Ir al contenido

Adiós, Sugus de cereza

Qué segura me sentía sobre aquella báscula con pesas, parecida a una romana, en la que se me quedaba el culo frío

En la sala de espera de mi pediatra había un caballito de madera cuyo balanceo me consolaba cada vez que mi madre me anunciaba que no quedaba más remedio que acercarnos a la consulta de un señor que hablaba tan raro como escribía. Su dicción caótica (solo cuando me hice mayor, me enteré de que los adultos tampoco entendían nada de lo que explicaba) se correspondía milimétricamente con ...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

En la sala de espera de mi pediatra había un caballito de madera cuyo balanceo me consolaba cada vez que mi madre me anunciaba que no quedaba más remedio que acercarnos a la consulta de un señor que hablaba tan raro como escribía. Su dicción caótica (solo cuando me hice mayor, me enteré de que los adultos tampoco entendían nada de lo que explicaba) se correspondía milimétricamente con su proverbial mala caligrafía de galeno, con la que extendía recetas de jarabes que sabían a anís, justo antes de despedirte con un sugus de cereza. La verborrea de aquel hombre bondadoso y algo cómico aliviaba sobre todo a mi madre, una primeriza jovencísima que necesitaba que alguien sabio le asegurase, incluso a horas insospechadas, que de esa su nena no se iba a morir. A mí, en cambio, que fui una chavala doliente, constantemente consumida por unas fiebres valyrias que traían parejos unos dolores de oídos atroces (no he tenido hijos, de manera que eso es lo más cerca que he estado del suplicio un parto), lo único que de verdad me curaba era sentir las manos de ella, posadas sobre mis pabellones auditivos como orejeras de piel humana. Y, sin embargo, qué segura me sentía sobre aquella báscula con pesas, parecida a una romana, en la que se me quedaba el culo frío mientras él anotaba que yo progresaba adecuadamente. Se me curtió el sistema inmune, pegué el estirón, me salieron tetas, menstrué, cambié de médico porque así lo dicta la ley de la vida y ya nunca le volví a ver, pero mi hermana, que sí tuvo descendencia, también llevó a sus hijas a aquella consulta, donde a la mayor le detectó un problema en el riñón con solo mirarle el oído y a la pequeña le dijo que estaba sana como una manzana. En la sala de espera, el mismo caballito de madera seguía tranquilizando a los niños con su balanceo, tres generaciones después. Me lo confirmó la semana pasada, cuando nuestra progenitora nos mandó un wasap cortito: “Se murió el doctor Rojo. Me ha dado mucha pena”.

Sobre la firma

Más información

Archivado En