Rosalía ‘monja’ se tapa el pelo: ¿por qué el cabello femenino se ha considerado históricamente peligroso?
Con la portada de ‘Lux’, la cantante reabre un debate sobre el velo y todas las formas en las que las mujeres han cubierto su cabello a lo largo de la historia
Átame con tu cabello a la esquina de tu cama. Aunque el cabello se rompa, haré ver que estoy atada…, decía Rosalía en Di mi nombre, tema del álbum El mal querer (2018). Siete años después, la melena negra de gitana, de María Magdalena, de Cristo en la cruz, que se deslizaba cubriendo sus pechos en la portada del disco, se ha velado. Rosalía parece una monja, con su toca. Si entonces añadía: que lo malo sea bueno e impuro lo bendecí’o, en la portada de su nuevo trabajo, Lux, retoma esa idea mística, pero al contrario. El pelo ahora es un secreto. Algo oculto. Inquietante. Está presa en una camisa de fuerza. Y lo hace la semana que Portugal prohíbe el uso del niqab y el burka, dos prendas que cubren el cabello y el rostro de la mujer, salvo los ojos, en el espacio público.
En su primer disco Los Ángeles, Rosalía cantaba su último deseo: Cuando yo me... me muera, te pi’o un encargo: que con tus trenzas, que trenzas de tu pelo negro, me ‘marren mis manos. Porque, para Rosalía, el pelo es el amor, la cadena que une a los amantes. Y no es la única que piensa así. De ahí, el peligro. En el poema bíblico del Cantar de los Cantares el amado le dice a la amada: Tu cabeza es como el (monte) Carmelo, y los cabellos de tu cabeza como la púrpura; el rey ha quedado prendido en tus trenzas. El cuerpo queda oculto para todo aquel que no es el amante, guardado por la ropa. Pero ¿y la cabeza? ¿A quién más podía atraer, indebidamente, la amada, con sus ojos, su nariz, su boca y su melena? ¿Cómo controlar sus movimientos, su ondear en torno al rostro y los senos? Con un velo. Porque el pelo era un orgullo y una posesión valiosa. Para hombres y mujeres.
La ley del pelo
Ya en el Código de Hammurabi (1750 a. C) se explica que, si un varón acusa de mal comportamiento (sexual) a una sacerdotisa o a la esposa de otro hombre y luego no lo prueba, será azotado ante los jueces, y le raparán media cabeza. Del mismo modo que Sansón, en el Antiguo Testamento, pierde su fuerza tras quedarse sin cabello señal de su vínculo con Dios. Los romanos, que preferían el pelo corto, disciplinado, no toleraban la calvicie, símbolo de falta de hombría. El cristianismo heredó ese simbolismo: el cabello largo era vanidad y tentación. Las mujeres debían ocultarlo y los hombres controlarlo. Los clérigos eran obligados a tonsurarse. Los godos consideraban que el mayor signo de humillación de un hombre era la decalvatio, un afeitado ritual que impedía reinar.
Para las mujeres, el peinado marcaba las etapas de la vida femenina y su dignidad. La niña de trenzas se transformaba en doncella al soltar su melena; la esposa la recogía, cubierta y recogida o trenzada, como signo de pudor y pertenencia a su marido, ocultándolo fuera de la familia, mientras que la viuda lo despeinaba o se lo cortaba en señal de duelo, manteniendo también su velo para separarla del mundo. Las prostitutas, en cambio, siembre lo llevaban visible porque el cabello era un signo que alentaba la excitación sexual. También lo llevaban visible las vanidosas.
El profeta Isaías anuncia en el Antiguo Testamento que llegará el día en que las hijas de Sión, que tan orgullosas caminan con el cuello estirado, los ojos seductores y haciendo sonar sus adornos, se verán un día con la cabeza cubierta de sarna por mandato del Señor. Este las dejará calvas y arrancará todo su adorno, velos y ropas. Y así habrá “pestilencia en vez de perfume”, “calvicie en vez de peinado elegante” y “vergüenza en vez de belleza”. Descubrir el cabello femenino en público, en la cultura semita, era una gran vergüenza. Si un marido sospechaba de la infidelidad de su esposa, exigía que el sacerdote quitase el velo a la mujer, enseñando su pelo, mientras tomaba las aguas amargas, “que acarrean maldición”, para probar su honra.
En el Nuevo Testamento esto se redobla. San Pablo, en sus cartas a los corintios, señala que el pelo largo es una gloria porque es un velo natural que protege la dignidad de la mujer. Pero, exige, que lo lleve además velado: “Si la mujer no se cubre, que se corte también el cabello; y si le es vergonzoso a la mujer cortarse el cabello o raparse, que se cubra” porque “el varón no debe cubrirse la cabeza, pues él es imagen y gloria de Dios; pero la mujer es gloria del varón”, creada por causa del varón y “la mujer debe tener señal de autoridad sobre su cabeza, por causa de los ángeles”.
Para los asirios, como en Mesopotamia, esto era también obligatorio. Las recopilaciones de leyes del segundo milenio antes de Cristo ya sancionan que las mujeres honradas deben llevar velo y que, si salen a la calle sin cubrirse, se les impondrán sanciones. Igual que, si “una prostituta se cubre la cabeza, se le aplicarán severas penalidades, incluyendo golpes y la aplicación de alquitrán caliente”.
Con la iglesia hemos topado
Una de las pocas excepciones a esta práctica en el entorno Mediterráneo se dio en el Antiguo Egipto. Las mujeres no usaban velo, pues las pelucas eran, para los dos sexos, la marca del prestigio. Pero la influencia griega y, en especial, romana transformó esa costumbre. La extensión del cristianismo por el norte de África enterró los modos egipcios y reforzó la vinculación con el honor femenino. Las túnicas y mantos, que cubrían la cabeza, semitas y latinos se mantuvieron a la caída de Roma y, para aquellas mujeres que renegaron de la vida mundana y se consagraron, la cabeza cubierta en señal de respeto por el marido se mantuvo, equivalente, al entregarse a la divinidad.
Las monjas mantuvieron por siglos el velo en signo de sumisión y respeto a Dios, igual que las mujeres que iban a la iglesia… Al menos hasta que el Concilio Vaticano II, en la primera mitad de los años sesenta, modernizó la iglesia católica y toleró que se dejase de usar (aunque fue un tema que no se trató explícitamente hasta el Código de Derecho Canónico de 1983). En la actualidad, salvo para las religiosas, que usan una toca que viene de las medievales, solo las novias llevan velo para ir a misa. Y, de hecho, se descubren el rostro tras entrar al templo para que su futuro marido pueda verlas, en una metáfora de entrega. En el Antiguo Testamento la tradición hebrea exigía que el novio solo pudiera ver el rostro de su novia tras la ceremonia, lo que causaba no pocos problemas, como padeció Jacob al casarse, por una argucia de su suegro, con la hermana que no amaba, pero que era la mayor y, a quien no reconoció, hasta quitarle el velo.
Las tapadas: velos de Bagdad
Aunque la toca de las monjas no es un tabú en la actualidad (salvo por el debate que genera cuando una mujer como Rosalía la luce, apropiándose y reinterpretando otra vez la iconografía católica, causando suspicacias entre algunos católicos, ofendidos por el gesto), sí lo es la relación del cuerpo, el cabello y el rostro, con la moralidad, la religión y la política. Sobre todo en lo que atañe al islam y la lectura que hacen muchos de sus fieles en torno al rol de las mujeres, y su corporalidad, en la sociedad. En 2011, Francia se convirtió en el primer país europeo en prohibir el uso del burka y niqab en espacios públicos, igual que Bélgica y algunas zonas de Canadá que, aduciendo razones de seguridad, limitaron las prendas que cubrían el rostro. Pese a las polémicas, estas normativas se han ido extendiendo, si bien también se ha debatido si el hiyab, el pañuelo musulmán que solo tapa el pelo, era feminista.
Para los ciudadanos de las democracias resulta extraño que haya normas de vestuario, más allá del entorno profesional y de las prendas específicas para prácticas concretas como las deportivas. Pero, antes de las revoluciones liberales de finales del siglo XVIII, cuando las monarquías del Antiguo Régimen, las prohibiciones eran habituales. Las leyes suntuarias intentaban controlar el lujo, la movilidad social y la moralidad. Por los cambios sociales, el velo fue reduciendo su protagonismo al ganar las mujeres libertades. Las monjas, que en realidad vestían como todas las mujeres medievales, romanas y hebreas, con una túnica y un manto, que cubría su cabeza, no actualizaron su vestimenta. El mayor cambio se produjo cuando, por influencia de la duquesa de Devonshire y de María Antonieta, los sombreros fueron dejando atrás los velos, asociados a la iglesia, las monjas (con su griñón, toca y velo) y, de forma creciente, a las musulmanas. Aunque no desaparecieron, como tampoco la mantilla.
En España, como en otros países, existía la creencia de que los velos y, en particular, una práctica, la del tapado. Un uso que practicaban las mujeres para salir a la calle y poder moverse sin ser reconocidas, ya que un manto tupido ocultaba toda su cabeza salvo un ojo, venía de los tiempos musulmanes. Pero las tapadas tenían poco que ver con el pasado islámico y aún menos con el rigor. Su velo no era de consagración, al marido o a Dios, ni de renuncia: motivo por el que en el siglo XVII se prohibió en territorio español, aunque hasta la segunda mitad del XIX no desapareció, como tampoco en América. La norma fue la causa de la generalización de velos más transparentes y finos, de encaje, que apenas cubrían o escondían nada.
En El mal querer, el éxito que hizo que Rosalía se convirtiera en una estrella, en la canción Bagdad, en la que se puede rastrear el transgresor local de Barcelona, decía que, cuando salía de allí, con pelo negro, ojo’ oscuro y, bonita, pero apená, todos la miraban, pero nadie la veía, en el infierno atrapá. En Lux, Rosalía se presenta con un velo monjil y, debajo, como en su directo de TikTok en Callao, un halo se dibuja en su pelo gracias al tinte rubio. Es una santa. Y todos lo ven. En 2022, Rosalía cantaba que estaba por la noche, puesta pa’l derroche con su pelo azabache y la combi Versace. Ahora, es una monja. ¿O… solo lleva un velo? ¿Está en la cabeza la honra de la mujer?