El tiempo y la infancia

Los niños saben (igual que nosotros supimos, aunque olvidamos) que no hay nada sino presente

Dos niños estudian en su casa de Madrid durante la cuarentena impuesta por el coronavirus.SANTI BURGOS (EL PAÍS)

Jornada 30 de encierro y mi hija de seis años ha pasado un mal día. Ninguna de las herramientas de las que dispone ha conseguido entretenerla: ni la app de matemáticas, ni las acuarelas, ni las frustrantes videollamadas a los abuelos, ni la flamante suscripción a Disney+, ni el patinete que, roto el tabú, ya puede utilizar por toda la casa. Entre lloros, desesperación y broncas ha llegado por fin la hora de acostarse. Pero al filo de la medianoche, sigue sin poder conciliar el sueño. Me acuesto a su lado, le pongo la mano sobre el pecho como cuando era bebé y conseguía que nuestras resp...

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Jornada 30 de encierro y mi hija de seis años ha pasado un mal día. Ninguna de las herramientas de las que dispone ha conseguido entretenerla: ni la app de matemáticas, ni las acuarelas, ni las frustrantes videollamadas a los abuelos, ni la flamante suscripción a Disney+, ni el patinete que, roto el tabú, ya puede utilizar por toda la casa. Entre lloros, desesperación y broncas ha llegado por fin la hora de acostarse. Pero al filo de la medianoche, sigue sin poder conciliar el sueño. Me acuesto a su lado, le pongo la mano sobre el pecho como cuando era bebé y conseguía que nuestras respiraciones se acompasaran, y por fin se relaja. Lo primero que me dice es que le gustaría volver atrás en el tiempo (estamos dedicando el confinamiento a revisitar los clásicos familiares de los ochenta y hemos visto Regreso al futuro), ir a China y matar al murciélago que lo empezó todo. Me parece un plan estupendo, le digo. Y me callo para ver si por fin se duerme. Cuando ya parece que lo he conseguido, en medio de la oscuridad, escucho: ama, ¿cuando no había personas también se contaban los días y los años? Estoy demasiado agotada para enzarzarme en una discusión epistemológica, así que le digo simplemente que no, y por fin cede al sueño.

Mi hijo de tres años, de temperamento más tranquilo, pasa el día junto a la ventana. Desde aquí ha observado los cerezos florecer, después perder la flor, ahora los árboles son simplemente verdes, le interesan menos. Cuenta perros, son cientos porque vivimos en una calle peatonal, nos avisa cuando alguno hace caca bajo nuestra ventana, y alerta del paso de coches de policía. Esa es su nueva obsesión: la policía y por extensión, la cárcel. ¿Para qué es la cárcel, ama? Nos pide vídeos “de policías”. No sabemos a qué se refiere pero el algoritmo de YouTube sí, así que acaba enganchado a vídeos tailandeses donde coches patrulla y furgones policiales cruzan el plano a toda velocidad, con efectos sonoros y visuales añadidos. Son vídeos frenéticos, kitsch, insoportables. Lo tienen fascinado.

Mi estrategia adulta para pasar los baches suele ser la de cavar trinchera, aguantar la respiración, hacer que los días se diluyan para que pasen rápido, imperceptibles. Parece que lo estoy consiguiendo: de repente tardo 17 días en responder ese email de trabajo que iba a escribir en cualquier momento. Olisqueo las sábanas para saber si el último cambio fue hace una semana o hace tres. Ni siquiera he adaptado mi reloj de pulsera al horario de verano. He perdido la noción del tiempo, quiero pasar rápido estos días y borrarlos.

Tal estrategia no sirve a los niños. Por mucho que la política de confinamiento haya querido borrarlos a ellos también, ahí están, resistiendo. Saben (igual que nosotros supimos, aunque olvidamos) que no hay nada sino presente. Que exprimir cada hora, cada día, es un deber vital inexcusable. Que siguen teniendo derecho a vivir su infancia. Así que, a menos que podamos viajar a Wuhan en un DeLorean yo también voy a intentar contar estas horas, estos días, estas semanas junto a ellos. Como si no nos hubieran sido hurtados. Ojalá podamos recordar estos días con cierta ternura.

Katixa Agirre es escritora. Su último libro es Las madres no (Tránsito, 2019).


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