La guerra en Etiopía es el enésimo obstáculo en la educación del alumnado amhara
Tras el impacto de la covid-19 en el sistema educativo etíope, los estudiantes no han vuelto a la normalidad dos años después por el conflicto abierto en su país
El sol ha iniciado su ascenso hacia la bóveda celeste y ha marcado el inicio de un nuevo día hace apenas una hora. Es el primer sábado de abril de 2022 y el altiplano etíope despierta con el canto de los pájaros, que revolotean entre los eucaliptos. Entre las poblaciones de Dessie y Weldiya, en la carretera que conecta Adís Abeba con Mekele, la capital de la norteña región de Tigray, un grupo de niños que viste uniformes azules camina hacia la escuela. Son menores que viven en aldeas o casas apartadas. En su camino, se cruzan con un tanque T55 de importación rusa destrozado en uno de los márgenes de la calzada. Vehículos como este son los vestigios del apaciguado –pero aún latente– conflicto que apartó de los centros educativos durante meses a menores y jóvenes en distintas poblaciones de Amhara, entre ellas Dessie y Weldiya.
La guerra empezó en noviembre de 2020, cuando el Gobierno etíope lanzó una ofensiva militar para “restablecer el orden constitucional” en Tigray. El partido político fuerte en esta región, el Frente de Liberación del Pueblo de Tigray (TPLF, por sus siglas en inglés), se había convertido en una piedra en el zapato para el primer ministro etíope, Abiy Ahmed, ganador del Nobel de la Paz en 2019 por promover el fin del conflicto con Eritrea. Sin embargo, pocos esperaban que Ahmed respondería con fuego y sangre a las provocaciones de un TPLF marginado y militarizado en su región.
En los primeros compases de la contienda, las fuerzas gubernamentales tomaron el control de buena parte de Tigray, incluida la capital. Mientras tanto, la población civil sufría las peores consecuencias de la guerra, entre ellas un bloqueo que dificultaba en extremo la llegada de suministros y ayuda humanitaria.
A mediados de agosto, el TPLF tomó Weldiya y la población de esta ciudad se quedó sin agua corriente, sin conexión a internet y sin luz. Dessie cayó a finales de octubre y los suministros también se cortaron. Permanecerían así hasta diciembre, cuando las fuerzas gubernamentales las liberarían. Durante las semanas que duró la invasión, las escuelas permanecieron cerradas, como en 2020 –entonces el motivo fue la covid-19–. Los soldados tigrayanos ocuparon varios colegios y los saquearon antes de retirarse. El Ministerio de Educación etíope ha informado de que el TPLF destrozó 1.025 escuelas completamente y 3.082 parcialmente en la región de Amhara. La guerra fue un nuevo obstáculo en la formación de jóvenes como Jovani, Aweke y Rediet, también de Abeba.
Desplazados y militares ocupan la escuela de Jovani
Jovani, vecino de Dessie y cuya educación se vio interrumpida por la pandemia cuando tenía siete años, está dos años después, de viaje en Habru, adonde ha ido con su abuela para purificarse en las aguas sagradas de esta población y así curarse de una molestia estomacal que le produce vómitos. Su madre y el director de su escuela explican cómo el niño ha vivido la ocupación de la ciudad.
A diferencia de otros niños del lugar, Jovani ni siquiera empezó el curso porque, en septiembre, su escuela acogía a centenares de personas desplazadas que habían llegado de lugares como Kobo, Weldiya y Mersa. Los trabajadores locales de la Fundació IPI Cooperació hicieron un recuento y estimaron que 883 personas se refugiaban en las 16 aulas de este centro educativo –una media de 55 por clase–. Entre ellas había 182 menores, 69 madres lactantes y 46 embarazadas. Las autoridades calcularon que en total Dessie acogió a 300.000 desplazados –cifra que equivale a la mitad de su población– en aquellas fechas; y la escuela de Jovani no fue la única que se convirtió en espacio de acogida.
Cuando el TPLF tomó el control de la población, las personas desplazadas buscaron refugio en otros lugares y los colegios que las habían albergado quedaron vacíos. Entonces empezaron a cumplir otra función para la que no están pensados: campamento militar. Soldados rasos del TPLF se acomodaron en las escuelas –los altos cargos ocuparon los hoteles– y dañaron su mobiliario. En la de Jovani rompieron puertas y ventanas, y el tejado de zinc de la sala de profesores, donde cocinaban en hogueras, aún está ennegrecido. “Destrozaron una quincena de sillas de la biblioteca y muchos libros. No sabemos por qué”, explica el director del centro. En particular, se ensañaron con los diccionarios de amhárico, lo que que refleja el cariz étnico del conflicto. Antes de su retirada, abrieron los ordenadores y se apropiaron de los discos duros y las tarjetas RAM.
El estado de la escuela era tan precario cuando la abandonaron que tardaron semanas en reacondicionarla. Además, tuvieron que plantearse cómo iban a recuperar el tiempo que el alumnado no había ido a clase. La autoridad competente concluyó que el sábado también sería día lectivo y que solamente harían vacaciones en agosto. De esta manera, coincidiendo con la entrada de 2022, la mayoría de alumnos –los de esta escuela y los del resto de centros afectados– regresaron a las aulas y ahora están asistiendo a clase 24 horas a la semana, cuatro por día lectivo.
Sin embargo, no se puede hablar de normalidad. El director de la escuela de Jovani confiesa: “Es imposible después de lo que ha ocurrido y del trauma que arrastramos”. Durante una semana en abril, acudió junto a otros directores de la región a un seminario que les proporcionó herramientas para gestionar el impacto emocional que la guerra había tenido en la comunidad educativa. Cuando Jovani regresó de Habru, su madre se comunicó por teléfono para contar que el niño se había recuperado de su dolor de barriga y que ya no quería ser doctor, sino conductor.
La recompensa a la determinación de Aweke
Hubo un tiempo en que Aweke pensaba que nunca haría la selectividad. Tenía motivos: cada fecha que proponía el Ministerio de Educación se acababa posponiendo, primero por cuestiones logísticas y después por la guerra. Era desesperante y frustrante para ella. Sin embargo, no dejó de prepararse porque en el fondo no se resignaba a creer que todo su esfuerzo hubiera sido en balde. Finalmente, a principios de marzo de 2021, nueve meses después de la fecha original, Aweke hizo la prueba y aprobó.
Antes de la guerra, la universidad se asignaba por nota de corte, pero el año pasado se hizo de forma aleatoria. A Aweke le tocó la Universidad de Aksum, ciudad que acababa de ser el escenario de un sangriento episodio y se hallaba en una zona castigada por la guerra. No podía creerlo y tenía ganas de llorar, pero su determinación otra vez impidió que se resignara. Tras apelar, consiguió plaza en la Universidad de Gondar, cuyas instalaciones están adaptadas a personas con diversidad funcional –Aweke tiene problemas de movilidad a causa de la lepra que sufrió cuando era pequeño–. Además, le concedieron una beca que fomenta la formación de personas como él y tiene los gastos universitarios cubiertos.
El alumnado que accede a la universidad en Etiopía cursa un primer semestre de materias generales. Cuando lo acaba, se examina y hace las pruebas de acceso a la carrera que quiere estudiar. El pasado septiembre, las clases se interrumpieron mientras Aweke estaba cursando ese primer periodo. El TPLF se encontraba cerca de Gondar y la ciudad detuvo toda actividad. La universidad pidió a los alumnos que abandonaran el campus y regresaran a sus hogares hasta nuevo aviso, pero Aweke no podía volver a Weldiya porque estaba ocupada por las fuerzas tigrayanas y le permitieron quedarse, junto a otros estudiantes en la misma situación, en la residencia de la Facultad de Medicina. Era la única que seguía abierta porque, ante la escasez de médicos titulados, el alumnado de esta carrera atendía a soldados heridos en el frente. Aweke compartió dormitorio con cinco compañeros ciegos que también estaban becados y, pese a sus limitaciones, les ayudó en todo lo que pudo porque eran más dependientes que él.
El TPLF nunca llegó a tomar Gondar, pero Aweke no retomó las clases hasta el pasado febrero. A finales de ese mes hizo las pruebas de acceso a la carrera de Derecho. Estaba nervioso porque se presentaban unos cien estudiantes y solo se concedían 45 plazas. Su objetivo de convertirse en abogado estaba en juego, pero no falló: sacó una de las notas más altas y entró en la carrera. Desde entonces, estudia lo que tanto deseaba y, cuando alguien se cruza con él, vaya en la silla de ruedas que usa en el campus o caminando ayudado de su bastón, descubre la mirada de una persona realizada.
Ellas y la guerra
La Fundació IPI Cooperació tiene un programa de apadrinamientos de menores en riesgo o situación de vulnerabilidad en la región de Amhara. El rostro de Abeba (nombre ficticio para proteger su identidad) transmite angustia mientras espera a ser entrevistada por los voluntarios de esta ONG catalana, que se han desplazado a Dessie para ver cómo están los menores del programa. Abeba está decidida a contarles algo que la ha destrozado. En un primer intento es incapaz de contener el llanto y tiene que salir de la biblioteca en la que se mantienen estas conversaciones para serenarse. Cuando regresa aún tiene los ojos vidriosos, pero esta vez encuentra la determinación para explicar lo que ha sufrido (y aún sufre) a causa de la guerra.
Una de las formas de subsistencia de la familia de Abeba es la venta de huevos duros. Cuando el TPLF ocupó Dessie, cuenta, soldados tigrayanos le exigieron que les proporcionara este alimento. Pero no solo le exigieron eso, también su cuerpo, el cuerpo de una chica de 15 años. Los soldados violaron a Abeba. Su sufrimiento no acabó una vez el Gobierno recuperó el control de la ciudad, puesto que la acusaron de colaboración con el enemigo por proporcionarle comida y la encarcelaron durante dos meses, hasta que se demostró su inocencia. Después de lo ocurrido, las circunstancias la empujaron a abandonar el instituto y ahora trabaja en una cafetería y gana 700 birr (unos 12 euros) al mes. Además, dos de sus tres amigas la han dejado de lado porque creen que ella tiene la culpa de lo que pasó.
Las fuerzas tigrayanas cometieron actos de violencia de género y sexual de forma cruel, extendida y sistemática contra mujeres de diferentes edades en áreas de Afar y Amhara que quedaron bajo su controlComisión Etíope de Derechos Humanos
Tras escuchar su confesión, los voluntarios se comprometen a seguir ayudándola a pesar de haber abandonado los estudios –estar escolarizado es el requisito principal para beneficiarse del programa–. Esperan que así pueda superar este episodio de su vida y retomar su formación en el futuro. Abeba marcha de la biblioteca con su pelo oculto bajo un pañuelo escarlata.
“Las fuerzas tigrayanas cometieron actos de violencia de género y sexual de forma cruel, extendida y sistemática contra mujeres de diferentes edades en áreas de Afar y Amhara que quedaron bajo su control”, apunta un informe de la Comisión Etíope de Derechos Humanos. Este tipo de violencia no es exclusiva del TPLF –ni de esta guerra–. También se han documentado violaciones contra mujeres tigrayanas perpetradas por fuerzas gubernamentales y afines, como el ejército eritreo. En cambio, esta violencia sí que es exclusiva contra ellas. El informe mencionado indica que quienes la cometen pretenden desmoralizarlas, deshumanizarlas y castigar a sus comunidades.
Rediet llega al final del camino
Weldiya fue uno de los lugares que más tiempo permaneció ocupado. En 2007, año más cercano en que se censó su población, tenía unos 50.000 habitantes. Ante la inminente llegada del TPLF, los que pudieron buscaron refugio en el sur. Otros tuvieron que quedarse. Fue el caso de Rediet y su familia.
Durante la ocupación, la gente cocinaba en hogueras alimentadas con madera y recolectaba agua de la lluvia y los arroyos cercanos a sus casas; antes de beberla la hervían. Fueron tiempos complicados. A Rediet le cuesta recordarlos. Ella, que apenas salió de casa porque su madre no quería que lo hiciera, se refugió en la fe para sobrellevarlos y rezaba a todas horas. En este contexto cumplió 22 años.
En enero pudo retomar la carrera de Administración del Territorio e Inspección, aunque no en la Universidad de Weldiya, donde había vuelto tras el cierre de las instalaciones causado por la pandemia de covid-19. El TPLF destrozó el campus de este centro de educación superior y el alumnado fue reubicado en otras universidades de la región. A Rediet la destinaron a la de Injibara, una población al sur del lago Tana que había quedado al margen del conflicto. Tomó dos autobuses y tardó 15 horas en llegar desde Weldiya por las escabrosas carreteras del altiplano etíope.
Rediet cursó el primer semestre del último curso de su carrera en Injibara. Allí se reencontró con algunos compañeros que se sorprendieron por su pérdida de peso, consecuencia del estrés y la falta de alimento durante la ocupación. Cursaron el semestre de forma intensiva, con clases por la mañana y por la tarde, para recuperar el tiempo robado por la guerra. No fue fácil para ella estar alejada de su familia porque apenas había estado con ella tras la liberación de Weldiya. Sin embargo, mantuvo su impecable expediente y sacó notas excelentes en todas las asignaturas que hizo.
En abril regresó a Weldiya y ahora está cursando el último semestre en la universidad de su población natal, que fue reacondicionada durante los meses que ella estudió en Injibara. Este verano acabará la carrera y llegará al final de un camino que no ha estado exento de complicaciones.
El año pasado Unicef indicó que en Tigray 1,4 millones de menores no iban a clase desde marzo de 2020, cuando las escuelas cerraron por la covid-19
—¿Qué te gustaría hacer después de acabar la carrera? ¿Qué esperas del futuro?
—No espero que el futuro me traiga nada, sino que lo cree yo misma. Me gustaría contribuir al desarrollo de mi comunidad. Por eso quiero seguir estudiando. Aunque es complicado, mi plan es estudiar fuera, en una universidad con reputación, para avanzar profesional y personalmente, y estar mejor preparada para ayudar a las niñas necesitadas de mi comunidad.
A finales de marzo, el Gobierno y el TPLF, retirado en su región, pactaron una tregua humanitaria para facilitar la entrada de ayuda y suministros en un Tigray devastado tras 17 meses de guerra. Allí es difícil medir el impacto en la educación que ha tenido el conflicto porque el acceso de organizaciones no gubernamentales y periodistas es muy limitado. Hace un año, Unicef apuntaba que 1,4 millones de menores de edad no iban a clase desde marzo de 2020. La situación no ha mejorado desde entonces, por lo que es probable que ahora lleven más de dos años sin recibir una sola lección. En las zonas de Afar que fueron ocupadas por el TPLF, el Ministerio de Educación ha calculado que 65 escuelas fueron destrozadas completamente y 138 parcialmente.
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