Opinión

Quitar(nos) la escalera

Este proceso constante y progresivo de poner piedras en el camino al proceso de desarrollo de las economías empobrecidas tiene ahora su representación más cruel en la burda obscenidad de nuestras políticas migratorias.

Roberto Reposo (Unsplash)

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Es lunes y en una semana me han atravesado tres historias de migraciones: una compañera de trabajo en Guatemala ha decidido jugarse la vida cruzando a Estados Unidos; los familiares de una colega se han visto atrapados como refugiados en medio de la guerra en Etiopía y hace solo unos días visité el triturador de esperanzas del muelle de Arguineguín. Vivimos en la era de las migraciones. Pero también de la estupidez desmedida. Esta es la historia de cómo esa estupidez está siendo capaz de anular el movimiento de personas, dejándonos a todos peor de lo que podíamos ser.

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No hace muchos años el economista surcoreano Hajoon Chang publicaba su famosa obra Kicking Away the Ladder (pateando la escalera), un repaso a la historia de cómo los países habían alcanzado el desarrollo económico y los instrumentos que habían utilizado para hacerlo. Su tesis era clara: todas las medidas que la mayoría de los países utilizaron para actualizarse frente a economías de más rápido crecimiento estaban siendo progresivamente prohibidas por el sistema internacional de comercio, privando a las economías pobres del planeta de la posibilidad de subir por la misma escalera por la que los ricos habíamos ascendido antes.

Prohibir la piratería y la falsificación es un lugar común para justificar el juego desleal de la economía asiática. Sin embargo, cuando economías como la alemana, la inglesa o la americana necesitaban actualizarse, recurrieron sistemáticamente al reverse engineering (copiar, en cristiano) para desarrollar industrias que pudieran competir internacionalmente. De la misma forma, el uso de las políticas arancelarias como mecanismo de protección de ciertas industrias ha sido también una máxima en las fases iniciales de desarrollo de los países ricos. Uno de los mejores ejemplos de la aplicación de esta ley del embudo del crecimiento (lo ancho para mí y lo estrecho para los demás), lo lleva la tremenda flexibilidad del concepto del subsidio. Lo que es o no un subsidio que genera distorsiones en el mercado ha ido paulatinamente adaptándose conforme los países ricos han ido sofisticándolos, dejando atrás (y prohibiendo) todos aquellos que, bien por su naturaleza o por su nivel de refinamiento, han ido quedando solo en manos de los países cuyas instituciones no tenían la capacidad de poner en funcionamiento otros de mayor complejidad.

Y este proceso constante y progresivo de poner piedras en el camino al proceso de desarrollo de las economías empobrecidas tiene ahora su representación más cruel en la burda obscenidad de nuestras políticas migratorias.

El rol de las migraciones está infravalorado

Hace unos días, Tomas Tobé, coordinador del comité de Desarrollo de la Comisión Europea, introducía sin ningún consenso previo una enmienda antes de la aprobación del informe de eficiencia y eficacia de la ayuda, en la que se introducía esta condicionalidad a las políticas de contención migratoria, consolidando en el seno de las instituciones europeas la negación a los países empobrecidos a usar uno de los instrumentos clave para su desarrollo. El rol que las migraciones juegan en el desarrollo está a menudo infravalorado. La contribución en remesas ha crecido de manera progresiva a lo largo de los años, llegando a representar entre el 20 y el 30% del PIB de algunos países.

La contribución de las remesas a la reducción de la pobreza y al aumento del ahorro es innegable, como lo es el enorme aumento del capital humano y la posibilidad de contribuir a la mejora de capacidades en el país de origen. Además, las migraciones no pueden entenderse únicamente como el resultado de la pobreza y la guerra; estas son sobre todo una fase inseparable del proceso de desarrollo económico. Al contrario de lo que se cree, el porcentaje de emigrantes de los países más pobres es generalmente residual y aumenta conforme se acerca a los percentiles medios de crecimiento económico.

Para generar políticas sobre las migraciones, lo primero es entenderlas como un fenómeno imparable y consustancial del desarrollo


Es decir, emigrar es causa y consecuencia del proceso de desarrollo: cuando los países comienzan a mejorar sus economías aumentan las migraciones y estas contribuyen a que las economías mejoren. De hecho, son numerosos los casos europeos en los que a fases de crecimiento económico les han precedido un crecimiento elevado de las migraciones.

Lo cierto es que, desde un punto de vista ético, privar a los países empobrecidos de un instrumento tan valioso para su desarrollo es malo. Máxime cuando los canales para la promoción de una movilidad regular son pocos e inalcanzables. Pero si hay algo peor que ser malo, es ser malo y necio: los países de la OCDE necesitan las migraciones para su supervivencia económica, hace no muchos meses el ministro Escrivá afirmaba la necesidad de unos 270.000 migrantes por año para mantener la fuerza laboral y el sistema de pensiones. Además, criminalizar las migraciones y ofrecer imágenes tan lamentables como las de Arguineguín, intoxica el discurso público como pocas cosas son capaces de hacerlo. La política de la Europa fortaleza, no beneficia a nadie.

Para generar políticas sobre las migraciones, lo primero es entenderlas como un fenómeno imparable y consustancial del desarrollo. Lo inteligente (y lo correcto) es generar instrumentos para que beneficien tanto a los países de origen como de destino. Y para ello, necesitamos políticas que abran vías para generar canales seguros de movilidad de trabajadores a gran escala (las labour mobility partnerships son un ejemplo perfecto de cómo países, especialmente del sudeste asiático trabajan con países de destino para generar flujos de trabajo que beneficien a todas las partes); y por el otro, políticas atrevidas que, garantizando los derechos de las personas migrantes puedan además capitalizar su llegada para suplir las necesidades de capital humano de nuestra sociedad (entendido este en su máxima expresión: moral, cultural y de capacidades). Porque esta vez, quitar la escalera, es también pegarse un tiro en el pie.

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