasión ni me distrajo de mi trayectoria, esto menos. Eso es contra lo que quiero blindarme. Aún no quiero sentarme a editar las fotos de otro.
¿Cambió la bomba su mirada tras la cámara?
Sí, sobre todo cambió mi acercamiento a las víctimas. Ahora me siento vulnerable; veo a mis colegas de dos patas, soy el único monópodo y siento envidia. Ahora llevo la discapacidad puesta y, cuando retrato a los vulnerables, me tomo ciertas libertades, como de cojo a cojo. Eso te da empatía y libertad para saltarte ciertas barreras.
Qué bueno, y qué duro, lo de “de cojo a cojo”.
Eso me lo dijo una vez un cojo que me vio la prótesis: ‘te voy a hablar de cojo a cojo’, y me pareció cojonudo. Porque la cojera no es solo física, es mental. Yo echo de menos mi pierna todos los días. La discapacidad produce fricciones, dolor, frustración. La cabeza se va acostumbrando, pero lidio cada día con ella. Antes, salía a caminar sin pensar en nada. Ahora, cada salida requiere una logística. No es fácil. Es un tema que me interesa mucho. Por eso se me ve el plumero, la cojera, en algunas de mis fotos.
Durante el confinamiento, salía a hacer visitas a enfermos acompañado de sanitarios. ¿Lo fue también un poco usted con las personas que retrató?
Me sentí un poco así, sí. La gente mayor estaba muy necesitada de compañía, de contacto humano, de que alguien les hiciera una visita. La visita la hacían los médicos, pero yo iba con ellos. En la serie del Pulitzer hay una foto en la que una anciana agarra la mano de la sanitaria y la mía, que le estaba sacando la foto con la otra. Nos empezó a contar su vida. Eso también es terapia, ¿no? Nosotros nos sentíamos un poco ese soporte que la gente necesitaba. Y yo un poco también, claro.
¿Qué es para usted la cámara, escudo o arma?
Forma parte de mí. En ocasiones, es escudo. Me he emocionado mucho con alguna de las fotos que he hecho, han sido momentos de gran intensidad. Recuerdo el beso de Agustina y Pascual que me hizo llorar y ahí, sí recuerdo haber utilizado la cámara como escudo. Pero, la pregunta es qué sería para mí no llevar la cámara. Y eso sí que es la ley de Murphy, el día que no la llevas, pasa algo, y eso sí que me tortura: las fotos que no he hecho.
¿Qué imágenes no se saca de la cabeza?
Recuerdo una explosión en Gaza que cayó muy cerca de nosotros. Un bombazo de esos es enormemente violento. Se te mueve todo dentro. Hay un momento de silencio, producto de que los tímpanos se bloquean, y luego ves humo, gente que corre y gente que no puede correr porque está muerta, herida, desmembrada. Ese tipo de situaciones se me repiten en la cabeza. Y cuando me ocurrió a mí, cuando me volaron la pierna, vi como en cámara lenta al hombre que me hizo un torniquete y me salvó la vida. Esa lentitud es algo que se repite en mi vida. Todo eso va acompañado de olores, gritos, dolor, náusea y esos sí que te acompañan toda tu vida porque tu foto nunca va a acompañar el nivel de violencia de una situación como esa.
Pero la situación pasa y la foto permanece.
Ese es el privilegio de esta profesión. Y lo que a mí me atrapa. Es un privilegio como de superhumano, de superhéroe. He estado en situaciones extraordinarias, y el compromiso que uno adquiere por el hecho de poder estar allí y documentarlo es lo que te hace dar el do de pecho y decir: lo voy a hacer mejor que nadie, mejor incluso que uno mismo. Es pura adrenalina.
No se acordará, pero le conocí trabajando en la Expo 92 de Sevilla. Era usted un fotógrafo joven con fama de juerguista...
Fíjate que no te recuerdo, pásame una foto tuya de entonces de cuerpo entero [ríe]. Era un niñato. Iba siempre de resaca. Me podía el ímpetu y la soberbia de los 20 años. Nací en Zaragoza porque mi padre es policía y estaba destinado allí, pero crecí en Jerez. Éramos una familia grande, humilde, en un barrio dejado de la mano de Dios. En esa época no sabía fotografía, ni inglés. Hice muchas barbaridades y me llevé muchas hostias. Fotografié a lady Di en la Expo, también me planté en Peregil en una barca hinchable y me cayó la mundial, pero esa inconsciencia fue el trampolín para que me llamara Associated Press. He sido un poco kamikaze, pero para mí sobrevivir significa exprimir el limón, agotar la última gota de luz.
¿Se sentía un desclasado entre los periodistas?
Mucho. Y me sigo sintiendo. Veo a mis hijos y pienso: ellos van a tener todo lo que yo no tuve. Aprendí a sobrevivir en la calle. Luego he tratado de formarme intelectualmente, y sigo.
¿Ha hecho ya su foto soñada?
No, y ya es imposible, porque hubiera sido en la guerra civil española. Sueño con la batalla del Ebro, con haber trabajado con Capa. Me hubiera encantado hacer lo que hago ahora en aquel momento decisivo de la historia de España.
¿Le gustaría cubrir una alfombra roja?
Me parece un marrón. La fotografiaría, como hago y hacemos los fotógrafos con otras cosas que no nos gustan, pero no me interesa en absoluto, igual que el fútbol. Eso, para mí, no es fotoperiodismo, que yo entiendo que es reflejo de la sociedad. Y esa sociedad tiene ya demasiado foco para darle más. Yo dirijo mi cámara a lugares donde esa atención escasea. Mi misión es visibilizar…
¿… lo que no queremos mirar?
Sí. Para que se hable de ello, para que no se olvide. Y ahí es donde creo que el lenguaje tiene que ser inteligente, porque si no, produce rechazo. Con la belleza de una foto se trata de atrapar al espectador, como esas flores carnívoras que te atraen por sus colores y luego te escuecen. En lograr eso es donde pongo todo mi conocimiento y toda mi experiencia de 30 años de calle.
Algún placer para sobrellevar tanto sufrimiento por la injusticia.
Me encantaría tocar la guitarra. Soy un músico pésimo. He aburrido ya a varios profesores. Pero es que me pasa una cosa: estoy practicando, veo un cambio de luz por la ventana, tiro la guitarra y salgo a hacer fotos. Eso, con una pierna. Tendría que ser discapacitado del todo para aprender a tocar decentemente.
¿Hasta dónde está de que sus amigos le pidan fotos en sus bodas?
No te creas. Los del sur me llaman El Puli, que es una forma de tutearme y bajarme los humos, si los tengo. El otro día, uno de ellos, con el que trabajé en mi época perra en un periódico de Jerez, me lo decía: ‘¿te acuerdas de cuando te decía que te iban a dar el Pulitzer de las fotos tan malas que hacías? Pues mira, al final te lo han dao’.
Pues muchas gracias, Puli.
A ti, pero, ¿sabes? Daría el Pulitzer por tener mi pierna y volver a ser bípedo. Le prendería fuego a mi archivo, incluso. Es una contradicción con todo lo que he dicho antes, pero así lo siento.
DE NIÑATO A PULITZER
Emilio Morenatti, de 52 años, nació en Zaragoza, pero se crio en Jerez de la Frontera, donde su padre era policía. Empezó a hacer fotos en un diario local y fue en la Expo 92 de Sevilla, con 23 años, donde comenzó a despuntar con sus retratos, entre otros, de lady Di. “Era un niñato”, recuerda él mismo de una etapa en la que suplía con arrojo e inconsciencias las lagunas técnicas de un oficio que fue aprendiendo disparo a disparo en la calle. Fue a raíz de sus fotos de la crisis de Peregil, donde se plantó con una barca hinchable, cuando la agencia Associated Press, se fijó en él. Trabajando como reportero empotrado con las tropas norteamericanas en Afganistán sufrió, en 2009, la amputación de su pierna izquierda. “No tenía que haber estado en aquella expedición, había terminado ya mi trabajo, pero tuve la oportunidad de ir, y fui. Claro que me arrepiento, pero no puedo volver atrás. Ocurrió”, dice él sobre un suceso que cambió para siempre su mirada sobre las víctimas. Flamante Pulitzer por sus fotos de personas vulnerables en Barcelona durante lo peor de la pandemia, feliz esposo y padre de dos hijos, y delegado en España y Portugal de AP, Morenatti hoy se regocija de que, los mismos colegas que le llamaban “niñato” en sus comienzos, hoy le llamen ‘El Puli’.