El embrujo del almizcle: el perfume de una glándula del ciervo que usaba Josefina Bonaparte y que Linneo nombró “la fragancia del sexo”
El almizcle ha sido una sustancia esencial en la historia de la perfumería: icono hoy del olor a limpio, en los setenta era sinónimo de rebelión y varios siglos antes, sustancia esencial de la sexualidad
Cuando en 1888 el químico Albert Baur se afanaba en su laboratorio para descubrir cómo hacer explotar cosas, no era consciente de la revolución que estaba a punto de gestar. Su objetivo era encontrar un explosivo más potente que el TNT, no explotó nada, pero todo olía francamente mal. Había llegado a lo que en química se conoce como ‘nitroalmizcles’, moléculas aromáticas de perfil similar al almizcle natural, la sustancia odorífera fuerte y acre secretada por el ciervo almizclero (Moschus moschiferus) en época de celo, que excitó –y nunca mejor dicho– la paleta del perfumista de finales del XIX, como las de la Maison Guerlain o la mítica Houbigant.
El hecho de que esas cápsulas aromáticas procedieran de la zona entre los testículos y ombligo del macho, le otorgó connotaciones sagradas y casi mágicas en la antigüedad. La farmacopea china sentía predilección por el obtenido de los ciervos Tonkin tibetanos, por una curiosa razón: era más aromático pues se alimentaban de nardo jatamansi, la raíz olorosa india con la que se ungió a Jesucristo. Provenir del sexo del animal hizo pensar que tendría virtudes afrodisíacas para el hombre. Y ese nimbo divino y casi exorcista lo erigió como una de las sustancias esenciales para contrarrestar las epidemias de peste de los siglos XIV y XVII. El XVIII quiso que su aroma penetrante y persistente fuera defenestrado por una sociedad que comenzó a rendir pleitesía a las flores, como símbolo de pureza y recato. La incipiente burguesía prefería las violetas y los perfumes que replicaban la naturaleza comenzaron a ser el emblema del nuevo capitalismo, algo correcto. Muy femenino, muy francés.
El pobre almizcle, muscus en latín, almisk en árabe hispánico o Mrgamada en sánscrito (“secreción de amor del antílope”), pasó a ser un símbolo decadente y trasnochado del Antiguo Régimen, vinculado a mujeres de moral cuestionable (no en vano el botánico Carl Linneo lo definió como la fragancia del sexo) y dandis extravagantes –los muscadins–, jóvenes aristócratas contrarrevolucionarios franceses que apestaban a almizcle a diez pasos. La serendipia de Baur despertó de nuevo esa “muskmania” haciendo de una de las sustancias más costosas y difíciles de obtener por el sufrimiento animal que implicaba, la molécula de moda en las fragancias del diecinueve pues aportaba empaque y fijación a las composiciones. Cuentan las anécdotas que Josefina Bonaparte encandiló a Napoleón y se ganó su devoción usando cantidades generosas de almizcle.
Pero no acaba aquí la leyenda. En 1920, el croata Leopold Ružička identificó el componente aromático principal de la secreción del ciervo almizclero, la muscona, consiguiendo esos matices dulzones, sensuales y epidérmicos del almizcle cuando es procesado. Las infinitas experimentaciones posteriores con dicha sustancia sintética, dieron como consecuencia lo que hoy conocemos como los almizcles blancos, una versión desprovista de sus intensos acentos animálicos, de facetas jabonosas, casi lactónicas, cristalinas con reminiscencias de una piel limpia. Su éxito no se hizo esperar. A lo que se sumó la revolución social de mitad del veinte. Una nueva estética contracultural también estaba en auge, impulsada por el rechazo contra las guerras en Argelia y Vietnam, que despertó un nuevo movimiento juvenil y la revolución sexual.
En 1967, los medios de comunicación estadounidenses reportaron la aparición del movimiento hippie en un momento en el que todo se producía en masa, incluso los perfumes. Miles de jóvenes greñudos y desaliñados con pantalones de campana y tops de macramé que enarbolaban la bohemia como nuevo paradigma, se congregaron en el barrio Haight-Ashbury de San Francisco, una de las grandes trincheras de la contracultura, para celebrar el famoso Verano del Amor con sus eslóganes de “amor libre, erotismo sin culpa y cuerpos sin represión”. Un cambio de conciencia parecía posible. Cannabis, pachulí y almizcle (Musk) se hacían hueco en las Head Shops junto al incienso Nag Champa, mítico en los ashram indios, cuyos hilillos perfumados con flor champaca idealizaban la espiritualidad hindú y las filosofías alternativas. Eran aromas accesibles, que dejaban huella y representaban como ningún otro el rechazo al capitalismo.
La industria de la perfumería daría un giro de 180 grados. Por primera vez, las tendencias venían de la calle, no de las maison parisinas. En 1965, el artista italiano Enrico Donati hereda la mítica Houbigant París y en el 69 rinde homenaje a su hija Alyssa reinterpretando el aroma de moda con Musk par Houbigant. El éxito fue tal, que la proeza cambió de nombre para dar más protagonismo a su retoña. Musk de Alyssa Ashley había nacido. Una fórmula en aceite, sin alcohol, donde el almizcle alcanza su máxima concentración, un 50% de esencia. Ese aceite chiquito, como un elixir amatorio que parecía despertar los deseos más oscuros, se convirtió en un verdadero talismán olfativo.
Fue poco después, en 1972, cuando se lanzaron otros dos tótems del almizcle sintético: Musk de Jovan, profundamente almizclado con ciertos matices empolvados, y Wild Musk de Coty, (cetonas de almizcle, notas lactónicas, lirio de los valles, vainilla y sándalo), una bomba erótica que no tardaría en convertirse en éxito rotundo. No en vano, su claim aseguraba ser “una fragancia excitante y provocativa que hará liberar tu sensualidad y hará maravillas con tu química. Wild Musk, la ciencia del amor”. Muy apropiado en un momento en el que se coqueteaba con el concepto de feromonas humanas y el poder químico de los olores. Lo cierto es que aquellos aceites impregnados de notas embriagantes se adherían a la piel ensalzándola como ninguna otra sustancia lo podía hacer. Puede que fuese el origen de los mediáticos perfumes epidérmicos, esos que enaltecían el genuino olor de la desnudez y el tórrido halo de una dermis limpia.
El ‘a flor de piel’ estaba en auge. Y el activismo en pro de los derechos humanos, la igualdad de la mujer y evitar el maltrato animal, más. Una valiente Anita Roddick alzó su mano reivindicando una filosofía revolucionaria. Así nació The Body Shop en 1976, con un espacio de venta en Brighton, Inglaterra, con la intención de aunar energías positivas en pro de un mundo mejor. Más ético. Más ecológico y sostenible. En 1981 nació White Musk, la respuesta olfativa a ese movimiento. Un almizcle sintético para abogar por la supervivencia de los ciervos almizcleros, en extinción por el uso masivo de esta preciada sustancia natural en perfumería.
Una fórmula de efectos poderosos. Algo tenía que quien la olía, no podía ignorarla. De facetas jabonosas y aldehídicas, ligeramente floral y profundamente adictiva. Tanto, que se convirtió en el icono de varias generaciones. Todavía hoy, en pleno siglo XXI y a punto de cumplir 45 años, sigue siendo el producto más vendido de la marca. Un olor que ha traspasado fronteras temporales, de género y gustos. El musk, sigue siendo una nota aromática que sigilosamente está presente en prácticamente todas las bases de las composiciones perfumadas. Una presencia silenciosa que eleva el tono de sus compañeros, humildemente, pero de forma tan poderosa, que nunca se podrá prescindir de él.