Así es Françoise Bettencourt: la mujer más rica del mundo que vive escondida para ser feliz
Heredera de la fortuna familiar L’Oréal, no solo disfruta de sus más de 100.000 millones de euros en patrimonio sino que posee en gran medida el regalo más caro para los ultrarricos: el anonimato
Suele decirse que a partir de ciertas cantidades el dinero siempre es un problema. Liliane Bettencourt, quien algo sabía de fortunas (heredera del gigante cosmético L’Oréal, fue durante años la mujer más rica de Francia con un capital estimado de 31.200 millones de euros), corroboró en una ocasión que “a partir de determinada cifra, la gente pierde la cabeza”. Su única hija, Françoise, lleva toda una vida sin hacer alarde de su riqueza: “Efectivamente, el dinero enloquece a la gente”, declaró en una única entrevista que concedió a ...
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Suele decirse que a partir de ciertas cantidades el dinero siempre es un problema. Liliane Bettencourt, quien algo sabía de fortunas (heredera del gigante cosmético L’Oréal, fue durante años la mujer más rica de Francia con un capital estimado de 31.200 millones de euros), corroboró en una ocasión que “a partir de determinada cifra, la gente pierde la cabeza”. Su única hija, Françoise, lleva toda una vida sin hacer alarde de su riqueza: “Efectivamente, el dinero enloquece a la gente”, declaró en una única entrevista que concedió a Le Monde en 2012.
Nacida en 1953, Françoise ha desafiado siempre el cliché de la millonaria heredera, aunque estaba destinada a serlo. Desde el pasado 28 de diciembre es oficialmente la mujer más rica del mundo y la primera en traspasar la barrera de los 100.000 millones de dólares gracias a la subida de las acciones de la empresa, según Bloomberg. “Una vez más, sé que soy una privilegiada pero, como puedes ver, no vivo en una mansión. No somos grandes coleccionistas de cuadros y, como puedes ver, no uso joyas”, contó cuando recibió en su casa a la revista Le M Magazine del diario Le Monde.
Efectivamente, Bettencourt Meyers vive en un edificio moderno de dos plantas, de estilo contemporáneo con grandes ventanales, relativamente discreto respecto al palacete colindante en el que vivieron sus padres, en el corazón del parisino barrio de Saint James, en la exclusiva localidad de Neuilly-sur-Seine. Su madre era heredera de Eugène Schueller, que fundó L’Oréal en 1909 tras descubrir un innovador tinte para el pelo. Su padre, André Bettencourt, fue ministro durante la presidencia de Charles de Gaulle en las décadas de 1960 y 1970. Como tantas veces se repite en las sagas familiares millonarias, la infancia de Françoise no fue del todo feliz.
De niña estudió en Marymount con las monjas anglosajonas del Sacré-Cœur, en Neuilly, donde aprendió, según contó Paris Match, a no dejarse impresionar por nada: le enseñaron a parecer siempre imperturbable. Más tarde, la pequeña Françoise fue retirada de la escuela y educada en casa porque sus padres temían que la secuestraran para pedir un rescate, lo que la volvió algo solitaria. A lo largo de su infancia se codeó con François Mitterrand, uno de los amigos más cercanos de su padre, así como con Georges Pompidou, del que fue ministro varias veces. Bettencourt estudió después en la Academia de Bellas Artes y pronto decidió protegerse de la ostentación.
Su carácter introspectivo y tímido chocaba con la espléndida Liliane, que era un animal social, una mujer bellísima adicta a la alta costura que ejercía de dama de la alta sociedad y disfrutaba de su inmenso dineral: incluso se llegó a comprar una isla en las Seychelles. La relación madre-hija fue tensa desde que Françoise llegó a la adolescencia y según publicó Vanity Fair, Bettencourt madre declaró en una ocasión que su hija Françoise “era pesada y lenta”, “siempre un paso detrás de mí”. Liliane también llamó a su hija “una niña fría” en una entrevista con un periódico francés, como recogió The New York Times. Años después, en Le M Magazine, Françoise habló con amabilidad sobre sus diferencias: “Ella siempre fue hermosa, sí, pero nunca sentí la más mínima rivalidad. Celos es una palabra que me resulta extraña. Como siempre lució elegante, la observé con admiración. ¿Tenemos diferentes gustos y personalidades? Sí, de nuevo, pero ¿es esto un obstáculo?”.
Poco dada a las entrevistas, Francoise ha elegido un perfil más intelectual que social y ha encontrado en el la música clásica su particular ocupación: se dice que pasa tres horas diarias tocando uno de los dos pianos de cola que tiene en su salón, un Yamaha y un Steinway. “Cuando empiezo el día tocando un Bach-Busoni me siento mejor. La música es mi oxígeno... Bueno, no exageremos, ¡no hago escalas en todo el día!” declaró en Le M Magazine. Según reveló Paris Match es también una gran lectora y entre los libros de su biblioteca está la biografía de Clara Malraux de Dominique Bona. Desde 2005 apoya al Instituto de Implantación Coclear de Isla de Francia (Ific), donde el profesor Bruno Frachet desarrolla una cirugía innovadora para sordos. De nuevo, la sombra de su madre Liliane, que tuvo problemas de audición desde pequeña, posándose sobre su camino.
Nacer más allá de la abundancia
“Siempre he sido muy cercana a mis padres, y quizás aún más a mi madre. Mi padre estaba en política y muchas veces estaba ausente, pero ella era el puente”, contó Bettencourt Meyers en su entrevista con Le M Magazine. Cuando era pequeña, recordaba, en casa la llamaban “el mejillón de la roca” porque estaba muy apegada a su madre, con la que viajaba a menudo.
Aseguraba Françoise que “el dinero realmente te vuelve loco” y que aunque es consciente de su privilegio nunca fue criada para adorar el dinero. “Cuando era niña, mis padres siempre se aseguraron de que yo entendiera bien las diferencias entre el juego y la sinceridad, entre el bien y el mal. Fui educada en colegios religiosos, donde la educación y la transmisión de los valores de honestidad y rectitud eran fundamentales. En casa no hablábamos de dinero. Era una palabra que no era fácil de pronunciar”, añadía en la revista francesa.
Su fortuna no ha distorsionado sus relaciones personales y conserva a amigos de hace mucho tiempo, entre los que Paris Match cita a la actriz y soprano francesa Arielle Dombasle, a Alain Pompidou y su esposa Claude, a sus primos los Chalendar o al empresario del sector farmacéutico francés Jean-Marie Lefebvre. De joven siempre estuvo alerta ante la honestidad de los demás: “Si alguien hubiera querido casarse conmigo sólo porque tenía dinero, lo habría visto. Esperé mucho tiempo a mi marido y sé que no era el dinero lo que le atraía: ¡nos conocemos desde que llevábamos pañales!”, declaró en Le M Magazine.
A los 19 años Françoise conoció a su futuro marido Jean Pierre-Meyers, hijo de un gerente de L’Oréal y quien procedía de una adinerada familia de banqueros judíos franceses. Según reportó Paris Match, Françoise salió durante varios años con el heredero de un gran nombre de la industria del automóvil y sus padres le presentaron a varios jóvenes de la alta sociedad, entre ellos un aristócrata hijo de un banquero. En aquel momento Françoise tenía ya dos cosas claras: no aceptaría un matrimonio por conveniencia y ya estaba enamorada. Sin embargo, Jean Pierre-Meyers no era el marido que sus padres habrían soñado para ella, sobre todo porque era judío, nieto de un rabino asesinado en Auschwitz. Esto hacía escocer una antigua herida familiar, ya que en el pasado familiar había dos episodios sensibles: Eugène Schueller, el venerado fundador de L’Oréal, fue investigado por colaboración nazi después de la guerra y el propio André Bettencourt había escrito artículos antisemitas para un periódico respaldado por Alemania en 1941 y 1942 antes de cambiar de bando y unirse a la Resistencia.
Pero Françoise estaba decidida y aunque pasaron 10 años hasta la boda, los Bettencourt no tuvieron más remedio que claudicar. La ceremonia, que se celebró en privado, tuvo lugar en Toscana, en Fiesole, al norte de Florencia. Después, se ofreció una suntuosa recepción en París, a la que asistió la plana mayor de Francia. Y desde ese momento, integraron a Jean Pierre en el clan: desde el momento en que se casó, fue su marido quien se interesó realmente por la empresa a petición del padre de Françoise.
El matrimonio tuvo dos hijos, Jean-Victor (1986) y Nicolas (1988), ambos nacidos en el hospital Antoine-Béclère de Clamart, un suburbio a ocho kilómetros al suroeste de París. Según se publicó en la prensa francesa, Françoise eligió para ellos una institutriz francesa y no una sofisticada enfermera inglesa, como se estilaba en su estrato social. Desde niños están protegidos como joyas: no han concedido una entrevista y se han publicado muy pocas fotos de ellos. Françoise procuró pasar mucho tiempo con ellos y viajar con ambos, pero también con cada uno por separado, enseñándoles el mundo exterior, la cultura y el arte. Jean-Victor obtuvo un máster en una escuela de negocios y Nicolas estudió comunicación, ambos forman parte hoy de la empresa. Los Bettencourt Meyers y su familia poseen alrededor del 33% de las acciones de L’Oréal, el fabricante de productos de belleza más grande del mundo.
Su relación con su marido cambió la visión de Françoise sobre los demás y, concretamente, sobre la Biblia. Así, se dedicó a estudiar las relaciones entre las religiones católica y judía, y dedicó 10 años a escribir un libro sobre ellas, que acabó siendo un estudio de cinco volúmenes de la Biblia. También publicó una genealogía sobre la mitología griega. Como afirmó Tom Sancton, autor del libro El asunto Bettencourt en una cita que reproduce la revista Time, Françoise “realmente vive dentro de su propia burbuja. Se mantiene principalmente confinada en su propia familia”.
Caviar para la prensa
La tranquilidad familiar se vio sacudida en 2007 por un drástico movimiento y se desató un escándalo descomunal que agitó los cimientos de la política y la sociedad del país, algo así como el Watergate francés. Un mes después de la muerte de su padre, Bettencourt Meyers demandó a François-Marie Banier, íntimo amigo de su madre desde hacía 20 años, por “abus de faiblesse”. Abuso de debilidad: el fotógrafo, cuatro décadas más joven que la madre, que ahora tenía 87, llevaba años recibiendo regalos por valor de 1.300 millones de euros, entre ellos un Picasso, un Matisse o un Mondrian, y varias pólizas de vida que Liliane le firmó tras dos ingresos hospitalarios. Banier había conocido a Dalí y a Yves Saint Laurent en su juventud, se había codeado con personalidades Samuel Beckett, Kate Moss, Mick Jagger o Carolina de Mónaco y era padrino de Lily Rose-Depp, por su amistad con Johnny Depp. Era interesante, era divertido y era irresistible. También, al parecer, posesivo y manipulador.
Así comenzó un juicio que fue caviar para la prensa y una telenovela retransmitida en la que se mezclaban lo político, una de las mayores herencias de Francia y la aparición de un cuestionable encantador de ancianas (Banier ya había tenido experiencias similares anteriormente con otras adineradas mujeres mayores). “Estoy luchando por proteger a mi madre”, declaró entonces Françoise ante la prensa. Un mayordomo grabó a Banier postulándose como heredero universal de la fortuna de Liliane y el escándalo acabó salpicando al presidente de la República, Nicolas Sarkozy, acusado de financiación ilegal. Fue absuelto, pero en el proceso tuvo que dimitir su ministro de Trabajo, Eric Woerth. El juicio duró 10 años y determinó que Liliane padecía demencia y fue puesta bajo el control de su hija y sus dos nietos.
La mujer más rica del mundo
La heredera de L’Oréal, de 70 años, se hizo una de las mujeres más ricas de su país a la muerte de su madre en 2017 a los 94 años y ahora acaba de subir a un nuevo nivel. Desde finales de 2023 ostenta el título de la primera mujer en acumular una fortuna superior a los 100.000 millones de euros, un hito que se produjo cuando las acciones de L’Oréal SA alcanzaron un precio récord, en el que ha sido su mejor año desde 1998. Así, se ha convertido en la undécima persona más rica del planeta pero sigue optando por una vida sin grandes pompas, disfrutando del mayor lujo que un milmillonario podía desear: el anonimato.
Françoise viste habitualmente un traje de pantalón oscuro, cuya marca es imperceptible a primera vista (eso que llaman el lujo silencioso), suele llevar un shatoosh al cuello (un chal que emplea las hebras del pelaje del antílope tibetano o chirú, por los tejedores de Cachemira), su maquillaje es muy discreto y enmarca su mirada tras unas gruesas gafas de pasta con una montura que recuerda a las de los años setenta. Su universo, según publica Paris Match, gira en torno a su familia, sus amigos, la música, la literatura y el cine, como la última película de Jacques Perrin, Oceans, que su madre ayudó a producir. Rara vez se la ve en los eventos de la jet set y sólo asiste a grandes cenas cuando se trata de tareas profesionales. Suele salir a correr habitualmente por el Bois de Boulougne en chándal, pasando desapercibida. A Françoise le gusta viajar (se dice que adora Italia y Estados Unidos) y en lugar de ir a esquiar a las elitistas estaciones suizas de Gstaad o Saint-Moritz, prefiere la lujosa pero tranquila Megève. Como dicen los franceses, “pour vive hereux, vivons cachés”. Para vivir felices, vivamos escondidos.