Se llama Lucas, pero yo ya le llamo Diazepam: así me ha sobrepasado que mi perro tenga ansiedad por separación
Tras un año y medio sin dejarle solo es hora de buscar un tratamiento. Para el perro y para mí
Estoy en una reunión de trabajo presencial cuando el tío se sube a la mesa y se pone a aullar. No es un compañero quien lo hace, aunque cosas peores se han visto en la Redacción. Es mi perro Lucas, al que ya llamo Diazepam: lo que nos hace falta a ambos.
Está solo en casa. Tengo una cámara conectada al móvil. Llevo una hora mirando de reojo: en el ascensor, en el coche, en la reunión. Por el auricular, escucho sus lamentos in crescendo. Normalmente le dejo en una guardería si me ausento más de una hora (5 euros, medio día). Hoy no me dio tiempo y lo voy a pagar caro.
Es la...
Estoy en una reunión de trabajo presencial cuando el tío se sube a la mesa y se pone a aullar. No es un compañero quien lo hace, aunque cosas peores se han visto en la Redacción. Es mi perro Lucas, al que ya llamo Diazepam: lo que nos hace falta a ambos.
Está solo en casa. Tengo una cámara conectada al móvil. Llevo una hora mirando de reojo: en el ascensor, en el coche, en la reunión. Por el auricular, escucho sus lamentos in crescendo. Normalmente le dejo en una guardería si me ausento más de una hora (5 euros, medio día). Hoy no me dio tiempo y lo voy a pagar caro.
Es la primera vez que se sube a la mesa del comedor. Interrumpo la reunión con un respingo — “¡Ay, madre!”—y, aunque sé de sobra que no debo hacerlo aprieto “micrófono” en la app: “¡Abajo, Lucas, off, off, vamos chico, abajo, off, off!”.
Flipan. Los compañeros y el perro.
Soy oficialmente la señora loca con el perro trastornado. Para constatarlo, mi jefa me mandará luego la escena de la película de Woody Allen en la que su madre se aparece en el cielo Brooklyn para regañarle cariñosamente desde el limbo. Y me dice algo que también sé de sobra: “Esto no puede seguir así”.
Otra compañera me envía un artículo humorístico de The New Yorker, titulado Soluciones extremas para la ansiedad por separación post-pandémica en mascotas donde se recomienda proyectar un holograma de ti mismo atendiendo una llamada de Zoom, o ponerle un collar con tu voz en bucle. The Wall Street Journal publica poco después un reportaje en serio sobre la vuelta a la oficina donde gente de verdad confiesa ponerle la roomba al perro o colocar un maniquí con su ropa en el sofá cuando se van. Soy un chiste, pero no estoy sola. Alrededor de un 20% de los perros domésticos sufren trastornos de ansiedad por separación en algún momento de su vida, la pandemia ha agravado los casos, y a algunos propietarios nos ha sobrepasado el tema.
Yo llevo un año y medio sin dejar a Lucas solo. Los primeros seis meses ni siquiera fui consciente de ello. Lo adoptamos (tras pasar el casting de familias “apropiadas”) cuando vivíamos en un monte, gracias al teletrabajo postconfinamiento. Bodeguero ratonero, 6 años, tranquilo y cariñoso, sin problemas con los niños. De su vida anterior sabemos solo que convivía con dos mastines que le tenían frito, en una finca agrícola de la que se escapaba con frecuencia. La chica de la protectora lloró cuando lo recogimos. No nos pareció muy apropiado, pero pensamos que era señal de que debía ser un gran perro. Y vaya si lo fue.
Durante meses, paseamos los bosques y los riscos y siempre volvía al primer silbido. Por la mañana nos apilábamos como los Croods, en plan manada, para hacernos mimos. Persiguió ardillas (el único momento en el que le oímos ladrar), durmió siestas tirado en el pasto, montó en coche encantado, paseó en barca sin quejarse. Aprendió, con chuches y paciencia, sienta, pata, tumba, busca, a tu cama, quieto/break, off, salta, up, abajo, roll… sí, es bilingüe). Todo, menos perseguir el palo o la pelota, porque, razoné, a jugar no se aprende si no lo has hecho de pequeño. Dejó de erizarse y gruñir cuando veía otros perros si yo le decía “tranquilo”, incluso cuando eran mastines. Fue (y sigue siendo, en general) un compañero ideal que iba a lo suyo mientras yo teletrabajaba y venía a saludar de vez en cuando. Y entonces, un día, cerré la puerta y me fui al Ikea.
Lo llamamos su Vietnam particular. Los veterinarios especializados en comportamiento animal —etólogos, palabra que aprendí después— describen a grandes rasgos tres síntomas que pueden darse, juntos o por separado, en los trastornos de ansiedad por separación:
1. Destrozos (rascar las puertas para intentar llegar al dueño o romper objetos, sobre todo si huelen a ti).
2. Vocalizaciones (ladrar, llorar, aullar).
3. Síntomas somáticos (sudar, vomitar, orinar, defecar).
Check, check, check. Cuando abrí la puerta tras unas horas viendo habitaciones perfectamente ordenadas llegué a una casa por la que había pasado un tornado. Lámparas en el suelo, rodapiés arrancados, juguetes hechos trizas, basura y charcos de fluidos por todas partes. La imagen que tengo grabada son los tiradores de las persianas llenos de sangre, de colgarse con los dientes hasta destrozarse las encías. El perro, que no levanta tres palmos del suelo, estaba fuera de sí sobre la vitrocerámica, que seguía apagada de milagro. Empalmado, empapado en sudor y afónico. En pleno ataque de pánico evidente para cualquiera que haya visto o sufrido uno.
Jaume Fatjó, etólogo, cuenta que es habitual que los propietarios reaccionen a este tipo de eventos enfadándose y regañando al animal, interpretando que lo ha hecho en venganza por haberte ido. No es el caso. Mi reacción fue llorar, sentirme muy culpable y no volver a dejarle solo en los 12 meses siguientes. El problema ya no se llama “ansiedad por separación”, explica el experto, sino “trastornos relacionados con la separación” y las investigaciones más novedosas incluyen la frustración, además de la ansiedad, como posible origen (se puede leer más sobre ello aquí y aquí). Es un problema “complejo”, “multifactorial” (hay que descartar problemas médicos, puede estar relacionado con otras fobias…) y “transversal” a todo tipo de razas, temperamentos y biografías caninas. El tratamiento también es relativamente nuevo, “antes de los noventa apenas se reconocía y se trataba por los síntomas (impedir el ladrido, evitar los destrozos)”, dice el etólogo. Desde entonces se ha ido profundizando con estudios que muchas veces son limitados, lamenta, por el número de perros implicados, y por la subjetividad que supone que parte de las explicaciones dependan del dueño. Aunque hay variaciones dependiendo del especialista, y cierta falta de regulación, el tratamiento suele basarse en técnicas de modificación de conducta que trabajan el vínculo con el dueño, dan elementos de seguridad y señales al animal e incluyen un elemento de progresión (ir aumentando el tiempo de las salidas). También se puede ayudar a regular las emociones con feromonas sintéticas, suplementos dietéticos o medicación, aunque, como con los humanos, las pastillas por si solas no valen. “Nadie tiene porcentajes de cura”, dice el etólogo, “pero con el tratamiento, la mayoría de los animales mejora, muchos lo resuelven y algunos, por completo”.
Fatjó no es el primer experto con el que hablo, aunque es claramente el más cualificado: director de Ethogroup, Cátedra Fundación Affinity Animales y Salud de la UAB, y uno de los escasísimos especialistas certificados en España por el Colegio Europeo de Bienestar Animal y Medicina del Comportamiento, del cual fue además presidente del 2012 al 2014. Pero en ese año que va desde el Vietnam de Lucas a mi “baja de la mesa, off” en medio de una reunión, le he explicado el problema a los de la protectora (que no sabían nada del asunto), a dos veterinarios, cuatro adiestradores y decenas de cuidadores caninos.
También he leído mucho, desde foros que titulan rollo “¡10 trucos para que tu peludito no te eche de menos!” hasta artículos científicos con conclusiones mucho menos contundentes. Mi predilección son los que versan sobre la relación humano-perro, como estos de Plos One y Frontiers of Psychology (pero hay lo que quieras: aquí un ejemplo de búsqueda en PubMed). El precavido estudio germano-húngaro La influencia del estilo de apego y la personalidad de los dueños en los trastornos relacionados con la separación de sus perros (canis familiaris) fue mencionado por el HuffPost americano bajo el titular: ¿Necesitáis tú y tu perro terapia de pareja? No lo llaman click-bait por nada.
Claramente Lucas y yo la necesitamos. Pero no ha sido fácil. Varias olas pandémicas, tres mudanzas, con cambio de provincia incluido, periodos de vacaciones, exceso de trabajo, falta de dinero y lo que viene siendo la vida en general han impedido que contrate un especialista para llevar a cabo una terapia que requiere tiempo y compromiso. Nunca parecía el momento adecuado.
Y además, confieso, he procrastinado la decisión. El etólogo Fatjó me consuela diciéndome que eso también es muy habitual. Mi razón principal para evitar tomarla es que tuve un flash-back al primer hijo. El mismo tsunami de consejos sobre crianza, con técnicas y escuelas distintas. El mismo agobio sobre cuál es la adecuada (“hay muchísimo ruido”, admite Fatjó). La misma culpa (lo hago todo mal) e idéntica certeza (si alguien sabe, tengo que ser yo que le conozco). Así que, igual que hice con los niños, decidí tomar un camino propio a sabiendas de que no era necesariamente el mejor.
Mi técnica consiste, básicamente, en complicarme mucho la vida. Tengo cuidadores a los que pago (y son unánimes: es el perro más tranquilo, cariñoso y obediente con el que han estado) o se lo endoso a mis padres, lo dejo en el coche si voy al super (porque ahí se queda tan pancho), me lo llevo en metro a las entrevistas, quedo con los amigos solo en sitios pet friendly, pongo la cámara cuando voy a pilates y me salgo antes si se agobia mucho.
He probado de todo: entrenarle yo sola saliendo de a poquitos (de segundos a la hora que aguanta sin romper nada), esconder chuches por la casa, ponerle el Dog-tube en la tele, dejarle una camiseta mía sudada... Incluso he debatido el tema con mi terapeuta: ¿Soy yo el problema? ¿Alimento relaciones dependientes? ¿Necesito que me necesiten? ¿Soy como las señoras que salen en los programas de César Millán que llaman a sus caniches smochie poochie y les ponen botitas de bebé?
Mira que a mí me gustaría que el bruñido sinoalense me pusiese firme, pero, la verdad, en el parque, soy más Cesar Millán que las señoras hiperapegadas a las que regaña por no saber ser líder de la manada: mimoseo mucho a mi perro, pero va suelto sin problemas y si va atado no tira, me espera, para en los semáforos, no le gruñe a nadie (de hecho se va con cualquiera), socializa con otros perros con calma, no come cacas. Y por supuesto, no lleva botitas. Desde fuera, parecemos mucho más equilibrados que la mitad de las parejas animal/humano con las que nos cruzamos, y sin embargo…
Fatjó explica que la investigación no demuestra que un vínculo con apego favorezca los trastornos por separación. “Por mimarle, o dejarle subir al sofá, un perro no desarrolla trastornos”, dice, en contra de muchos consejos recibidos tipo “no cojas tanto al niño que luego te chulea”, versión canina.
De hecho, es más bien al contrario. Según los estudios, si algo puede fomentar un vínculo inseguro, y futuros problemas, es la indiferencia, ambivalencia, la falta de empatía o la rudeza del dueño hacia el animal (y de los padres hacia los hijos, por cierto).
Tengo muchas teorías de lo que le pasa a Lucas, pero la verdad es que no tengo ni idea de por qué le pasa.
El experto pone fin a mis diatribas explicando que es hora de llevar a diagnosticar al animal y “gestionar su demanda de atención”. Puede ser un proceso largo, avisa, y el mejor consejo que tiene es que yo sea “consistente”: que escoja un especialista (preferiblemente certificado por la Asociación de Veterinarios Españoles especialistas en pequeños animales, AVEPA) y confíe. Vamos, que me deje de rollos y me comprometa con el bienestar de mi mascota.
Me recomienda uno en mi ciudad. Llena de determinación, le llamo. Esto se acaba hoy.
“Uf, imposible”. El etólogo referenciado me dice que tras la pandemia, nunca ha tenido tanto trabajo en su vida. Que solo quiere irse de vacaciones. Que por favor nada de publicitarle en el periódico, están desbordados. Podría atender a Lucas en septiembre, si se le abre un hueco para entonces. No ofrece presupuesto sin verle antes, pero hago un calculo rápido con las tarifas de su web: de 500 euros y un par de meses no va a bajar. Cancelo mi plan de volar este verano, porque si no aguanta más de una hora sin ponerse histérico en casa, ni hablar de meterle en la bodega de un avión. Busco playas que admitan perros en un destino cercano al que llegaremos en coche. Busco en la app cuidadores por la zona. Me complico la vida.
Y susurro en el micrófono de la cámara: “Tranquilo chico, nos quedan un par de meses más juntos. Todo el rato”.
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