Piquiá, el poblado de chabolas que derrotó a los ‘señores del hierro’
Los habitantes de esta comunidad amazónica afectados por la explotación de una gran mina de hierro a cielo abierto logran el realojo, alejados de los humos tóxicos tras años de lucha
“Un atlas que no incluya Utopía no es digno de ser consultado, porque deja fuera el único país donde siempre aterriza la humanidad. Y cuando la humanidad aterriza allí, mira a su alrededor y, al descubrir un país mejor, se dirige hacia él. El progreso es la realización de las Utopías”. Nadie en Piquiá de Baixo ha leído El alma del hombre bajo el socialismo, la obra en la que Oscar Wilde formula esta definición. Sin embargo, las 312 familias del barrio marginal de Açailândia, en el estado brasileño de Maranhão, lograron darle un lugar a Utopía. No es una isla, sino un terreno de poco más de 15 hectáreas en el que se alza una hilera de casas sencillas y regulares de cemento, con espacios ajardinados intercalados y amplias instalaciones para las reuniones comunitarias. Hay 312 viviendas, una para cada familia; la última acaba de terminarse. Los habitantes de Piquiá por fin podrán salir de la gran explanada de tierra en la que han vivido durante los últimos 30 años en forzada convivencia con las “siderúrgicas”, como las llaman los residentes.
Estas fábricas, primero cuatro, ahora tres, procesan el hierro extraído en la Serra de Carajás, a 200 kilómetros, en el Estado de Pará; la mina de mineral a cielo abierto más grande del mundo. El gigante Vale, en aquella época empresa pública, y ahora privada, descubrió y se adjudicó el inmenso yacimiento en 1967. Eran los años de la dictadura y fueron los generales quienes, en la década de los ochenta decidieron construir el “circuito de hierro” con el objetivo de desarrollar el nordeste del país gracias a la extracción intensiva de recursos naturales que se venderían en el mercado internacional. Así llegaron el ferrocarril, las fábricas, la terminal comercial y las acerías. No es casualidad que eligieran precisamente Piquiá para asentarse.
El poblado se encontraba en una posición estratégica: cerca de un río, cuyas aguas eran fundamentales para enfriar los hornos, y de una estación de tren, desde donde enviaban el producto. Además, allí residían un millar de campesinos pobres del Nordeste que habían huido de los abusos de los terratenientes y buscaban un puñado de tierra para cultivar. Mano de obra barata que podía ser reclutada en masa. Mujeres y hombres sin voz ni poder para oponerse. O, al menos, eso creían los “señores del hierro”.
Tida, una mujer en lucha
Francisca Silva, más conocida entre los habitantes como “Doña Tida” es la única mujer del grupo de siete pioneros de la Associação comunitaria dos moradores do Piquiá, una organización que, junto con Justiça nos trilhos, la parroquia de São João de Batista y el Centro de defensa da vida Carmen Buscarán, pelearon contra la siderurgia para lograr el realojo en nuevas tierras alejadas de los humos tóxicos. Silva cuenta cómo empezó todo. “Fue en el año 2008. Habíamos pedido también, sin éxito, que disminuyeran las emisiones. Mi vecino Edvar Dantas Cardenal pidió ayuda al Centro de Derechos Humanos, una pequeña asociación local, y a los misioneros combonianos, después de intentar en vano obtener una respuesta de las empresas. Junto a ellos empezamos a reunirnos y a estudiar las distintas opciones. Desalojar a la acería parecía imposible. Todo en vano. Entonces decidimos trasladarnos nosotros, pero a condición de que reconocieran formalmente su responsabilidad y contribuyeran a los gastos. Muy pocos creían que fuera posible. ¿Desde cuándo ganan los pobres que se enfrentan a los ricos?”, cuenta con las uñas pintadas y elegante hasta cuando va a la cantera.
Açailândia estaba rodeado por una franja de bosque que, en ese momento, cubría la parte oriental de la Amazonía. El “circuito de hierro” fue matándola lentamente. Se talaron los árboles para abrir paso a los casi 900 kilómetros de vías entre la cantera de Serra do Carajás y el puerto de Ponta da Madeira de São Luis, desde donde se exporta el hierro a todo el mundo. Un tren de 330 vagones transporta el mineral a un ritmo de 230 millones de toneladas al año. El ferrocarril, además abrió el camino a la agricultura y la ganadería intensivas.
Pero antes de partir, el mineral debe transformarse en hierro fundido o arrabio, la parte más sucia del proceso. De eso se encargan las fábricas de Açailândia —independientes de Vale, pero alimentadas por sus suministros—. El coloso brasileño precisa que solo mantiene una relación comercial con las acerías del pueblo. Estas últimas “no trabajan para nosotros. Les vendemos la cantidad de mineral de hierro que nos piden”, afirman por correo electrónico. “Luego ellos abastecen a los consumidores de arrabio”.
El anunciado progreso quedó en papel mojado. Gracias al hierro, actualmente Açailândia, produce un tercio del PIB del Estado brasileño de Maranhão: sin embargo, la renta media de los habitantes es de 676 reales al mes (unos 132 euros), la mitad del salario mínimo brasileño. El 14% se encuentra en una situación de pobreza extrema. Las empresas mineras pagan sus impuestos. Sin embargo, los uno o dos millones de reales al año (entre 200.000 y 400.000 euros) que llegan desde Vale al Municipio de Açailândia no han mejorado la calidad de vida de la gente, a juzgar por los caminos de tierra, las aceras rotas y la escasa iluminación.
Paradigma extractivista
“En esta comunidad se da el fracaso del paradigma extractivista, basado en la explotación intensiva de materias primas para abastecer al Norte global”, explica Valdenia Paulino, abogada de Justiça nos trilhos. “Estas se exportan casi en bruto, por lo que no hay interés en desarrollar, en el propio territorio, un sistema de procesamiento que produzca un valor añadido y empleos cualificados. La economía nacional depende así exclusivamente de los precios internacionales de las materias primas y estos suben o bajan según la demanda global”.
Entre los afectados por los humos de la acería se encontraba el marido de Tida, inválido y obligado a una larga agonía en la choza contigua a la fábrica. “Estaba en la cama y tenía que cubrirlo con una sábana para protegerlo del polvo. Cuando quitaba la tela, estaba negra”, cuenta la mujer. Según un informe de 2011, elaborado por la Federación Internacional por los Derechos Humanos, más de la mitad de las familias de Piquiá tenía problemas respiratorios. Un estudio posterior, coordinado en 2016 por los italianos Paolo Bossi y Roberto Boffi, médicos del Instituto de los Tumores de Milán, demostró que el 28% de los habitantes de la zona presenta alteraciones de la función pulmonar. Una tasa hasta seis veces superior “a la que normalmente se encuentra en una población similar en edad, sexo y nacionalidad”, explican los expertos.
Durante el proceso, el “pueblo de Piquiá” ha logrado involucrar a instituciones internacionales. En dos ocasiones, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos se ha pronunciado sobre el tema. En 2014, la ONU interpeló formalmente al Gobierno brasileño para pedir información sobre la “contaminación y envenenamiento” de la comunidad. En 2020 tuvo lugar una nueva intervención, cuando el Consejo de Derechos Humanos de Ginebra —en el expediente firmado por el relator especial Baskut Tunkat, que visitó la comunidad y vio de primera mano sus condiciones— acusó a las empresas siderúrgicas de violación de derechos humanos. “Fue un momento histórico”, concluye Tida. “Me habría gustado que mi marido y Edvar pudieran verlo”.
Hace unas semanas los habitantes acudieron a la Secretaría de Medioambiente de Açailândia para denunciar un olor extraño en las proximidades de las acerías. Desde la oficina de comunicación de la empresa Vale reiteran que ellos ya no producen arrabio y confirman “su compromiso de tratar de cumplir estrictamente la normativa medioambiental y mantener todos los controles y la monitorización de todas las operaciones”. Aseguran que “aunque no entre dentro de nuestras competencias, la multinacional minera Vale ha apoyado una iniciativa de Due Diligence junto a los principales productores de arrabio de Açailândia para promover las buenas prácticas medioambientales y de gestión, lo que ha desembocado en una mejora de la vigilancia medioambiental en la región de Piquiá”.
Edvar murió en 2020 debido a una insuficiencia respiratoria sin poder ver el desenlace de la batalla. La dirección pasó a Tida. “Durante 14 años hemos presentado denuncias y recursos en los juzgados [contra las tres empresas siderúrgicas que operan en la zona y a las que abastece la mina de hierro], hemos esperado la lentitud de la burocracia, soportado las trabas que cada vez ponían los poderosos. Nos hemos manifestado durante horas bajo la lluvia o bajo el sol abrasador. Pero nunca nos hemos rendido”.
Al cabo de un arduo proceso para negociar la entrega de nuevas tierras para la comunidad, el punto de inflexión se dio produjo entre 2014 y 2015 con el decreto de reubicación emitido por la alcaldía y ratificado por el Gobierno federal. Al año siguiente, la comunidad obtuvo la propiedad. Los trabajos de construcción no comenzaron sin embargo hasta 2018; los financiaron la Fundación Vale y las acerías involucradas junto con las autoridades locales. El gigante minero sostiene que lo ha hecho por iniciativa propia, desde 2011, invirtiendo más de 40 millones de reales (más de siete millones de euros). Los habitantes lo atribuyen a sus años de lucha incesante.
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