El feminismo confinado: cómo perder la calle y ganar el discurso
La fuerza del movimiento transformador más relevante de las últimas décadas no va a menguar porque no haya una marea morada. La prioridad es marcar la agenda
Hay penalidades que sufren las mujeres y que los hombres, aun conscientes de que existen, raramente sentiremos en nuestra piel. El miedo a volver sola de noche, la humillación de ser evaluada por tu aspecto, el jefe que te mira al escote y no a los ojos, el toqueteo en una aglomeración, adónde vas con ese vestido, enséñame tu WhatsApp, eres mía o de nadie. La lucha contra las muchas formas de la violencia sexista, no solo la de...
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Hay penalidades que sufren las mujeres y que los hombres, aun conscientes de que existen, raramente sentiremos en nuestra piel. El miedo a volver sola de noche, la humillación de ser evaluada por tu aspecto, el jefe que te mira al escote y no a los ojos, el toqueteo en una aglomeración, adónde vas con ese vestido, enséñame tu WhatsApp, eres mía o de nadie. La lucha contra las muchas formas de la violencia sexista, no solo la de género, ha sido una de las banderas del movimiento feminista en los últimos años y se ha puesto en el centro del debate público, hasta el punto de devastar reputaciones de personas que se creían poderosas.
Es una señal más de que las soluciones avanzan lentamente, pero el feminismo está ganando el discurso. Esta vez, sin embargo, el 8-M ha perdido la calle. Porque, sí, fueron un error las marchas masivas de hace un año, el mismo día que Italia confinaba 15 provincias y a pocos días del estado de alarma. La penitencia, impuesta por el mismo Gobierno que quiso estar en primera fila entonces, ha sido la prohibición de cualquier acto, por limitado que sea, en la Comunidad de Madrid. Es cierto que aquel error, claramente inconsciente, fue aprovechado por los enemigos del feminismo para satanizarlo de una forma que nadie hizo con la Champions League —un Atalanta-Valencia en la zona cero de Bérgamo, aquel Liverpool-Atlético posterior con las gradas abarrotadas— ni con el mitin de Vox en Vistalegre.
El 8-M había cogido una fuerza extraordinaria en España desde 2018, cuando tuvo lugar una huelga general de mujeres. Se estaban acumulando motivos para la movilización: la terrible agresión sexual de La Manada, rebajada a abuso en una primera sentencia; el auge de una extrema derecha que cuestiona la idea misma de que exista la violencia machista; la irrupción del Me Too a escala global. Y las causas de siempre, claro: la discriminación laboral y salarial, el techo de cristal, la carga de la maternidad, el injusto reparto de tareas y cuidados, la feminización de la pobreza, el acoso, la violencia. Entre esos elementos cohesionadores, ha surgido un factor de división: la ley trans propuesta por la ministra Irene Montero. Siendo discutible la idea de la autodeterminación de género sin requisitos, el debate alcanzó una agresividad inesperada. Guste o no la ley, cuesta creer que la gran amenaza hoy al avance de la mujer provenga de un colectivo trans minoritario y maltratado, que ciertas voces retratan como un poderoso lobby. Claro que tendemos a magnificar lo que ocurre en Twitter, ese campo de barro de las batallas polarizadoras.
La fuerza del feminismo, que ha sido el movimiento transformador más relevante de las últimas décadas en el mundo, no va a menguar porque este año no haya una marea morada en las calles, ni tampoco por convivir con otros movimientos emancipadores. La prioridad es marcar la agenda. Siguiente frente: la UE parece tomarse en serio la brecha salarial y prevé obligar a las grandes empresas a retratarse. Un paso no definitivo, como tantos, en la buena dirección. Que no llegaría sin la presión del feminismo, confinado y todo.