“No maté a mi marido porque quise; era él o yo”
Un libro recopila historias de mujeres víctimas de violencia machista que lucharon para no engrosar las estadísticas de feminicidios en Brasil
Úrsula Francisco define a su marido como un buen hombre. Apasionado por la música, como ella, recuerda que le compró un piano. También construyó una piscina donde jugaba de noche con su hijo, después de llegar del cuartel de la Policía Militar en Nova Iguaçu (Río de Janeiro), donde trabajaba. “Ronaldo tocaba el trombón y yo, el trombón y el bombardino; nos pasábamos todo el día tocando instrumentos en casa”, cuenta. Los primeros 10 años de matrimonio transcurrieron en relativa paz, pese a los celos de Ronaldo. Pero cuando Úrsula se quedó embarazada, ese hombre bueno se transformó en uno más ag...
Úrsula Francisco define a su marido como un buen hombre. Apasionado por la música, como ella, recuerda que le compró un piano. También construyó una piscina donde jugaba de noche con su hijo, después de llegar del cuartel de la Policía Militar en Nova Iguaçu (Río de Janeiro), donde trabajaba. “Ronaldo tocaba el trombón y yo, el trombón y el bombardino; nos pasábamos todo el día tocando instrumentos en casa”, cuenta. Los primeros 10 años de matrimonio transcurrieron en relativa paz, pese a los celos de Ronaldo. Pero cuando Úrsula se quedó embarazada, ese hombre bueno se transformó en uno más agresivo. Un simple vaso fuera de su sitio era motivo de discusión. Y entonces empezaron los gritos y las palizas, una rutina de violencia que se prolongó durante más de una década hasta que, para no formar parte de las estadísticas del feminicidio, Úrsula se defendió y mató a su marido de un tiro.
En Brasil, cada cuatro minutos una mujer “se cae en la ducha”, “se tropieza con un escalón” o “se resbala con la alfombra del salón”. Y, cada dos horas, una de ellas no sobrevive para inventarse la próxima excusa para los hematomas de la cara y el cuerpo. Las cifras del Atlas de Violencia de 2020 y del Anuario Brasileño de Seguridad Pública de 2019 ponen de manifiesto el alcance de la epidemia de la violencia machista en Brasil. Sin embargo, no hay datos oficiales de las víctimas que, al igual que Úrsula, actuaron en legítima defensa para librarse de sus verdugos. Su historia y la de otras cinco mujeres se narra en el libro Elas em legítima defesa (Ellas en legítima defensa, Darkside Books), de la periodista Sara Stopazzolli, que también rodó un documental sobre el mismo tema en 2017. Durante cuatro años, la reportera siguió de cerca 50 casos sucedidos en Río de Janeiro y São Paulo, recopilando relatos de dolor, violencia, angustia y culpa.
Úrsula, de 50 años, ojos expresivos y amplia sonrisa, insiste en que su marido tenía sus momentos buenos. “Solo que, cuando se le llevaba la contraria, se volvía otra persona. Si se cabreaba en el cuartel, por ejemplo, ya llegaba a casa de los nervios”, recuerda. Ella dice que Ronaldo deseaba un hijo más que ella, pero cuando nació Ronan, la violencia también se dirigió hacia él. “A los tres años, mi hijo ya sufría agresiones conmigo”, cuenta Úrsula.
Ronaldo, sargento de la Policía Militar, tenía dos armas de fuego en casa. Más de una vez las usó para amenazar a Úrsula, llegando incluso a meter el cañón de una de ellas en su boca. Cuando entró en vigor la ley Maria da Penha contra la violencia de género, Ronaldo le dijo a su mujer: “¿Sabes que esa ley no sirve para mí, verdad? Si me apetece, te pego un tiro, te ato dentro en una bolsa y te lanzo a un río”.
En el “día del suceso”, como Úrsula llama a lo ocurrido, la discusión empezó porque la pareja estaba al piano y ella cambió la armonía de una canción. Acto seguido, Ronaldo dijo que iba a matar a su hijo y que después se suicidaría. Ese día, Úrsula no dudó de que la amenaza era real. “Sabía que algún ataúd saldría de esa casa, la pregunta era cuál”. Era Martes de Carnaval. Ella solo recuerda haberle dado algo de dinero a su hijo —que por entonces tenía nueve años— para que fuese a un ciber, y de correr para intentar esconderse en algún cuarto de la casa. Su marido la persiguió hasta el dormitorio, donde guardaba una de las armas, pero Úrsula la alcanzó antes. “No quería matar a mi marido. Era él o yo”, dice con firmeza, pero con lágrimas en los ojos.
“Si no fuera por la actitud que tuvo mi madre, no estaríamos aquí hoy los dos”, afirma Ronan, el hijo de Úrsula que hoy tiene 22 años y es padre de un niño de cuatro. Tras lo sucedido, él y su madre huyeron y, en un año, se mudaron siete veces de casa, con miedo de que otros policías los persiguieran buscando venganza. “Un comisario de Nova Iguaçu me recomendó que siguiera escondida donde estaba. ‘Tu marido era policía, ya sabes, ¿no? Te pueden hacer algo malo’, me dijo”, cuenta Úrsula, que ya no tiene miedo. Al cabo de seis años del “suceso”, fue absuelta.
Úrsula vive actualmente con su hijo, su nuera y su nieto en la misma casa donde ocurrió todo. Durante años, evitó incluso entrar en la calle donde está la vivienda, pero asegura que ya no siente nada, pese a cargar con muchos traumas. A veces, aún sueña con Ronaldo. “En el primer sueño me pedía perdón por todo lo que me hizo. Me desperté llorando, porque fue muy real”, recuerda. Cuenta que le costó mucho abrirse de nuevo al amor —en sus propias palabras, necesitaba librarse de los “fantasmas”—, pero encontró a su actual novio en 2017. “Nunca me relacionaría ni con un hombre que hablase alto. Es una persona tranquila, conoce mi historia y me ayuda mucho psicológicamente”.
Tras su absolución, Úrsula se graduó en Servicio Social y acaba de matricularse en Derecho. Su meta en la vida es ayudar a las mujeres que pasaron por lo mismo que ella y no pueden pagarse un abogado para defenderse. “Yo no me desperté y decidí simplemente matar a mi marido, ¿sabes? No quería que muriese. Al contrario, me gustaría que estuviera aquí, hoy, viendo a su hijo como el hombre que es, conociendo a mi nieto”, dice.
Legítima defensa
Según el artículo 25 del código penal brasileño, se entiende por legítima defensa la ejercida por aquella persona que "valiéndose moderadamente de los medios necesarios, repele una agresión injusta y actual o inminente, dirigida contra derechos propios o ajenos”. Fue lo que hizo Daiane Cristina, cuando tenía 17 años, al quitarle a su exnovio un cuchillo de pan con el que le amenazaba y clavárselo en el pecho. “Lo normal es que me hubiera pasado a mí, porque fue él quien cogió el cuchillo para matarme; yo no lo cogí para matarlo a él”, relata. La tragedia amargó aquella Navidad, en las que ella y la hija de la pareja, que entonces tenía cuatro años, habían salido a buscar los regalos que un concejal de la Baixada Fluminense (un área suburbial de Río de Janeiro) repartía a los niños. Al verla en la fila, su ex —habían roto debido a su adicción a las drogas— se puso a gritar, llamándole “zorra” delante de todos. Luego la siguió hasta su casa, donde pretendió agredirla.
“Ya me había alejado de él precisamente porque no hacía más que amenazarme con matarme a mí y a mi hija”, cuenta Daiane, hoy una estudiante de Derecho que aspira a ser abogada de oficio. Al igual que Úrsula, Daiane quiere, mediante su trabajo, ayudar a las mujeres que han sido víctimas de violencia doméstica. Espera sacar un 10 en el trabajo de fin de grado, que será sobre legítima defensa, precisamente la figura jurídica que la libró de la condena.
Los casos de Úrsula y Daiane son, de cierta manera, una excepción, tal como explica la autora del libro, Sara Stopazzolli. “La mayoría de las mujeres actúa después de haber sufrido la violencia, por lo que sus casos no encajan en la legítima defensa mediante violencia actual o inminente. Como la mayoría de las mujeres no tiene una fuerza equiparable a la de los hombres, los casos de lucha corporal, por ejemplo, son excepcionales”. En su estudio, Sara registó solo un caso como ese: Doralice (nombre ficticio), descrita como una mujer “corpulenta y robusta”, entró en lucha corporal con su marido, borracho, quien la agredía violentamente, logró zafarse de él y lo estranguló con la cuerda de su propia ropa de luchadora de capoeira.
La mayoría de las mujeres que asesinan a sus verdugos nunca había puesto antes ninguna denuncia por violencia o malos tratos. “Con lo cual, acaban imputadas, inicialmente, por homicidio triplemente agravado. A una parte de ellas se le detiene provisionalmente y otras quedan en libertad a la espera del juicio”, explica Stopazzolli. La autora recalca que solo el 10% de los casos encontrados en su investigación fueron absueltas inmediatamente (como Úrsula), sin necesidad de pasar por un jurado popular. Por lo general, eso ocurre cuando hay testigos oculares del crimen o de las agresiones a las que mujer era sometida. “Uno de esos casos, el que más me emocionó, fue el de la suegra que declaró a favor de su nuera, que mató a su hijo”, dice Stopazzolli.
Si bien el apoyo de los hijos es unánime, no sucede lo mismo entre los demás familiares de estas mujeres. El caso al que se refiere Stopazzolli es el de Emília (nombre ficticio), cuyo marido, policía militar, la agredía continuamente y la violaba mientras la obligaba a ver vídeos en los que él salía manteniendo relaciones sexuales con otras mujeres. En 2011, cuando ya estaban separados, el hombre invadió la casa en la que ella vivía y empezó a darle puñetazos y a violarla. Hasta que ella alcanzó una pistola automática calibre 40 que llevaba él y apretó el gatillo. "Cuando cogí el revólver, me quedé totalmente en blanco. Fue un instinto de supervivencia. Si empiezas a pegarle a un animal sin parar, llega un momento en que te ataca. Ella ya había intentado denunciarlo, pero los propios agentes de seguridad le disuadieron de la idea, puesto que su expareja era policía.
El testimonio de Marisa (nombre también ficticio), suegra de Emília, fue fundamental para su absolución. Ella vio de cerca, durante años, las agresiones que su hijo cometía contra su nuera y todavía le pide perdón por lo que hizo él. El día del entierro, Marisa permaneció junto a Emília en la comisaría hasta que la dejaran en libertad. “Voy a renunciar a mi dolor de madre para no dejarte aquí sola”, dijo ante la estupefacción de los policías.
En su investigación, Sara Stopazzolli descubrió que la dependencia afectiva de la pareja (e incluso de su familia) es más común que la dependencia financiera, contradiciendo al sentido común. De los seis casos registrados en su libro, tan solo dos mujeres dependían del dinero de los hombres. El libro también aporta datos sobre el panorama de la violencia de género en el país: el 27,4% de las brasileñas mayores de 16 años (16 millones de mujeres) ha sufrido alguna clase de violencia los últimos 12 meses, de acuerdo con el Foro Brasileño de Seguridad Pública. Cada minuto, tres de ellas sufrieron una paliza o un intento de estrangulamiento. En 2018, 4.519 fueron víctimas de feminicidio, el 30% de ellas en sus propias casas. Son cifras que reflejan que miles de mujeres en Brasil viven en un permanente estado de legítima defensa.