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Tribuna

La fascinación de lo peor

Que el mundo está quedando muy mal es evidente, pero cabe preguntarse si no responderá más al atractivo del autoritarismo que a la realidad

El mundo nos está quedando tan mal que cualquier descripción de sus crisis y sus malvados parece quedarse corta. Todo habría sido retratado ya en la serie House of Cards, que dejó a otras series anteriores como retratos ñoños e ingenuos. Quienes aspiran a protagonizar la vida colectiva y atraen nuestra atención son personajes de un narcisismo grotesco, dedicados a la intriga y la manipulación, de un cinismo supino. La política es representada, en la ficción y en algunos análisis muy sesudos, como un espacio sin valores ni ley, donde rige un poder ejecutivo caníbal, las relaciones de fue...

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El mundo nos está quedando tan mal que cualquier descripción de sus crisis y sus malvados parece quedarse corta. Todo habría sido retratado ya en la serie House of Cards, que dejó a otras series anteriores como retratos ñoños e ingenuos. Quienes aspiran a protagonizar la vida colectiva y atraen nuestra atención son personajes de un narcisismo grotesco, dedicados a la intriga y la manipulación, de un cinismo supino. La política es representada, en la ficción y en algunos análisis muy sesudos, como un espacio sin valores ni ley, donde rige un poder ejecutivo caníbal, las relaciones de fuerza se imponen y los voraces devoran a los débiles. Por supuesto que esta imagen responde a muchas de las cosas que pasan en la política, desde siempre y en el momento actual, pero me pregunto qué exagera y qué omite, si su dramatismo no está motivado por esa fascinación que ejercen los mecanismos arcaicos del poder, por explicarlo todo a partir de la voluntad de los hombres fuertes y la brutalidad de la dominación. Hay una paradójica tranquilidad que produce explicarlo todo como si lo peor hubiera triunfado ya completamente.

Los poderosos sin escrúpulos nos repugnan y seducen al mismo tiempo; cuando explicamos todos los males de la sociedad por su autoritarismo les concedemos un valor que no merecen y nos condenamos a la impotencia desesperada y paralizante. Al convertirnos en simples espectadores o víctimas desactivamos la potencia inscrita en la indignación y nos entregamos al fatalismo autoritario. La primera lección del activismo democrático es saber que uno de los mecanismos de los poderosos es hacernos creer que pueden más de lo que pueden. Nada podían haber deseado más que ese desempoderamiento voluntario que les ofrecemos.

Aunque este espantoso relato sea cierto en buena parte, reduce la política a sus expresiones más espectaculares y parece ignorar el desempeño discreto de tantos de sus actores. Al explicar la vida política como si en ella todo se redujera a una cuestión de poder damos entender que, efectivamente, no es posible actuar de otra manera; esa caracterización puede estar sugiriendo cínicamente que, para hacer frente al autoritarismo, deberíamos elegir a líderes que actuaran en sentido contrario pero de la misma manera, es decir, que ejercieran un autoritarismo benefactor. Como si el problema fueran solamente los objetivos y no también los procedimientos.

No digo que esto no pueda acabar mal sino que el modo como diagnostiquemos la realidad puede frenar o acelerar ese final indeseable. Y al contrario: hay una forma implícita de resistencia en las descripciones equilibradas, que no se dejan impresionar por el poder ostentoso, cuyo daño aumenta con la atención que torpemente le prestamos. No es una cuestión de optimistas frente a pesimistas, de ingenuos frente a lúcidos, sino sobre qué tipo de descripción de la realidad política es más verdadera y cuál favorece más a los autoritarios: si diagnosticarla como un conjunto de hechos brutales o, sin renunciar a la crítica del poder, incluir en la descripción aquellos otros elementos que revelan sus limitaciones.

La cuestión que deberíamos plantearnos es a quién beneficia esta explicación derrotista de la política. El poder quiere impresionar y el poder autoritario quiere atemorizarnos hasta la desesperación. La victimización nos debilita todavía más que el sometimiento. No tenemos por qué creer las exhibiciones de fuerza de los autoritarios, que pueden ser, en el fondo, manifestaciones de debilidad.

Una consecuencia indirecta de todo ello es que consagra la desigualdad, uno de los objetivos más codiciados de los líderes autoritarios. Dramatizar la catástrofe, describir la realidad como si estuviéramos al borde del abismo, hablar de la humanidad amenazada en vez de las clases vulnerables, implica minusvalorar las diferencias que nos hacen diversamente frágiles ante las crisis y, por tanto, es una forma de desentenderse de la desigualdad; el riesgo nos afecta de manera diversa y hablar de una hecatombe permite no tener que hacerlo de los pobres y de los vulnerables, ni de las políticas que atenuarían su impacto en los diferentes grupos de población. Todos somos iguales en la desesperación, pero diferentes en las situaciones concretas de injusticia. David Sipress, el célebre humorista del New Yorker dibujaba una viñeta en la que un paciente le dice a su psicólogo: “tuve que dejar de ver las noticias. Estaba haciendo que mis propios problemas me parecieran insignificantes”. El ruido apocalíptico funciona como una estrategia de distracción para que no incordiemos al gobernante con nuestros problemas particulares.

La historia de la democracia es la historia de una forma de gobierno frágil y resistente a la vez, asediada y victoriosa sobre la opresión. La política no es una selva donde solo reinara la ley de la fuerza; en ella también se pone de manifiesto que es posible gobernar sin humillar ni imponer. Uno de los pasajes de la historia de la filosofía más ilustrativos a este respecto es el célebre diálogo entre Calicles y Sócrates en el Gorgias de Platón. Frente a una supuesta inevitabilidad del dominio de los fuertes sobre los débiles, Sócrates no defiende un angelismo moral, sino el valor de una fortaleza distinta: la del dominio de sí y el combate por la justicia. El ideal republicano consiste en que haya una regla común que no se impone solo a los demás sino también a uno mismo. En las mismas sociedades en las que los autoritarios avanzan e incluso llegan al poder sigue habiendo, pese a todo, una cultura política inclusiva, anti-centralista, promotora del gobierno abierto, donde la conversación es posible aunque sea cada vez más difícil, las instituciones se hacen valer y los servicios públicos cuentan con un amplio respaldo.

Las descripciones que todo lo explican por el poder de unos malvados tienen el efecto indirecto de presentar al pueblo con un victimismo que lo aproxima a la estupidez, como manipulado por los algoritmos o cómplice de sus tiranos. Hay muchas situaciones de dominación, por supuesto, pero no somos una sociedad tan anómica, alienada y sumisa como la describen los analistas más críticos y la desearían los autoritarios. En medio de las pulsiones autoritarias (y en buena medida como su justa respuesta) las sociedades se movilizan, hay campañas de contestación, expresiones de indignación y solidaridad, formas de resistencia y protestas, como frente al genocidio de Gaza. Todo ello es amplificado por la digitalización de un modo que ninguna institución clásica hubiera podido llevar a cabo. Aunque se les haya culpabilizado de casi todo, las redes sociales son una conquista democrática que ha horizontalizado la conversación pública; no debemos considerarlas solo como un espacio de manipulación colectiva porque, además de desinformación y radicalismo, hay en ellas un vector de democratización que no podemos minusvalorar.

Maquiavelo, un autor a quien solo consideran maquiavélico los que no lo han leído, decía que había enseñado a los tiranos en El Príncipe cómo conquistar el poder pero también a los pueblos cómo resistirse a ellos. Al revelar los mecanismos del poder contribuyó a que dejara de ser considerado como natural e inmutable. Sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio se centran en la organización republicana, la defensa de las libertades y la capacidad de los pueblos para defenderse de la opresión, introduciendo conceptos como las virtudes cívicas y el equilibrio de poder. No somos impotentes frente al poder, tampoco frente al que se pretende absoluto. En los momentos más brutales de la historia suele haber un resquicio para resistir y oponerse. Su conocida distinción entre la fortuna y la virtud, entre lo que no está en nuestras manos evitar y lo que, en cambio, podemos modificar, es una lección de resistencia frente al fatalismo. El pensador florentino ponía el ejemplo de las inundaciones devastadoras que lo destruyen todo sin que en ese momento podamos hacer casi nada, mientras que en tiempo de calma es posible prevenir y preparar las cosas para que las aguas no hagan tanto daño. Incluso cuando todo parece conspirar para que se imponga la fortuna más despiadada, hay oportunidades para el trabajo de la virtud.

Quienes pensamos y escribimos acerca de la política tenemos la obligación de hacerlo fieles a la realidad, pero sin dar más motivos a la desesperanza de los que ya ofrece el mundo duro y mediocre en el que vivimos. No podemos naturalizar la violencia como si fuera, además de una parte penosa de la realidad, una lógica inevitable que todo lo explica y fuera de la cual no habría más que ingenuidad y resignación. No todo lo que pasa se explica por la imposición de individuos poderosos; existen dinámicas sociales que no son dóciles al poder y hay liderazgos más compartidos y menos teatrales cuyos resultados tienen mayor envergadura y persistencia que la violencia autoritaria. Con ello no estoy formulando un deseo sino tratando de que el cuadro con el que describimos la realidad política sea más completo y no el resultado de la fascinación que lo peor ejerce sobre nosotros, también sobre sus más fervientes críticos.

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