Quizás el mar se tragó la compasión
Los relatos del hundimiento de un pesquero con centenares de inmigrantes que intentaban llegar a Italia y la aventura fallida del sumergible que descendía hasta la tumba del ‘Titanic’, revelan que hay tragedias que hemos aprendido a leer sin sentir nada
Para un periodista, hay tragedias que se manifiestan en la punta de los dedos. Escribir un texto como este se siente urgente y sirve como un ejercicio catártico, a pesar de que unas horas bastarán para que todo este conjunto de símbolos muertos resulte innecesario y obsoleto, a falta de lo que Borges llamaba “lectores que los resuciten”.
Escribí esto después de navegar por varios medios digitales y leer en sus portadas el relato pormenorizado y espectacular de la misión de rescate del Titan, el submarino desaparecido desde el domingo, en el que cinco tripulantes, entre los que se encuentran un millonario, un empresario, su hijo y un explorador, descendieron en las profundidades del Atlántico Norte con el propósito de contemplar los restos del Titanic.
“Se acaba el tiempo”, titulaba el británico The Sun, mientras el Bild de Alemania resaltaba las vistas por las que “arriesgaron sus vidas”. Otros, ofrecen un relato en vivo, desgranando el minuto a minuto del suceso. En la misma línea, el griego Tanea daba seguimiento a las denuncias que desde 2018 alertaban sobre controles inadecuados en el submarino. Al parecer, en este relato también hay lugar para las culpas. Solo hay que buscarlas.
Una sincronía periodística hilada por el drama, el dinero y la diversión. Algo ha salido muy mal en una aventura que cuesta 230.000 euros por persona. Y esa historia funciona en términos mediáticos. El robot enviado por Francia, que puede sumergirse a 6.000 metros; el barco equipado con robots submarinos dispuesto por Noruega y los aviones canadienses y americanos que hoy buscan el Titan, se imponen ante otros relatos, para los que hay menos recursos multimedia, menos finura en el despliegue y, hay que decirlo, menos demanda en las audiencias.
Eso explica por qué el naufragio de una embarcación cargada con más de 700 migrantes en las aguas del sur de Grecia, cinco días antes del suceso del Titan, y cuyo rescate comenzó con horas de retraso en circunstancias cuestionables, no ocupó dimensiones similares ni antes ni después. O por qué los abrazos de hermanos sirios reencontrándose en los campos de migrantes de Kalamata, los cientos de desaparecidos y la inquietante negligencia de las autoridades griegas ―que justifican haber llegado tarde a salvar vidas porque el pesquero se resistió en un primer momento a ser rescatado―, no están en el centro de un seguimiento palpitante.
Aunque esa historia ha intentado rasgar por momentos el velo de normalización con el que se tratan y se leen los decesos migrantes en alta mar, lo más parecido a un minuto a minuto lo ha hecho este diario, que ha ofrecido una lección de anatomía periodística y ha logrado en parte retratar la dimensión y el color de la desgracia.
La solidaridad internacional y el respeto por las vidas humanas, sean cinco o 700, de millonarios o refugiados, no debería leerse como un juego de suma cero en el que dejar de socorrer a unos permitirá salvar a los otros”
Sin embargo, ni las denuncias de organizaciones internacionales ni los teclados de estas salas de redacción, han logrado fomentar la conmoción necesaria para que a 80 kilómetros de la costa griega lleguen también aviones, robots y submarinos. ¿Qué pasaría si, en una ficción imposible de recrear, la tripulación del Titan se hubiera rehusado a recibir ayuda? ¿Sería aceptable que no se los hubiera socorrido oportunamente? ¿Serviría ese argumento para zanjar la cuestión y esquivar el escrutinio colectivo? ¿Por qué no se escuchan tantas voces que analicen ese desdén, el silencio y desprecio institucional hacia la vida de los refugiados sirios, afganos, egipcios, paquistaníes y palestinos? ¿Reitera todo esto que para Europa migrar hacia sus fronteras es muchas cosas y sobre todo una conjura?
Habrá quien diga que no tiene lugar poner en una misma balanza el naufragio de este pesquero y la desaparición del Titan. Y estaría en lo correcto. La solidaridad internacional y el respeto por las vidas humanas, sean cinco o 700, de millonarios o refugiados, no debería leerse como un juego de suma cero en el que dejar de socorrer a unos permitirá salvar a los otros. La cuestión aquí es si todo lo que el mar se traga nos importa en la misma medida, y si los responsables de esos despliegues técnicos, políticos, privados y mediáticos comprenden que hoy, por ejemplo, en Pakistán, las autoridades en ese país calculan que 300 familias han sido afectadas por esta tragedia. ¿Quién les dará una respuesta sobre la suerte de los suyos?
Quizás hemos aceptado ese relato de que los inmigrantes mueren en el mar, porque se ha repetido muchas veces, porque son miles y porque sus nombres no nos evocan nada más que estereotipos, prejuicios y temores. Son víctimas y victimarios que se hunden como piedras en una realidad que solo es suya. Son ellos quienes han pagado entre 4.000 y 6.000 euros para lanzarse a una travesía que no compartimos ni queremos comprender. Quizás nos leemos más veces en relatos de exploradores millonarios que se lanzan al océano por curiosidad, por ocio y por extravagancia. No por las guerras, el cambio climático ni la pobreza.
Y, si esto es así, ¿para qué dedicar palabras a tragedias que no nos conmueven ni nos movilizan colectivamente? ¿Para qué esta tribuna, cuya comparación odiosa entre dos sucesos solo pone de relieve aspectos de clase y origen? ¿Para qué reclamar un periodismo que ponga en evidencia la tragedia? La respuesta está en forjar una memoria que reitere que las vidas que se pierden en el mar no desaparecen, que importa recordarlas, porque esa también es una manera, como escribió Rosario Castellanos, “de ayudar a que amanezca”.
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