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Franco, medio siglo después

Es preocupante que, a 50 años de la muerte del dictador, una parte de los jóvenes considere que la democracia es peor que la dictadura

Desde la muerte de Francisco Franco el 20 de noviembre de 1975, cada aniversario de esa fecha ha sido una jornada para reflexionar sobre la memoria de la dictadura y el estado de la democracia en España. En 1976, doce meses después del principio del fin de aquella etapa oscura y vengativa —ya con Adolfo Suárez en la presidencia del Gobierno y tras la aprobación en las Cortes de la Ley para la Reforma Política (faltaban semanas para su refrendo ciudadano)—, el horizonte de apertura se atisbaba gracias a la promesa de unas elecciones libres. A la vez, el diagnóstico sobre lo que había representado aquel sanguinario régimen solo podía ser implacable desde una óptica democrática: “el franquismo no fue capaz de resolver ninguno de los grandes problemas históricos planteados en España”, se leía en el editorial que EL PAÍS publicó en el primer aniversario.

En 1977, tras las elecciones constituyentes, antes del segundo 20-N ya se habían firmado los Pactos de La Moncloa para afrontar una coyuntura económica crítica y la ponencia constitucional seguía reuniéndose para elaborar el borrador de la Ley Fundamental, la partitura sobre la que la sociedad española ha vivido el período más largo de paz y prosperidad de su historia moderna. Aquellos grandes problemas, perpetuados por la dictadura, fueron resolviéndose en un período relativamente corto para que España fuese por fin un país europeo normal.

Cincuenta años después de la muerte del dictador y en pleno auge de la extrema derecha, el revisionismo histórico que se activó a principios de este siglo ha acabado por legitimar un relato ideológico falso pero que está posibilitando lo que era impensable hasta hace poco tiempo: el 17% de los jóvenes, según una encuesta del CIS, cree que la democracia que protege sus derechos es peor que la dictadura que no sufrieron. Una dictadura que, conviene recordarlo, condenó a la fosa común, la cárcel o el exilio a decenas de miles de españoles y firmó sentencias de muerte hasta el último momento, que prohibió los partidos políticos, persiguió la diversidad lingüística o sexual y consideró a las mujeres seres inferiores, con menos derechos que los hombres y necesitadas de tutela masculina.

A la vez que el discurso del odio campa a sus anchas de móvil en móvil, cánticos y eslóganes fascistas se normalizan en el espacio público como formas de transgresión que han dejado de ser tabú para ser incluso una moda. Ante esta bifurcación de la memoria sobre la barbarie franquista, el actual Gobierno tenía la oportunidad de impulsar políticas culturales y educativas encaminadas a encauzar una deriva preocupante para cualquier demócrata. La celebración “50 de años de España en Libertad”, a pesar de las buenas intenciones, no está cumpliendo sus objetivos. Sigue, pues, pendiente una labor en la que debe implicarse también el Partido Popular, que haría mal que buscar rédito electoral en una tendencia involucionista que cuestiona no al ya Ejecutivo sino al propio Estado de derecho.

En nuestro tiempo de guerra cultural, que tiene la historia como uno de sus frentes más combativos, las memorias de Juan Carlos I, recientemente publicadas, han sido un error, un inmenso error. Nadie discute el papel protagonista que el rey emérito desempeñó como jefe del Estado para religar la restauración de la monarquía con la democratización de España. Es incluso probable que atribuirse el papel de “director de orquesta” del proceso de cambio sea una exageración pero no falte a la verdad. Sin embargo, el relato desmemoriado que construye sobre su actuación en aquel momento clave refuerza planteamientos revisionistas e invisibiliza el papel fundamental que el antifranquismo tuvo en la calle para acelerar la reforma institucional. Una transformación que hizo posible empezar a solucionar esos problemas que parecían condenar a España a ser eternamente diferente.

Es verdad que el franquismo no desapareció de las instituciones y que creó una élite que parasitó el Estado y que durante años ha seguido ocupando parcelas de poder fundamentales. Pero no es menos cierto que, neutralizando los extremos, a pesar de la violencia y gracias a la buena política, se ensanchó el espacio de la convivencia para que la reconciliación dejase de ser una utopía y se convirtiera en realidad. Por contraste con el pasado oscuro, es ese legado el que nos interpela cada 20 de noviembre.

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