Las otras bombas de Putin son alimentarias y no caen en Ucrania
El conflicto provocado por Rusia amenaza con desencadenar una escalada histórica del precio de los alimentos básicos. Esta es otra buena razón para frenar a los agresores
La onda expansiva de la agresión rusa contra Ucrania se hará sentir en millones de hogares, a decenas de miles de kilómetros de Kiev. El conflicto ha desencadenado una tormenta sobre el mercado global de grano e insumos agrícolas ―de los que la región es productora principal― que ha provocado en pocos días la escalada del precio de alimentos básicos y el pánico en sus mercados. Considerando los tsunamis políticos que se derivan de los temblores alimentarios, la comunidad internacional haría bien en incorporar este asunto a sus prioridades inmediatas.
Energía por las nubes, transporte gripado y producción restringida o desviada. ¿Les suena de algo?
Hace una década y media (2006-2008), el encarecimiento en el precio de los alimentos sacudió al mundo y dio lugar a movimientos de protesta en medio planeta. El mercado alimentario sufrió las tensiones de una demanda creciente ―más consumidores, con más poder adquisitivo― y una oferta poco flexible y castigada por impactos naturales extremos, lo que exacerba la fragilidad del sistema. En aquel momento, bastó con un incremento en el precio de la energía, que se trasladó a los fertilizantes, el transporte y la agroindustria. La sangre atrajo a los fondos especulativos internacionales, que vieron en este sector un refugio frente al desplome de otros mercados como el inmobiliario. En tan solo unos meses, el precio del trigo, la carne y la leche se doblaron, el del arroz alcanzó su pico más alto en 10 años y el de la soja el más alto en las tres décadas anteriores. La carestía se extendió como una plaga.
Energía por las nubes, transporte gripado y producción restringida o desviada. ¿Les suena de algo? Si consideramos que los precios ya eran anormalmente altos en 2021 como consecuencia de la pandemia (ver gráfico), caminamos derechitos hacia una tormenta perfecta. En tan solo un año, la canasta de alimentos básicos que mide el índice de precios de la FAO se ha encarecido un 21%. Pero, con el estallido de la guerra, el precio del trigo se disparó en dos semanas un 75% ―de ocho dólares (siete euros) por fanega a más de 14–, para descender ligeramente en los últimos días.
La fortuna ha querido que la producción de 2021-2022 pueda batir récords históricos, como explica un reciente informe del Consejo Internacional de Cereales. Esto permitirá satisfacer parte de la demanda global con otros productores como Estados Unidos, India, Brasil y la UE. Pero la duración de la guerra en Ucrania podría ser larga y la inestabilidad de los mercados inevitable. En palabras inusualmente contundentes del Director Ejecutivo del Programa Mundial de Alimentos, David Beasley, la disponibilidad de alimentos se va a convertir “en un problema del demonio en unos seis a nueve meses”.
Todos los países se verán afectados por las consecuencias de esta explosión, pero algunos se encuentran más cerca de su núcleo. Un análisis publicado esta semana por el diario Financial Times incluye un gráfico inquietante sobre el peso del trigo ucranio en las importaciones de algunos países. Las ratios más altas corresponden a economías pequeñas como Líbano (80%), Moldavia y Catar (ambos con cerca del 50%). Pero, a partir de ahí, la lista incluye a naciones superpobladas como Paquistán (alrededor del 45%), Indonesia, Etiopía y Egipto (que en 2020 compraron a Ucrania un cuarto de todo su consumo de trigo). Este último caso ―como explica un podcast de The Economist― ilustra a la perfección la sensibilidad política y fiscal de un producto altamente subvencionado como el pan, capaz de tumbar regímenes y presidentes.
Otras regiones del planeta, como África subsahariana, dependen menos del grano ucranio. Sin embargo, están doblemente expuestas a la volatilidad de este mercado por su condición de países importadores netos de alimentos y por los altos niveles de desnutrición de sus poblaciones. Tras las langostas, la pandemia, la recesión y la crisis de deuda, este quinto shock encadenado en poco más de dos años puede dar la puntilla a décadas de esfuerzos por mejorar la seguridad alimentaria de la región.
La repentina escalada de los precios de los alimentos no es la única consecuencia de la guerra de Putin sobre el desarrollo internacional, pero sí una de las más graves. Y alguna de las restantes ―como la necesidad de dirigir recursos escasos de cooperación a la crisis humanitaria provocada en la propia Ucrania― complicará la respuesta de los donantes internacionales. Lo cual conduce a la pregunta que nos hacemos en todas y cada una de las catástrofes alimentarias de las últimas décadas: ¿por qué no invertir en modelos de producción agraria menos centralizados y mejor ligados con el desarrollo rural y el autoabastecimiento de las regiones más frágiles?
Hoy que cacareamos la importancia de los sistemas de prevención y respuesta ante las emergencias sanitarias, seguro que podemos entender la necesidad de hacer lo mismo en otro de los grandes campos del bienestar humano. La consolidación de modelos sostenibles de producción agraria no solo apuntala la nutrición y los ingresos de las comunidades más vulnerables, sino que constituye una herramienta eficaz contra el cambio climático.
Nadie mejor que un apparatchik soviético para hacer buena la afirmación de Marx acerca de una historia que ocurre dos veces, primero como tragedia y después como farsa. Si una crisis de alimentos estuvo en el origen del conflicto sirio en el que Rusia arrasó a los civiles a sangre y fuego, ahora esas mismas víctimas padecen las explosiones alimentarias provocadas por el autócrata ruso. También por eso hay que frenar a este salvaje.
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