El crucero de la moda vuelve a zarpar rumbo a su destino más económicamente beneficioso

Las colecciones que invitan al verano perpetuo resultan imbatibles en varios sentidos, pese a ser cuestionables en términos sostenibles.

ILUSTRACIÓN: MAR MOSEGUÍ

Lilly Pulitzer falleció en 2013 a los 81 años, en Palm Beach, ciudad de vacaciones. Una peripecia existencial la suya en perpetuo estado de holganza. Atrincherada en el destino-resort seminal estadounidense —establecido a finales del siglo XIX, durante la Gilded Age, cuando las grandes fortunas del norte, viejas y nuevas, descubrieron que podían prolon...

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Lilly Pulitzer falleció en 2013 a los 81 años, en Palm Beach, ciudad de vacaciones. Una peripecia existencial la suya en perpetuo estado de holganza. Atrincherada en el destino-resort seminal estadounidense —establecido a finales del siglo XIX, durante la Gilded Age, cuando las grandes fortunas del norte, viejas y nuevas, descubrieron que podían prolongar la temporada estival al sur, en Florida—, con ella el verano también se eternizó en el vestir. Pulitzer (apellido de su primer marido, de los Pulitzer del periodismo de toda la vida) fue una de esas damas de la sociedad de piscinas y martinis retratada por Slim Aarons que hizo negocio del ocio.

Ocurrió tras un accidente, ejem, laboral: exprimiendo limones en el puesto de zumo de la histórica Vía Mizner en el que echaba el rato para no aburrirse, la ropa se le ponía perdida de salpicaduras, así que le pidió a su modista que buscara un tejido estampado capaz de disimular tanta mancha. Como el turismo, a sus amigas aquello les pareció un gran invento y pronto comenzó a despachar sus diseños entre ellas, las Vanderbilt, las Rockefeller, las Whitney. En 1960, Jackie Kennedy, antigua compañera de escuela, apareció en Life luciendo una de sus creaciones y el resto del mundo tomó nota. Tres años después, otro reportaje fotográfico de la primera dama en plan dolce far niente en la villa de los Agnelli, en Ravello (en el que se dejaba ver además su hermana, Lee Radziwill), terminó de convertir el shift dress, minivestido sin mangas de cuello a la caja y colores vibrantes, en un best seller. Y a su diseñadora, en la impulsora del llamado American resort wear. Desde entonces, el sol no ha parado de calentar la moda.

Wendy Vanderbilt (dcha.) y una amiga vestidas de Lilly Pulitzer en 1964.SLIM AARONS / GETTY IMAGES

Si la de Pulitzer es una de esas figuras ocultas, en la sombra del negocio, se debe entre otras cosas a que la historia oficial otorga a Coco Chanel el crédito de descubrir el filón prometido por la indumentaria vacacional. En 1919, la francesa presentó una serie de prendas confeccionadas en tejidos ligeros fuera de temporada que la prensa saludó crítica por extemporánea, pero que causó sensación entre esas señoras bien, señoras fetén que huían de París o Nueva York en cuanto asomaba el invierno. El hallazgo prosperó pronto entre las casas de costura, aunque la denominación por la que hoy lo reconocemos tardaría en llegar. Holiday collections fue la primera, y luego ya la más común resort, referencia de destino exótico, de mayor recorrido en el lujo hasta mediados de los 2000.

Valentino fue el primero en utilizar el término cruise, crucero, adscrito a su línea de prêt-à-porter Miss V, a principios de los noventa. Prada todavía se resiste, y prefiere seguir apelando a lo de resort, a regañadientes (“Odio esas definiciones, pero sobre todo la palabra crucero”, no se cansa de repetir Miuccia cuando se la inquiere al respecto). Sea como fuere, durante las últimas dos décadas ha supuesto la guinda del pastel para un sector que, en su huida hacia delante, ha encontrado una salida de ventaja a sus sucesivas crisis en esa clase ociosa que precisa de un vestuario adecuado a sus migraciones de hemisferio en hemisferio, en busca del sol. Por eso se acomodan entre las colecciones de otoño-invierno —que suelen aparecer en septiembre— y las de primavera-verano —que entran en febrero—, alcanzado casi seis meses de ventas. Su larga permanencia en tienda es la clave. De ahí que aún resulten imbatibles.

Arriba, bolsos de Gucci resort p-v 2024. Valentino crucero 1991-92; Balmain resort p-v 2024, crucero de Giorgio Armani 1991, Valentino resort p-v 2024, Prada resort 2018, Dior crucero 2018, Louis Vuitton crucero 2015 en Montecarlo, desfile de Gucci crucero 2018 en la necrópolis romana de Alyscamps (Arlés), Dior crucero 2023 en la plaza de España de Sevilla, el desfile de Chanel en el MAMO Centre d'art de la Cité Radieuse, Marsella, y Balenciaga resort p-v 2024. Fotos: CORTESÍA DE CHANEL / LE CORBUSIER, UNITÉ D’HABITATION, MARSEILLE © F.L.C. / ADAGP, CORTESÍA DE LAS FIRMAS, LAUNCHMETRICS. COM, GETTY IMAGES.ILUSTRACIÓN: MAR MOSEGUÍ

Cuestionadas durante la pandemia, momento socialmente sensible en el que no pocos diseñadores y marcas prometieron prescindir de ellas como acto de contrición (reducir la cantidad de producto textil en aras de la sostenibilidad era la fachada; la imposibilidad de producir al mismo ritmo, transportar y proveer al mercado y viajar para desfilar, la realidad detrás de tan buenas intenciones), las colecciones crucero y sus fantásticos montajes vuelven a copar titulares porque salen muy a cuenta. Lo destapaba Bruno Pavlovsky, presidente de Chanel, poco antes del regreso a la vieja normalidad: la línea en cuestión es responsable de hasta el 30% del total de los ingresos anuales de la casa parisién. La explicación a semejante dato resulta sencilla: aparte de espectáculo escapista —volver a hacernos soñar es una de las prerrogativas del negocio que más se le demandan en la actualidad—, las colecciones crucero ayudan a mantener un flujo constante de novedad, en muchos casos más accesible incluso que la que ofrecen las propuestas de estacionalidad convencional. Eso, y que las prendas de abrigo, más o menos pesadas, no son una opción para las consumidoras de lujo de según qué latitudes.

Más allá de los beneficios económicos, la cuestión que ronda ahora mismo dentro y fuera de la industria del vestir es si hay necesidad de mantener este tipo de propuestas extra dado el contexto. El calentamiento global ha adelantado los veranos, escamoteando primaveras y otoños, de manera que si la estacionalidad tal y como la conocíamos ha perdido todo sentido (tanto que cuesta incluso adivinar cada vez más las temporadas a tenor de las prendas que salen a desfile), tampoco parecen tener sentido ya sus extensiones artificiales. De hecho, algunas firmas han incorporado a sus ofertas líneas de talante específicamente vacacional, comercializadas por lo general en espacios efímeros levantados para la ocasión en destinos pijos de larga permanencia estival, de Taormina a Capri, pasando por Portofino, Mónaco, Saint-Tropez o Marbella, que implementan la experiencia de consumo. Véase la cápsula Dioriviera, reinvención de los códigos Dior definida como una “invitación a disfrutar de unas merecidas vacaciones”, a la venta desde mayo en las llamadas tiendas resort de la firma. O la Coco Beach de Chanel. O la Paula’s Ibiza de Loewe, que tiene hasta su propia fragancia. La moda convertida en souvenir.

Así las cosas, entre mayo y junio los primeros espadas de la industria vuelven a zarpar hacia su destino más rentable. Louis Vuitton en el Park Güell de Barcelona, Dior en los jardines del castillo de Drummond en Perthshire (Escocia), Gucci en la Tate Modern de Londres (primera travesía cruceril para Sabato de Sarno), Chanel en la azotea brutalista del centro de arte Cité Radieuse de Marsella, Max Mara en Venecia… No puede ser de otra manera porque, en esencia, el crucero significa la moda en su forma más decadente —es, pongámoslo así, su White Lotus—, y su naturaleza no es otra que la de deleitar y transportar al público/consumidor con su espectáculo. Al fin y al cabo, como constató Lilly Pulitzer, siempre es verano en alguna parte.

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