Alicia Valdés: “Hoy todas podemos ser nuestras jefas de recursos humanos, autoexplotarnos, aun estando en el paro”

En ‘Política del malestar’, esta politóloga explica por qué tomamos decisiones que nos hacen infelices

MAR MOSEGUÍ (COLLAGE)/ISABEL SANGRO (RETRATO)

Por qué muchos ciudadanos se sienten decepcionados y angustiados a pesar de haber conseguido lo que el sistema considera ‘deseable’; una familia nuclear, una casa en la ciudad, una nómina? ¿Por qué perseveramos en un estilo de vida o en un trabajo que nos hace infelices? En el lúcido ensayo Política del malestar (Debate) la politóloga y doctora en Humanidades Alicia Valdés aplica el psicoanálisis y ahonda en las ideas de pensadoras como Ann Cvetkovich, Judith Butler o Luce Irigaray.

En el ensayo, reflexiona sobre una idea del filósofo Fredric Jameson que se hizo viral: “Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. No tenemos tiempo para buscar alternativas. ¿Estamos condenados a reproducir el sistema capitalista perpetuamente?

Durante la pandemia de la covid, seguimos trabajando y manteniendo el sistema de consumo y producción. Con la amenaza nuclear de la guerra de Ucrania pudimos crear nuevos patrones y tampoco lo hicimos. No obstante, podemos escapar. Según Mark Fisher, no tenemos capacidad de imaginar alternativas. En mi opinión, el problema es que no tenemos capacidad de desearlas.

¿Cómo convierte el sistema otras opciones en no deseables?

Las ancla en el futuro o en el pasado eliminando su existencia en el presente, o nos convence de que no deberíamos desearlas. Un ejemplo son las cooperativas. Hay agrícolas o ganaderas, pero si planteamos una de vivienda nos replican que es inviable, aunque existan ejemplos actuales. Otra estrategia es sembrar el miedo.

Debate publica el ensayo 'Política del malestar', de Alicia Valdés.

La izquierda explica el voto de las clases bajas a la ultraderecha aludiendo a la razón. ¿Cómo ayuda el psicoanálisis a entender la subida de la ultraderecha?

Muchas fuerzas de izquierdas los acusan de dejarse llevar por las emociones, de comportamientos erráticos, de ser inferiores moralmente. Según esta lógica, la gente de izquierdas seríamos seres de luz… El paradigma de la razón se nos ha quedado corto. No podemos explicar los comportamientos diarios ni las elecciones políticas a través únicamente de un paradigma que solo contempla la razón o la voluntad como motores de acción. El psicoanálisis pone sobre la mesa emociones y elementos inconscientes que no han sido contemplados con la importancia que merecen.

Rescata el psicoanálisis a pesar de su mala fama en el feminismo y en la lucha LGTBI+, ¿por qué?

Por mi activismo feminista, tenía reticencias. El psicoanálisis ha sido instrumentalizado para patologizar lo no normativo, y su instrumentalización ha sido androcéntrica. Pero también la de la medicina. Tengo endometriosis y he sufrido ese sesgo conservador al ser tratada como un órgano reproductor. Pero no por ello voy a dejar de beneficiarme de la medicina. Además, el psicoanálisis bebe mucho, sobre todo durante la época de Lacan, del feminismo. Ha habido mucha apropiación de ideas.

Recupera una genealogía de pensadoras que han trabajado el yo, pero que han quedado obliteradas por el canon y por figuras mediáticas como Byung-Chul Han. ¿Qué enseñan sobre el yo Judith Butler o Monique Wittig?

Con sus ideas sobre el género o la orientación sexual nos han enseñado que no somos seres fijos. Debemos aplicar esta idea de lo fluido a otras instancias. A nivel político, los partidos venden una identidad estanca. Como el nacionalismo, que intenta vender una identidad fija. Sin embargo, esa identidad no está cerrada: más que de identidad, hablemos de procesos de identificación.

¿Cómo se aprovecha el capitalismo de ese ser no cerrado?

Siempre pongo el ejemplo de Axe, el desodorante que te hace heterosexual. La marca sabe que no va a funcionar, que no vas a tener a las chatis detrás; es decir, que no alcanzarás la identidad del hetero de éxito. Por eso ante ese fracaso, Axe lanza más productos para que vuelvas a intentarlo.

El sistema ha convertido en poco deseable la lucha obrera y sindical. Vivimos anestesiados en la cultura del esfuerzo y la happycracia: las empresas incorporan yoga o mindfulness. ¿Por qué nos cuesta tanto luchar contra los abusos?

Las empresas empezaron con bonos de gimnasio y zonas de café hace 15 años. Ahora estamos en un “puedes tomarte un té matcha en la zona friendly y traer a tu perro una vez a la semana”. El resumen sería: matcha, sí; sindicatos, no. Con la crisis de 2008, subió el paro y surgieron otros discursos. Hoy todas podemos ser nuestras jefas de recursos humanos, autoexplotarnos, aun estando en el paro. El paradigma sería la estafa piramidal de Llados: no es suficiente con levantarse a las cinco de la mañana para hacer burpees y ducharse con hielo. No va a funcionar si no lo deseas. No vale con ser obediente y sumisa: debes desearlo.

¿Cómo esclaviza la marca personal?

Bajo esa etiqueta decimos “soy un producto”, todo lo que hago es susceptible de generar beneficio. Todo se vincula a una capitalización de una misma. Eso genera culpa y si no lo logramos, somos unas fracasadas.

Me recuerda a la meritocracia heredera de Napoleón: si no alcanzas el éxito, la culpa es tuya.

Hay palabras, como meritocracia, que se rellenan de significados ambiguos. Está también el voluntarismo mágico: repetir una rutina pensando que eso nos llevará a un resultado. Nos tendríamos que plantear otra pregunta: ¿y si no quiero que suceda?

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