El mundo no puede fallarle a quienes huyen de la crisis en Venezuela
Casi seis millones de personas han dejado el país, un 20% de su población, pero la falta de reconocimiento oficial de su condición de refugiados y de financiación adecuada para atenderlos, les condena a una situación de extrema vulnerabilidad
Una bebé de nueve meses fallece en la frontera de Bolivia y Chile junto a dos personas adultas. Un niño y un adolescente son asesinados a balazos en Colombia. Mujeres, niñas y niños en situación de calle son agredidos y sus pertenencias quemadas en el norte de Chile. Todas son personas venezolanas en situaciones de extrema vulnerabilidad, a quienes los gobiernos en las Américas no han sabido, o querido, proteger.
Los encabezados de periódicos en todo el mundo han plasmado en doloroso detalle las violaciones masivas de derechos humanos que se viven en Venezuela. Sin embargo, las tragedias que tienen que soportar quienes huyen de esos horrores han generado menos visibilidad y suscitado menos rechazo. Los episodios más recientes son solo ejemplos, pero los desafíos se extienden a la militarización de fronteras en Perú, naufragios y devoluciones forzadas desde Trinidad y Tobago, y separación de familias en Curazao, entre otros. Es una tendencia que la región debe frenar y revertir con urgencia.
Casi seis millones de personas han huido de Venezuela desde 2015, equivalente a un 20% de la población del país. Es decir, una de cada cinco personas ha dejado su hogar atrás. Es como si la población entera de Dinamarca o Singapur, por ejemplo, hubiesen escapado de su país buscando protección. Es una realidad sumamente dolorosa: millones de personas que de tanto sufrir en su país, no ven otra salida que la de abandonar su hogar, con la esperanza que en otros países les brinden protección internacional.
La desidia de los Estados a la hora de proteger a quienes huyen de violaciones de derechos humanos en Venezuela es palpable
Cuando se habla de protección internacional, o condición de persona refugiada, la mayoría evoca imágenes de conflictos armados alejados de nuestras fronteras. Pero vale la pena hacer dos aclaraciones. La primera es que, en gran parte de nuestra región, y en particular en países que acogen a venezolanos, rige una definición de persona refugiada que reconoce como tal a quienes huyen no solo de persecución y de conflictos armados, sino también de violaciones masivas de derechos humanos. La segunda es que la protección internacional implica, en su más básica esencia, asistencia y acogida. Es decir, proteger los derechos humanos de quienes no han tenido otra opción que abandonar su hogar o no pueden regresar a él. Esto sin perjuicio de otras obligaciones ineludibles de los Estados receptores, como la prohibición universal de devolver una persona a un territorio donde corra riesgo real de graves violaciones de los derechos humanos.
En Venezuela, es más que probado, se cometen violaciones masivas de derechos humanos. Por lo tanto, sus ciudadanos fuera del país requieren protección internacional. Pese a quién le pese. ¿Por qué, entonces, muere una bebé de nueve meses en Bolivia? ¿Por qué un grupo de refugiados en situación de alta vulnerabilidad observa aterrada como les queman sus pocas y precarias pertenencias? ¿Por qué un niño de 12 años y un joven de 18 años son asesinados a balazos?
La desidia de los Estados a la hora de proteger a quienes huyen de violaciones de derechos humanos en Venezuela es palpable. Un dato muy revelador es la falta de financiación para atender sus derechos y necesidades. En promedio, reciben 265 dólares americanos por persona en donaciones de la comunidad internacional, mientras que las de Siria reciben 3.150 dólares en asistencia. Sobra decir que ninguna vida vale más que otra, solo hace falta que los Estados actúen en consecuencia.
La falta de reconocimiento oficial de la condición de refugiadas a personas venezolanas y la falta de un financiamiento adecuado para atenderles no son realidades inconexas. Es una negación multidimensional de la naturaleza, escala y respuesta de la segunda crisis de movilidad humana más grande del mundo. Si no se reconoce la necesidad de protección internacional, ¿cómo se van a evitar más abusos y tragedias como las que vemos en Chile, Colombia o Bolivia, entre otros? Y si no se reconocen a estas personas como refugiadas, ¿cómo se pretende financiar las necesidades de un plan de respuesta a semejante crisis?
Los gobiernos en las Américas, y en otras regiones, no pueden renunciar a sus obligaciones bajo el derecho internacional de los derechos humanos y de las personas refugiadas. Deben hacer lo correcto: reconocer a las personas venezolanas como refugiadas, para así atender a sus derechos de manera urgente y diferenciada, y consecuentemente, solicitar y recibir la financiación necesaria para materializarlo.
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