No hay futuro, vuelve el Cojo Manteca
La rebeldía juvenil puede mutar en furia destructiva cuando las perspectivas son oscuras. Los alborotadores no representan a su generación, pero sí revelan averías en la sociedad
Algunos de los que se horrorizan ante las escenas de violencia callejera en Barcelona, Madrid o Linares, protagonizadas por jóvenes encapuchados o que se hacen selfis a cara descubierta entre contenedores en llamas, fueron jóvenes con camisetas del Che, que quisieron tomar los campus emulando a Dani el Rojo y presumían de habe...
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Algunos de los que se horrorizan ante las escenas de violencia callejera en Barcelona, Madrid o Linares, protagonizadas por jóvenes encapuchados o que se hacen selfis a cara descubierta entre contenedores en llamas, fueron jóvenes con camisetas del Che, que quisieron tomar los campus emulando a Dani el Rojo y presumían de haber corrido delante de los grises. La rebeldía juvenil, que bebe del idealismo pero a menudo muta en furia destructiva, es un fenómeno recurrente en la historia. La mayoría de revolucionarios de ayer fueron madurando, o aburguesándose, y muchos son hoy profesionales, directivos o concejales, dueños de un piso o de un chalé adosado.
Desde la Revolución Francesa se han sucedido en Occidente periodos de estabilidad y de agitación; el actual parece uno de los más convulsos desde 1968. Tampoco fueron tranquilos en España los años ochenta: terrorismo y kale borroka, violencia ultra y un golpe de Estado, víctimas de la reconversión industrial que quemaban neumáticos y lanzaban a la policía cartuchos de dinamita. Y, como figura icónica de esos días tumultuosos, el Cojo Manteca, que destrozaba las marquesinas con sus muletas en la revuelta estudiantil sin que él estudiase nada. Solo pasaba por allí, era un vagabundo de llamativa estética punk que tuvo sus minutos de gloria en la tele y las portadas, incluso la del Herald Tribune. Vivimos un tiempo extraordinario, pero no ocurre nada que no haya ocurrido antes.
Los jóvenes alborotadores de hoy no representan a su generación, pero sí revelan averías en nuestra sociedad. Se llevan mucha atención porque las televisiones se enganchan al irresistible magnetismo del caos, las redes se llenan de fotos y vídeos impactantes de fuego y adoquines volando, y el efecto contagio, móvil mediante, es muy rápido, incluso traspasa fronteras. Llevamos una década de activismo callejero en todo el mundo: antes de la pandemia tuvimos a los indignados, las primaveras árabes, los chalecos amarillos, los viernes por el clima y el Me Too; el encierro sorprendió a los jóvenes chilenos sacudiendo los frágiles cimientos de su país, a los hongkoneses desafiando a Pekín, a los argelinos levantados frente a un régimen anquilosado. En plena pandemia estalló el movimiento Black Lives Matter, el grito de los bielorrusos contra su dictador, la protesta masiva de los campesinos indios, la insurrección trumpista contra el Capitolio.
Los motivos de esas algaradas son muy diversos, y no significa lo mismo plantar cara a un tirano que a un presidente recién electo, ni es igual pelear por libertades amenazadas que incendiar y saquear la ciudad en defensa del héroe equivocado. Sí hay elementos que explican una ola global de descontento, de desafección con el sistema. Uno es puntual y comprensible: perder un par de años de tu vida enjaulado en casa, bajo toque de queda, duele más a los 16, 18 o 20 años, la edad de socializar todo lo que se pueda. Ese problema pasará, podrán recuperar el tiempo perdido en los locos años veinte que están por venir. La tragedia de fondo, y de difícil solución, es que las nuevas generaciones no han conocido otra cosa que la crisis económica: las peores desde 1929 han llegado en 2008 y 2020. La idea de progreso, de que vivirían mejor que sus padres, de que si se formaban bien iban a comerse el mundo, se esfumó. La precariedad laboral y el insoportable paro juvenil están detrás de esta sacudida al orden establecido tras la II Guerra Mundial, a la democracia liberal, al Estado de bienestar, a ese capitalismo que denostaban los revoltosos hasta que lograban incorporarse a él.
No hay futuro, decía el lema de los punkis. Jon Manteca no lo tuvo: murió de sida en 1996 con solo 28 años. El nihilismo, la rabia, estalla en los márgenes cuando las perspectivas son oscuras, y va atrayendo a muchos chavales a posiciones extremistas, antisistema, vandálicas. No sienten compromiso con la comunidad porque no esperan nada de ella. Los revolucionarios de hoy, aunque maduren y se integren, quizás nunca tengan un chalé adosado.