La vida desde los márgenes del planeta
La autora trabajó entre 1993 y 1997 como guía y marinera en las islas de Svalbard, en Noruega. Allí vivió, y aquí lo cuenta, el origen de lo que más tarde sería el Depósito Global de Semillas, la mayor reserva mundial
Nota a los lectores: EL PAÍS ofrece en abierto la sección Planeta Futuro por su aportación informativa diaria y global sobre la Agenda 2030, la erradicación de la pobreza y la desigualdad, y el progreso de los países en desarrollo. Si quieres apoyar nuestro periodismo, suscríbete aquí.
En estos días estamos celebrando el quinto aniversario del histórico Acuerdo de París sobre el cambio climático. Cinco años después de su adopción, seguimos observando nuevos récords de temperaturas y cómo las zonas árticas se están despojando, cada vez más, de su manto de hielo protector, lo que provoca cambios que van desde el aumento del nivel del mar hasta alteraciones profundas en el mismo ecosistema ártico.
Yo he tenido la suerte de conocer el Ártico de cerca. Durante varios periodos en los años noventa viví en Svalbard (Noruega) donde trabajaba como guía. La capital, Longyearbyen, situada en el paralelo 78° norte, es el pueblo más al norte del mundo. Durante mi estancia en Svalbard viví los orígenes de lo que más tarde, en 2008, se iba a convertir en el Depósito Global de Semillas, donde se conservan más de un millón de muestras de semillas recogidas de diferentes lugares de nuestro planeta. Aquel depósito está pensado para salvaguardar nuestros cultivos en caso de guerra, catástrofe climática u otra calamidad.
Recuerdo la primera vez que vine a trabajar a Svalbard. Me sentía sola y perdida en el pequeño aeropuerto, pues la persona que tenía que recogerme no había venido…. Era un día de principios de verano, hacia 3 °C y nevaba. No se veía nada del pueblo a través de la cortina de nieve. La neblina atravesaba hasta la ropa de montaña más sofisticada, sin hablar del viejo jean que llevaba puesto. Y una pequeña voz dentro de mí me decía “¿Pero qué hago aquí?”.
Ahora llevo este sitio en mi corazón. Cada vez que regreso es como una vuelta a casa, aunque sea solo de visita. Esta tierra de apariencia hostil es en realidad acogedora. Reconozco las montañas que definen la vista desde el pueblo de Longyearbyen, los contornos del viejo teleférico que antes transportaba carbón, gris trasparente como fantasma que es, y el leve olor de polvo negro que persiste a pesar de que las minas cerraron hace años. Aunque el pueblo ha cambiado, ha crecido… Y hoy en día está prohibido habitar en la calle donde me alojé la primera vez, después de que una avalancha de nieve destruyera varias casas en 2015.
“Aquí no hay vida”, escribió Liv Balstad, quien vivió en Svalbard de 1946 a 1955 junto con su esposo el gobernador, en su libro Al norte del mar desolado. Pero el juicio de Liv Balstad no es justo, pues cuando miras de cerca el Ártico no es un terreno baldío. Más bien desborda vida, aunque esté en el umbral de unos cambios profundos, tal vez irremediables.
Hasta ahora, el oso polar sigue siendo el rey del territorio. Inspira respeto y miedo cuando su silueta rompe de repente la línea del horizonte. La primera vez que me encontré con uno fue el 10 de julio de 1997. Ya llevaba varios años en el Ártico, pero hasta ese momento nunca había visto ese animal de cerca. Yo trabajaba sobre todo en la zona de Longyearbyen, donde llegaban pocos osos. Ese verano me salió un contrato de guía marinera en un velero francés y habíamos llegado a la entrada del fiordo de Wood, al extremo noroeste del archipiélago de Svalbard, cerca del paralelo 80° norte.
Teníamos pocas reservas de agua en el barco para lavarnos, así que tomé el Zodiac para ir a bañarme en un riachuelo alimentado por el agua de deshielo del glaciar local. Llevé mi toalla y por supuesto mi fusil para protegerme por si acaso apareciera un oso. Afortunadamente no apareció ninguno. Con los dedos congelados por el frío, seguramente no hubiera podido desbloquear el mecanismo de seguridad del fusil a tiempo para espantarlo. Fue a la mañana siguiente —si se puede hablar de mañana en estas tierras donde el sol no se oculta en el horizonte de abril a agosto— cuando lo vi allí, husmeando las huellas que yo había dejado. Él giró la cabeza en mi dirección, tal vez reconociendo a la presa que se le había escapado, me miró un momento y se fue.
El oso es impresionante, así como la morsa que también encontré por primera vez en ese mismo viaje. De una belleza más modesta, están las blancas amapolas árticas que brotan cuando la nieve se derrite en la primavera. Y otras pequeñas plantas que se nutren de las largas horas de pálida luz durante el verano. Una de ellas es el abedul enano que es en realidad un árbol, que raramente supera el par de centímetros de altura. El océano Ártico también rebosa de varios órdenes de magnitud de vida, desde el diminuto plancton hasta las ballenas que se alimentan de él.
¿Aquí no hay vida? … ¡Sí que la hay! Es más, desde 2008 el Depósito Global de Semillas, que se encuentra en las afueras de Longyearbyen, sirve de bóveda para la vida de todo el planeta. Kent Nnadozie, el Secretario del Tratado Internacional sobre los recursos fitogenéticos para la alimentación y la agricultura (acuerdo internacional que dio el marco legal para la creación del Depósito), cuenta que ya en 2018, “76 bancos de germoplasma de todas las regiones habían depositado más de un millón de muestras de semillas en Svalbard.” Su utilidad se ha puesto a prueba. Algunas de estas semillas fueron retiradas para volver a surtir el banco internacional de semillas en Siria que fue destruido por la guerra en 2015. Era la primera vez –y hasta ahora la única– que se solicitaba una retirada de semillas.
Hoy el Depósito Global de Semillas se reconoce por el edificio icónico, diseñado por el arquitecto Peter Söderman. Cuando yo trabajaba en Svalbard en los años noventa el asunto era más modesto: el primer banco de semillas se encontraba en una de las galerías de la mina de carbón número 3, abandonada después de que la capa de carbón se había agotado. De hecho, pocas personas saben que aún hay semillas almacenadas allí: parte de un proyecto de 100 años que está evaluando su capacidad de germinar, aunque no estén guardadas a las temperaturas glaciales del Depósito.
En la década de los noventa, la mina 3 era también el sitio donde los locales solían practicar tiro al blanco, ya que llevar un arma no solo es legal en Svalbard, sino que es obligatorio para quien vaya más allá de los límites del pueblo. Allí aprendí a disparar, pero felizmente nunca tuve la necesidad de poner en práctica esa habilidad.
Ahora mi vínculo con Svalbard es distinto. Mi oficina ya no se encuentra en Longyearbyen con vista a la montaña llamada Ópera, por su forma de anfiteatro. Trabajo en Roma, Italia, en la sede de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), mirando hacia las antiguas termas de Caracalla. La FAO hospeda el Tratado Internacional sobre los recursos fitogenéticos para la alimentación y la agricultura y desde la división de comunicación donde trabajo, sigo con un interés particular las comunicaciones sobre el Depósito. Como dice el director de la Oficina de Cambio Climático, Biodiversidad y Medio Ambiente de la FAO, Eduardo Mansur, “El Depósito Global de Semillas tiene un papel fundamental para salvaguardar el futuro de la alimentación y la agricultura en el mundo, es decir la vida misma.”
Hay gente que está esperando con anticipación las oportunidades que representa el calentamiento del ártico, pues el hielo recubre riquezas minerales que podrán enriquecer a muchos. ¿Pero a qué precio?
Ahora Svalbard está siempre en las noticias. Los glaciares se están derritiendo. Lo he visto personalmente. El glaciar que yo cruzaba en los noventa para subir a Nordenskiöldtoppen, uno de los cerros que rodean Longyearbyen, ha retrocedido tanto que casi no lo reconozco. Los científicos y la gente local hablan con cautela —los glaciares avanzan y retroceden por muchos motivos, no solo por los cambios climáticos que observamos hoy por hoy. Pero la situación del hielo de mar es una señal inequívoca— ahora en verano se puede dar la vuelta a las islas, lo que en mi época era inusitado.
Las islas del archipiélago —que recuerdo blancas y marrón, piedra y hielo— son cada vez más verdes. Los valles se llenan de manadas de renos en el verano, ya que los inviernos no son tan crudos como antes. Con el retroceso de los hielos marinos, los osos van perdiendo su territorio de predilección. El deshielo del permafrost (la capa del suelo permanentemente congelada) y cambios meteorológicos contribuyen a deslizamientos, como él que afectó a las casas de la calle donde yo viví.
Hay gente que está esperando con anticipación las oportunidades que representa el calentamiento del Ártico, pues el hielo recubre riquezas minerales que podrán enriquecer a muchos. ¿Pero a qué precio?
Cuando estoy allí soy consciente ante todo que vivo en un planeta. Fue allí, durante mis años de estancia en el Ártico cuando entendí por primera vez lo que eso significa; bajo el sol de medianoche sentí de manera directa el mecanismo de la rotación del planeta y sus revoluciones alrededor del sol, que la Tierra es en realidad una nave espacial con recursos limitados y que todo está conectado. Por eso me da escalofrío ver cuán veloz está cambiando el planeta, nuestro planeta. Este mundo es nuestra casa y lo que sucede en sus márgenes tiene un efecto importante sobre nuestras vidas en las urbes. Y lo que hacemos nosotros, estemos donde estemos, tiene también su impacto en los márgenes. Aunque estén lejanos, como aquel lugar que me acogió durante un tiempo llamado Svalbard.
Suzanne Lapstun es responsable editorial del equipo de publicaciones de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). Entre 1993 y 1997 trabajó como guía y marinera en las islas de Svalbard.
Puedes seguir a PLANETA FUTURO en Twitter, Facebook e Instagram, y suscribirte aquí a nuestra ‘newsletter’.