El lado oscuro del paraíso turístico de Costa Rica
El turismo y la llegada de emigrantes europeos, norteamericanos e israelíes a un pueblo surfero de la costa pacífica ha desplazado a los habitantes de la localidad, que ahora deben afrontar un alto coste de vida
Casi de un día, para otro, Natalie Harker vio cómo el alquiler de su casa en la playa de Santa Teresa (Cóbano, Costa Rica) aumentaba de 375 euros a 844 (un 125%). La antigua aldea de pescadores situada en noreste del país, en la que esta colombiana de 38 años ha vivido durante los últimos ocho, llevaba años siendo uno de los destinos predilectos del turismo internacional. En 2016, un artículo de The New York Times la calificó como “el próximo Tulum” por “sus playas vírgenes y deliciosos mariscos”. Pero la pandemia de la covid-19 acentuó la llegada de emigrantes europeos y norteamericanos, que buscaban establecerse en idílicos paraísos como inversores o que podían trabajar desde cualquier lugar del mundo donde tuvieran una conexión a Internet. Como resultado, el coste de vida en este pueblo surfero de la costa pacífica costarricense se ha disparado, lo que ha supuesto un desplazamiento de los habitantes de la localidad y de trabajadores latinoamericanos a otros municipios o a viviendas más baratas.
El 9% de la población de Costa Rica, un país de unos cinco millones de habitantes, son migrantes, según un informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Las políticas migratorias del país permiten la entrada sin visa a ciudadanos de la mayoría de los países europeos y de Norteamérica por un máximo de 90 días. No existen restricciones para el reingreso con visado de turismo, lo que permite a muchos, que no regularizan su residencia, entrar y salir para renovar su tiempo de permanencia. La mayor comunidad es la de nicaragüenses (66%), aunque también existe una numerosa comunidad argentina y, por último, población israelí. “Acá los europeos, los norteamericanos y los israelíes son los dueños del pueblo; los argentinos y ticos [gentilicio popular de Costa Rica] trabajan en hostelería, los nicaragüenses en construcción y ellas en la limpieza”, dice una residente costarricense que prefiere no dar su nombre.
El nicaragüense Efraín Díaz, de 39 años, vive en el barrio Las Brisas, cerca de la playa de Santa Teresa, donde se asientan en infraviviendas la mayoría de los migrantes que trabajan como peones de construcción de las villas de lujo y casas para el turismo que se edifican durante todo el año. A los siete años había empezado a vender caramelos en su Nicaragua natal, tras quedar huérfano. Su padrino juntó algo de dinero y con 11 años lo envió a Costa Rica, en un periplo que le obligó a caminar durante tres días por el monte y cruzar la frontera costarricense de manera irregular. Como la mayoría de nicaragüenses, consiguió empleo como recolector de café y aún hoy trabaja ahí. Paga unos 122 euros de alquiler y gana entre 660 y 942 euros al mes en jornadas laborales que son, como la de muchos de sus compatriotas, de entre ocho y 10 horas diarias durante seis días a la semana. Esta es la única manera de mandar dinero a sus familias.
Huir de la ciudad
Valerya Sztein, de 39 años, tuvo más suerte. Migró desde Argentina y es publicista de profesión. Cuando llegó a Santa Teresa hace dos años, “quemada” por la rapidez de la vida en la ciudad y las dificultades económicas de su país, comenzó como empleada en un negocio regentado por otro argentino. Pero ahora ya es dueña de su propia tienda de lencería. Ve este lugar como un sitio paradisíaco en el que “cómo no hay mucho que hacer, se fomentan los vínculos y el juntarse con amigos para cocinar y tocar la guitarra”.
Pero no todos los argentinos han podido emprender en Santa Teresa. Generalmente, trabajan en hostelería, a menudo como camareros, en locales dirigidos por israelíes, que han encontrado en el paraíso —tal y como lo retrata el diario Haaretz— la oportunidad de levantar negocios prósperos.
Crisis habitacional y precariedad laboral
Gabriela Merino, costarricense de 38 años, lleva 15 años en Santa Teresa y en este tiempo ha visto cómo los vecinos se marchan a las afueras, donde los precios son algo más baratos, para poder subsistir. Además, durante la pandemia y los meses posteriores, apreció una subida insostenible del coste de vida. En la mayoría de zonas costeras del país, el precio de los alimentos básicos son superiores a los del interior del país. Un kilo de pechuga de pollo llega a estar entre los seis y los nueve euros. Una cerveza local en los bares de la playa para ver la puesta del sol alcanza los ocho.
Si los nicaragüenses se van de aquí, se acaba Costa Rica, porque ellos son la mano de obra fuerteÁlvaro Gil, migrante colombiano
El coste de la vivienda también se ha disparado. Un piso de una habitación, con los servicios básicos —de los pocos que se encuentran disponibles en temporada alta (de diciembre a abril)— cuesta, con un poco de suerte, entre 1.000 y 1.500 euros al mes, mientras que el salario mínimo en Costa Rica es de unos 480. Sin embargo, los migrantes que no han regularizado su situación o que no cuentan con permiso de trabajo no tienen acceso ni a contratos laborales ni a las prestaciones sociales, por lo que muchos camareros dependen de las propinas para poder sobrevivir.
Francisco Rodríguez es un joven nicaragüense de 24 años que lleva cuatro como guarda de seguridad en Santa Teresa. Él también vive en Las Brisas y comparte un espacio de no más de 100 metros cuadrados con otras cuatro familias. Una fina cortina separa el área en cinco, mientras que la cocina y el baño son de uso común. Con lo que gana, dice, no le quedan ahorros para enviar a sus familiares. “Trabajo para vivir”, se lamenta. Aun así, la situación puede ser peor: hay muchos migrantes que se ven abocados a vivir en cuarterías, una habitación compartida que, en muchas ocasiones, carece de agua potable.
En Costa Rica el salario mínimo es de 480 euros, mientras que en Santa Teresa el alquiler de un piso de una habitación cuesta entre 1.000 y 1.500 euros
Impacto medioambiental
Una de los mayores problemas es el impacto medioambiental. El elevado incremento de personas que viven temporalmente en Santa Teresa ha llevado al límite a los servicios de limpieza del área y es frecuente encontrar apiladas bolsas de basuras en la única calle que atraviesa la localidad. El poco control gubernamental que hay en el manejo de aguas residuales en torno a las construcciones de las villas de lujo, casas, restaurantes y hoteles ha agravado la huella ambiental en la zona.
Para Carolina Chavarria, directora de Nicoya Waterkeepers, falta mucha responsabilidad individual en el cuidado del medio ambiente. “Cortamos todos los árboles porque queremos vista al mar, y luego se quejan de que hay derrumbes y que todo está sucio y mucho sedimento en el mar”, se queja. A través de la organización han impulsado diferentes iniciativas que monitorean el impacto ambiental y educan en el manejo de residuos a los residentes y dueños de negocios de la zona.
La proyección turística de Santa Teresa ha provocado que apenas se haya invertido en la creación de espacios públicos y de encuentro. Uno de ellos es la cancha de fútbol, —donde se sitúan algunas de las villas de lujo con vistas al mar—. Es el lugar en el que Efraín Díaz entrena a los niños, nicaragüenses en su mayoría, e incentiva las actividades y lugares de encuentro de la comunidad a través de la Escuela Coyote Club. “Apoyo a los niños de corazón, porque no tuve padres y sufrí muchísimo. Había gente que me discriminaba y otros no, por eso yo quiero respaldarlos”, reflexiona.
“La comunidad está segregada por grupos étnicos y los nicaragüenses no se mezclan con nadie”, reflexiona Merino. Es casi imposible verles con una cerveza en las playas o practicando surf. Salen muy temprano de Las Brisas para trabajar, se agolpan para poder subir a los pocos autobuses que los llevan a sus empleos o vuelven de ellos en la parte de atrás de un camión a la precariedad de sus hogares. “Si los nicaragüenses se van de aquí, se acaba Costa Rica, porque ellos son la mano de obra fuerte”, añade Álvaro Gil, un colombiano de 60 años que llegó a Santa Teresa a los 35.
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