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Coordinado por Gonzalo Fanjul y Patricia Páez

Ser joven y activista en pandemia, un problema si no tienes internet

Una adolescente argentina reflexiona sobre cómo la falta de conectividad se convirtió un obstáculo para quienes, como ella, quieren ser la chispa necesaria para encender la llama del cambio

Un grupo de jóvenes activistas.América Solidaria

Mi nombre es Inés, tengo 17 años y soy militante popular. Siempre fui una persona enérgica, pero cuando tenía 13 años comencé a involucrarme activamente en la sociedad. Veía que compañeras de mi edad, muy chicas también, estaban haciendo algo para cambiar aquello que creían que debía ser de otra manera. Eso me movilizó. Me hizo darme cuenta de que había un montón de situaciones alrededor, dentro de mi casa y fuera de ella, que a mí también me hacían ruido. Empecé a entender que no eran hechos aislados y de dónde venían: de un sistema que se alimentaba de la desigualdad, la violencia y el individualismo estructural. Entendí que había que derribarlo desde los cimientos y construir sobre los mismos una sociedad nueva y, por tanto, una nueva manera de entender, construir y habitar el mundo. Ese cambio únicamente podía ser colectivo.

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Comencé integrando grupos juveniles feministas, partidarios y de política estudiantil, llegando a presidir el primer centro de estudiantes que mi colegio tenía en años. Pasaba tanto tiempo en la escuela, que esta se convirtió en mi segunda casa. Me sentía protegida, acompañada.

Pero un día, una alumna de tan solo 16 años acudió a nosotros asegurando haber sido acosada por un compañero. El caso desató una ola de movilizaciones internas; los carteles con consignas que pedían justicia para la chica se hicieron ver en el edificio y la indignación se hizo escuchar, presionando a unas autoridades escolares sobrepasadas por la situación y que parecían no estar dispuestas a dar respuesta a la situación.

Pese a intentarlo, la chica no recibió el apoyo esperado por parte de las y los adultos. Fui testigo de esa injusticia y se me cayó el mundo: “¿cómo es posible?”, pensé. No podía pasar dentro de las aulas. Ahí entendí que las escuelas son un reflejo directo de la sociedad: cuando a una víctima no se le toma en serio o cuando se le expone al escrutinio público. El colegio era mi segundo hogar, pero nos había dado la espalda. ¿Cómo podía reaccionar?

Las escuelas son un reflejo directo de la sociedad: cuando a una víctima no se le toma en serio o se le expone al escrutinio público

Finalmente hubo respuesta; nos costó y luchamos por tenerla, pero la hubo. Más allá de la protesta en sí misma, esa experiencia me mostró lo importante que es el activismo juvenil y que la única forma de lograr conquistas es organizándose, movilizándose, actuando por los cambios que queremos, ocupando y habitando tanto nuestras casas y escuelas, como las calles y los espacios de representación.

Históricamente, los adolescentes hemos sido consideradas personas “en desarrollo”, “sin experiencia” “capaces solo de aprender e imitar”, siempre esperando la adultez para pensar, decidir, actuar. Tengo confianza en que esto está cambiando y que hay un espacio de llegada para que ocupemos el lugar que merecemos en la toma de decisiones. Ya es hora, no solo porque seremos quienes viviremos el futuro que estamos construyendo hoy, sino porque tenemos derecho a decidir.

Históricamente, los adolescentes hemos sido consideradas personas “en desarrollo”, “sin experiencia” “capaces solo de aprender e imitar”, siempre esperando la adultez para pensar, decidir, actuar

Ser joven es tener una potencia inmensa y cuando te organizas o encuentras a otros que están en lo mismo que tú, entonces se vuelve imparable. Esa es la riqueza del colectivo, de la participación. Es el poder de millones de adolescentes que a diario toman la responsabilidad de mejorar el mundo en el que vivimos; que han desafiado lo que conocemos como adultocentrismo, y que se convirtieron en activistas, pese a las desigualdades e injusticias.

Jóvenes conectados

Sí, la participación juvenil también se ha visto marcada muchas veces por las duras desigualdades existentes en América y el mundo, pero militar no era una cuestión de privilegios. Las desigualdades que veíamos en la escuela radicaban en la falta de oportunidades y de apoyo; la falta de participación, en el hecho de que además de estudiar muchos debían trabajar para ayudar a sus familias y ni el tiempo ni las energías les alcanzaban. La pandemia ha endurecido esas diferencias, pero también ha añadido un factor que amplía más la brecha y vuelve protagonista de la participación a un privilegio: la conectividad.

Hasta antes de la pandemia, el activismo era algo diverso. Se daba naturalmente en las comunidades, en el espacio físico compartido, donde las personas simplemente podían acercarse a una reunión o a un encuentro y ser parte. Lejos de ser excluyentes, las redes sociales eran algo complementario, útiles para extender el alcance de las acciones.

Con el confinamiento, la virtualidad entró de lleno y para muchos significó más participación: tomar cursos, lecturas, asistir a charlas, por ejemplo. Todo a través de internet. Pero, ¿qué pasa con aquellos que no pueden pagarlo o viven en zonas rurales o urbanas sin acceso? En la pandemia, la conectividad es un privilegio y lamentablemente durante el confinamiento significó, en muchas organizaciones estudiantiles, un requisito para la participación.

Muchos de mis compañeros y compañeras así lo vivieron. Si antes asistíamos 15 jóvenes a las reuniones del colectivo de estudiantes, durante el confinamiento solo podíamos hacerlo cinco. Acudimos a las autoridades locales en busca de soluciones y nos dieron un espacio de diálogo, pero a través de videollamada. Ahí estábamos otra vez, los que teníamos conectividad hablando por aquellos que no, desde un lugar que no era la primera persona. Fue un golpe bajo.

La falta de acceso a internet se ha transformado en la gran barrera de las sociedades actuales para garantizar algo tan fundamental como la educación de miles de niños, niñas y adolescentes de nuestro continente. Pero también, se ha convertido en el gran obstáculo a la hora de promover nuestro derecho a la participación y a incidir en las decisiones que nos afectan.

De todas formas, me siento optimista. Estoy convencida de que más allá de las desigualdades y dificultades, los adolescentes seguiremos siendo la chispa necesaria para encender la llama del cambio y que como siempre lo hemos hecho, hallaremos la manera de encontrarnos. Si dejamos atrás las individualidades y damos paso a la organización del colectivo, lograremos inspirar, movilizar y empoderar a otros, para al fin construir juntos esa sociedad en la que queremos y merecemos vivir.

Inés Gorla es activista argentina en temas de igualdad de género y lideresa juvenil y colaboradora de América Solidaria en Argentina.

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