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Rosalía, cuando esto acabe

El vértigo —dentro de muchos años, tras el fin de la fiebre, que no de la fama— será cruzar la calle más popular de Madrid y que te paren, educadamente, unas cuantas personas

Rosalía, el lunes rodeada de seguidores en la madrileña plaza de Callao. Foto: Juanjo Martín (EFE) | Vídeo: EPV

Hay algo impresionante en la carrera feliz de Rosalía por la Gran Vía de Madrid perseguida por cientos de personas. En cuestión de fama, después de eso no hay nada: puede igualarse, y sólo superarse, ...

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Hay algo impresionante en la carrera feliz de Rosalía por la Gran Vía de Madrid perseguida por cientos de personas. En cuestión de fama, después de eso no hay nada: puede igualarse, y sólo superarse, si cambiamos Madrid por Nueva York. ¿Cómo se baja alguien de ahí, de qué manera puede ayudarse en los demás para usar la escalera o el ascensor? Entre la primera persona que la reconoció y la primera carrera con sus fans detrás, Rosalía firmó varios discos que la han convertido en una de las artistas más influyentes del siglo XXI. La fama, en su caso, es una consecuencia lógica y atemporal: no comenta partidas de videojuegos. Tan interesante será ver envejecer a Rosalía como ver envejecer a la muchedumbre que corre junto a ella, su inmenso poder simbólico. Por eso, el viaje alucinado tiene que ver con el regreso épico a donde uno no suele regresar sin heridas: la vida casi normal, el peldaño entre la superestrella y la estrella. El vértigo —dentro de muchos años, cuando la fiebre acabe, que no la fama— de cruzar la calle más popular de Madrid y que te paren, educadamente, unas cuantas personas. No la caída ni el olvido sino la paz: el adiós a la locura. Durante años, la identidad de una artista de ese calibre está sostenida por una relación de reciprocidad con el mundo: el deseo del público, la visibilidad diaria, la sensación de que todo lo que haces importa, de que cada gesto tuyo genera consecuencias. Pregunto a la IA sobre la fama y me ofrece esta delicada observación: es un sistema nervioso externo. O sea: el mundo te devuelve un eco que confirma tu existencia. Los más listos consiguen desplazar el deseo de ser vistos hacia el deseo de comprender, o de acompañar, a otros. Los menos listos quedan suspendidos en una especie de eco perpetuo, buscando la intensidad perdida en cada proyecto nuevo, cada relación, cada señal fastuosa de relevancia.

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