El manco de espanto
Hay algo más fuerte que la vida o la muerte. Es la no muerte
Conseguí una cuarentena dentro de la cuarentena. El domingo 19 de abril cerca de Sammy’s Beach en East Hampton, Nueva York, andando en bicicleta, me rompí las dos muñecas. El momento mismo del accidente podría ya llenar 100 páginas de la novela que todo el mundo me dice que escriba y quizás por eso mismo nunca escribiré. Unos samaritanos en un Mercedes Benz 4x4 y un policía me lanzaban pañuelos sin atreverse a tocarme. El joven Teddy, que sí se atrevió, pidió a mi suegra cuando llegó a la escena, que le desinfectara su celular con cloro. Tirado en el suelo, sangraba abundantemente de la cabeza...
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Conseguí una cuarentena dentro de la cuarentena. El domingo 19 de abril cerca de Sammy’s Beach en East Hampton, Nueva York, andando en bicicleta, me rompí las dos muñecas. El momento mismo del accidente podría ya llenar 100 páginas de la novela que todo el mundo me dice que escriba y quizás por eso mismo nunca escribiré. Unos samaritanos en un Mercedes Benz 4x4 y un policía me lanzaban pañuelos sin atreverse a tocarme. El joven Teddy, que sí se atrevió, pidió a mi suegra cuando llegó a la escena, que le desinfectara su celular con cloro. Tirado en el suelo, sangraba abundantemente de la cabeza, aunque sabía que mi problema real estaba en las manos. Otro problema, tan real como éste, se sumaba a mi angustia: iba a entrar en un hospital en el estado de Nueva York, lugar de mayor contagio en el país y quizás en el mundo. Me preguntaron qué me había roto, y les contesté, “mi honor”. Nadie se rió.
Fui subido a una ambulancia, examinado e interrogado por auxiliares voluntarios vestidos de astronauta. Me explicaron que el hospital estaba partido en dos, y que me iban a llevar a la parte donde no llegan los enfermos de covid-19. Pero no pude dejar de ver, en el estacionamiento de urgencias, las carpas donde filtraban los posibles casos de coronavirus. A mi mujer no la permitieron acompañarme ni en la ambulancia ni en el hospital. Mi inglés no es solo escaso, sino idiosincrático: se mezcla en ello francés, mi primera lengua, español y trozos de canciones de Motown y los Rolling Stones. Agrava el problema mi propensión a hacer chistes complejos y juegos de palabras que me convierten en el Lewis Carroll de los inmigrantes ilegales.
Por suerte, la paciencia de las enfermeras y los enfermeros de Southampton Hospital fue completamente ejemplar. Se prodigaban en lluvias de “Hi honey” y “en cuánto medirías tu dolor en una escala de 1 a 10”, además de preguntarme cientos de veces mi impronunciable apellido. El Dr. Moore, en su monocorde acento de Memphis, me profetizó un futuro de fierros dignos de Renfe y varias semanas de recuperación. Me informaron, a la pasada, que lo único que no tenía era covid-19. Sin embargo, no podía dejar de sentir cierta inquietud cuando pusieron la pulsera de identificación en mi tobillo y no la muñeca. Era como los cientos de cadáveres que salen de este y tantos otros hospitales en Nueva York: un cuerpo con nombre, apellido y un código de barras en el tobillo.
EL PAÍS se queda en casa
Me operaron esa noche y quedé solo en una habitación mirando el amanecer en Southampton. Podría ser por la morfina o la sinfonía de Schubert que estaba escuchando, pero conseguí, por un momento, algo parecido a la felicidad. Hay algo más fuerte que la vida o la muerte. Es la no muerte. Eso era esa mañana, un no-muerto en el corazón mismo de la muerte. Esa es, quizás, la razón por la que no escribiré nunca esa posible novela, que tiene tantos episodios cómicos, trágicos y esperpénticos. Porque es casi imposible contar el impúdico sentimiento de no morirse mirando por una ventana que tantos otros dejaron de poder mirar.
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Rafael Gumucio es un escritor chileno autor de Por qué soy católico (Literatura Random House, 2019).
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