La revolución inacabada de la salud global
Superada la pandemia del coronavirus, la salud global ha desaparecido del centro de la agenda política. Esta es una decisión temeraria que ignora las crisis sanitarias existentes y los riesgos latentes
Cuando se reconstruya la historia de esta pandemia, describiremos algo muy parecido a una revolución de la salud global. En menos de dos años fuimos capaces de incrementar el gasto sanitario en un billón de euros, pusimos en el mercado vacunas que han salvado hasta ahora a no menos de 20 millones de vidas y construimos un entramado de normas, instituciones e iniciativas que definirán la gobernanza sanitaria para esta generación. A fuerza de contar muertos, aprendimos que el gasto en salud global no es un mero ejercicio de solidaridad, sino una inversión y una garantía de la seguridad económica y personal de las sociedades.
Lamentablemente, ni siquiera 22 millones de fallecidos y un terremoto económico mundial garantizan hoy la pervivencia de un titular. Cuando todavía convivimos con las mascarillas en el transporte público y China es capaz de confinar a millones de personas para evitar un brote de coronavirus, la comunidad internacional parece haber pasado página. Donde ayer mandaban las prioridades de salud global, hoy las agendas y los presupuestos están marcados por la inflación, la guerra y el desabastecimiento energético y alimentario.
Se trata de un movimiento comprensible pero temerario, porque el peligro no ha quedado atrás. En este preciso instante, países como Uganda, Siria o Haití se enfrentan a brotes de ébola y cólera que amenazan a centenares de miles de personas. Las enfermedades infecciosas o los futuros virus respiratorios de origen zoonótico, aquellas que se pueden transmitir entre animales y seres humanos– son solo uno de los frentes en un panorama de riesgos sanitarios sistémicos que incluye accidentes bioquímicos, conflictos armados, catástrofes nucleares y shocks ambientales. Como recordaba el estudio The Lancet Countdown, publicado hace unos días, “el cambio climático está exacerbando la inseguridad alimentaria, los impactos en salud provocados por el calor extremo, el riesgo de brotes infecciosos y la recurrencia de fenómenos naturales extremos”.
Ese estado de emergencia sanitaria ya era rutina antes de 2020 para buena parte del planeta. La covid-19 no ha hecho más que complicar las cosas. La lucha contra las otras pandemias –como la malaria, el sida, la tuberculosis o la neumonía infantil– ha sufrido un importante revés durante estos dos años. De acuerdo con el reciente Informe de Resultados 2022 del Fondo Mundial, el número de pacientes testados y tratados de tuberculosis –una enfermedad que mata a 1,3 millones de personas cada año– cayó un 19% en 2020, incrementando las muertes por primera vez en una década, y solo se recuperó parcialmente en 2021. Algo similar ocurrió con la población que dispone de acceso a redes mosquiteras con insecticida, necesarias para evitar las picaduras de insectos vectores de enfermedades como el dengue o el paludismo. Estos retrocesos se traducen en miles de años de vida saludable perdidos y en un insoportable coste económico para las comunidades.
El impacto más demoledor, sin embargo, ha sido el que se ha producido sobre los programas de vacunación infantil. Al menos 25 millones de niños quedaron sin recibir ni una sola vacuna el pasado año, seis más que en 2019 y el mayor retroceso en casi tres décadas. La inmunización infantil constituye una de las intervenciones más eficaces y equitativas de la salud global, con 37 millones de vidas salvadas entre 2000 y 2019. No hay espacio para el error en este campo.
Ante semejante panorama, la pregunta es si este tiempo ha sido solo un paréntesis. ¿Estamos condenados a seguir como si nada hubiese ocurrido o podemos escalar las lecciones de la covid-19 a otros territorios de la salud global? Para hacerlo, debemos enfrentar un triple desafío: financiero, científico e institucional.
La inmunización infantil constituye una de las intervenciones más eficaces y equitativas de la salud global, con 37 millones de vidas salvadas entre 2000 y 2019. No hay espacio para el error en este campo
En materia presupuestaria es difícil ser optimista. Los países del G20 han calculado una brecha de unos 10.700 millones de euros en la financiación de los programas de prevención de pandemias. Buena parte de estos recursos deberían ir destinados al nuevo Fondo Intermediario Financiero liderado por el Banco Mundial y la Organización Mundial de la Salud (OMS). Pero el problema afecta también a la financiación de otras enfermedades. En su reciente conferencia de reposición, el propio Fondo Mundial contra la malaria, el sida y la tuberculosis se ha quedado casi 4.000 millones de dólares por debajo de las necesidades declaradas para el próximo trienio.
En último término, cualquier medida eficaz de prevención y respuesta pasa por fortalecer los sistemas nacionales de salud. La debilidad de estos sistemas ha sido, junto con el reparto inequitativo de las vacunas, el talón de Aquiles en la contestación global a la crisis. En un informe publicado justo antes de la pandemia, el Banco Mundial estimaba la brecha financiera de la cobertura universal de salud –un paquete básico de servicios de calidad– en unos 176.000 millones de dólares anuales para el conjunto de los 54 países de menos ingresos. La ausencia de financiación pública obliga a las familias a pagar de su bolsillo cerca del 40% del gasto total en salud de sus países y se limitan a cubrir las necesidades más básicas.
La solución concierne en primer lugar a los propios gobiernos afectados, que deberán incrementar su gasto en este sector: hoy está en una media del 10% del PIB frente al 15% de los países de ingreso alto. Pero el margen de maniobra es escaso, en un contexto marcado por la crisis de deuda y la inflación. Javier Guzmán, director de políticas de salud global del think-tank estadounidense Center for Global Development, describía para este análisis un panorama fúnebre: “La situación macroeconómica a nivel global es preocupante y tendrá repercusiones negativas para la financiación del sector salud. Los gobiernos de los países en desarrollo no tendrán suficiente dinero y deberán hacer frente a múltiples prioridades adicionales”. Ante esta situación, es fundamental que los países y organizaciones donantes sostengan el esfuerzo realizado durante la pandemia, que en un solo un año permitió incrementar la cooperación en salud más de 14.000 millones de euros.
La capacidad de reconocer los intereses compartidos también va a determinar nuestras inmensas posibilidades el campo de la ciencia y la innovación. Las vacunas, por ejemplo, demuestran lo lejos que es posible llegar cuando al esfuerzo político y financiero se une un tratamiento regulatorio excepcional. Refiriéndose a la tecnología ARN mensajero, el director del Centro de Virología e Investigación de Vacunas de Harvard, Dan Barouch, declaraba: “El campo de las vacunas ha sido transformado y avanzado para siempre como consecuencia de la Covid19″. Lo que esto significa es que tenemos ante nosotros la posibilidad de desarrollar herramientas inmunitarias ante enfermedades de la pobreza como la malaria y la tuberculosis.
Sin embargo, una cosa es tener la posibilidad y otra muy diferente que esta se convierta en realidad. Durante los meses críticos de la inmunización contra la covid-19 comprobamos el riesgo de limitar el acceso de la mayoría a las innovaciones y de concentrar las capacidades de I+D+i en un puñado de economías de renta alta y media-alta. Son problemas que persistirán mientras los pacientes pobres sigan condenados a los márgenes de la agenda científica internacional. No están garantizados recursos económicos suficientes para investigar sobre enfermedades que carecen de incentivos de mercado, bien porque los destinatarios no pueden pagar los productos o porque la vida económica útil de estos es breve, como ocurre en el caso de algunos antibióticos.
Los dos últimos años nos han permitido ser testigos de fenómenos paranormales, como el apoyo de Estados Unidos a una excención temporal de los derechos de propiedad intelectual en los productos covid
Podemos hacer las cosas de manera diferente. Los dos últimos años nos han permitido ser testigos de fenómenos paranormales, como el apoyo de Estados Unidos a una excención temporal de los derechos de propiedad intelectual en los productos covid. Pero no estamos obligados a avanzar a golpe de pandemia. La comunidad internacional puede hacer una revisión en profundidad de los incentivos a la innovación en sectores de interés público: reformar un modelo de patentes diseñado a la medida de las grandes empresas farmacéuticas; y modelar la agenda científica utilizando el ascendiente que ofrece la inversión pública en ciencia y las compras de productos farmacéuticos por parte de los Estados.
El tercer desafío está relacionado con las instituciones y su gobernanza. El sistema internacional de salud global precisa con urgencia una estructura ágil, eficaz y representativa que establezca prioridades claras, coordine a la miríada de actores que operan en este sector y responda con agilidad a los riesgos emergentes. Lamentablemente, la OMS –y sus brazos regionales, como la Organización Panamericana de la Salud– responde mal a estas necesidades. La pandemia puso de manifiesto las graves limitaciones políticas de una organización sin autonomía financiera, sobrepasada por las grandes iniciativas público-privadas y lastrada por las disputas de algunos de sus principales miembros, como Estados Unidos y China.
Si el derecho a la salud es algo más que una lotería o un buen negocio, las normas e instituciones internacionales deben reflejarlo
La transformación de esta institución es una prioridad inaplazable que ya ha comenzado con una revisión de su sistema de financiación. La Asamblea Mundial de la Salud aprobó el pasado mes de mayo un nuevo modelo que garantiza, a partir de 2030, un presupuesto basado en contribuciones obligatorias de los países miembros y no en donaciones y contribuciones voluntarias, que suponen ahora el 84% de sus fondos operativos. La reforma del modelo de financiación debería abrir la puerta a una conversación más amplia sobre la eficacia de los programas y la rendición de cuentas de los directivos.
Más allá de la OMS, la comunidad internacional debe construir un sistema de reglas mucho mejor adaptado a las necesidades de la salud global en el siglo XXI. El futuro Tratado Internacional de Pandemias es un ejemplo de ello, como lo es la batería de iniciativas para distribuir vacunas, diagnósticos y tratamientos, o para reformar el modelo de propiedad intelectual. Si el derecho a la salud es algo más que una lotería o un buen negocio, las normas e instituciones internacionales deben reflejarlo.
La pandemia de la covid-19 nos ha cambiado de un modo que aún no somos capaces de calibrar. Hoy somos más conscientes de las posibilidades de la acción coordinada, de la eficacia ética y práctica de los sistemas de cobertura universal y del retorno económico de las inversiones en salud. Pero nada de todo esto tendrá valor si no somos capaces de sostenerlo en el tiempo. La revolución inacabada de la salud global es un desafío común que determinará las sociedades que seremos.
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