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Dos años de barbarie

Israel no suele atacar unilateralmente, pero cuando recibe un ataque lo utiliza para anexionarse nuevo territorio y eliminar la posibilidad de coexistir con un Estado palestino

El ataque del 7 de octubre de 2023 no fue un atentado terrorista al uso. No lo digo solo por el número de víctimas mortales (1.195, más 251 personas secuestradas, muchas de las cuales han muerto), una cantidad muy superior a lo que suelen producir los actos terroristas, sino sobre todo por cómo se conci...

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El ataque del 7 de octubre de 2023 no fue un atentado terrorista al uso. No lo digo solo por el número de víctimas mortales (1.195, más 251 personas secuestradas, muchas de las cuales han muerto), una cantidad muy superior a lo que suelen producir los actos terroristas, sino sobre todo por cómo se concibió y desarrolló la operación. El 7 de octubre, una fuerza palestina invadió y ocupó territorio israelí, rompiendo las barreras defensivas y el muro de separación de Gaza. Para ello, tuvo que movilizar a más de 2.000 milicianos de las Brigadas Al-Qassam (el brazo armado de Hamás), sufriendo alrededor de 1.600 bajas durante los dos días que duró el ataque. Un ataque de ese alcance por parte de una fuerza no estatal nunca había ocurrido en la historia de Israel.

Una operación con estas características tan especiales debe entenderse como un acto de guerra y no como un atentado terrorista. No obstante, Hamás no ha tenido nunca la capacidad para poner en marcha un enfrentamiento bélico sostenido en el tiempo con Israel. El ataque del 7 de octubre, en realidad, bajo su apariencia de acción militar, no tenía como propósito principal iniciar una guerra a gran escala con Israel, sino demostrar la vulnerabilidad del Estado sionista, situar de nuevo la causa palestina en el centro de la atención mundial y reventar los acuerdos de Abraham, que suponían el reconocimiento de Israel por parte de numerosos países árabes.

En las contadas ocasiones en que Hamás ha intentado justificar el ataque del 7 de octubre, lo ha hecho mencionando dos logros. El primero sería haber conseguido que la cuestión palestina salte a los titulares de todo el mundo, convirtiéndose en el asunto global más relevante de nuestros días. El segundo logro habría consistido en provocar una respuesta de Israel tan brutal y desproporcionada que ha hundido la reputación de este país en todas partes. De hecho, en Estados Unidos, el país que siempre ha dado un apoyo más cerrado a Israel, una encuesta reciente de Pew Research Center mostraba que el 59% de los norteamericanos tiene una opinión negativa del Gobierno israelí y un 38% del pueblo israelí. El prestigio de Israel nunca había caído tan bajo.

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Frente a estos logros, más bien magros, Hamás ha quedado fuera de toda solución de futuro, no podrá participar en el gobierno de Gaza y sus milicias están diezmadas. En un raro gesto de sinceridad, uno de sus líderes históricos, Mousa Abu Marzouk, reconoció en febrero de 2025 que de haber sabido de antemano el coste que tendría que pagar el pueblo palestino, no se habría producido el ataque inicial. Rápidamente Hamás matizó sus palabras, diciendo que se habían sacado de contexto.

El error de cálculo de Hamás es llamativo, sobre todo teniendo en cuenta los antecedentes. Hay un patrón recurrente en la historia de Israel que resulta fácilmente reconocible. Israel no suele atacar unilateralmente, pero, cuando recibe un ataque, lo utiliza para avanzar con determinación hacia lo que parece ser el proyecto último del sionismo más radical, el Gran Israel. Al contar con una capacidad militar formidable, ha respondido a los ataques externos mediante la anexión de nuevo territorio y la eliminación de toda posibilidad de coexistencia con un Estado palestino. Ocurrió así cuando, tras la declaración de independencia de 1948, los países árabes atacaron e Israel aprovechó para ampliar considerablemente el territorio que había establecido Naciones Unidas, desplazando a cientos de miles de palestinos y matando a más de 10.000 de ellos (a este episodio se lo conoce como la Nakba). Volvió a ocurrir tras la Guerra de los Seis Días en 1967, cuando, de nuevo ante una movilización de los ejércitos de varios países árabes, Israel se impuso militarmente en muy poco tiempo y llevó a cabo la anexión de Gaza y Cisjordania (más la península del Sinaí y los altos del Golán). Y está ocurriendo también ahora, pues el ataque del 7 de octubre ha sido la coartada empleada por Israel para hacer inviable la vida de los palestinos en Gaza (así como para avanzar en los asentamientos en Cisjordania).

No quiero negar con ello que Israel tenga un problema grave de seguridad, rodeado como está de regímenes hostiles y con una población palestina en los territorios ocupados que arrastra décadas de opresión. Los israelíes suelen insistir en que quienes no vivimos allí no somos capaces de calibrar lo que supone vivir bajo una amenaza permanente. Recurren a esta tesis para justificar la brutalidad de su respuesta. En el contexto actual, su postura es clara: no hay coexistencia posible con Hamás y por tanto la prioridad es exterminar a los islamistas (con independencia de lo que cueste en vidas palestinas). Sostienen que, de no haber sido por el ataque del 7 de octubre, jamás habrían emprendido una campaña militar como la que se ha llevado a cabo en estos últimos dos años. Esta es la respuesta que, por ejemplo, defendía en las páginas del New York Times el exministro Benny Gantz frente a las críticas de Pedro Sánchez.

Ahora bien, una cosa es tener que afrontar un problema de seguridad y otra bien distinta considerar que cualquier acción contra Hamás está justificada al margen de las vidas humanas en juego. El ejército israelí ha matado a más de 65.000 palestinos (habiendo muchos miles más desaparecidos), de los cuales se estima que alrededor del 80% eran civiles. Para hacerse una idea de la profunda asimetría en este conflicto, conviene recordar que las bajas de combatientes israelíes después del 7 de octubre no llegan al millar. No hay solo una destrucción de vidas humanas sin precedentes, sino que Israel ha arrasado el tejido urbano y económico de Gaza, haciendo inviable la vida civil en aquel lugar, ya muy golpeado antes del 7 de octubre. De ahí que hablemos de genocidio (más allá de consideraciones jurídicas). El genocidio, se mire como se mire, no es una forma de garantizar la seguridad del Estado judío en el futuro, sino un paso crucial en la realización de un Israel que se extienda desde el río hasta el mar.

En el momento de escribir estas líneas, parece que nos acercamos a un cese de las hostilidades. Es probable que Hamás libere a los rehenes en los próximos días e Israel pare sus ataques. Se trata de un avance y dará un respiro a los palestinos tras dos años de sufrimientos, privaciones y hambre. Qué pasará después no lo sabe nadie. En cualquier caso, resulta dudoso que, si el plan de paz presentado por Trump consigue el acuerdo de las partes, ello signifique un futuro de esperanza para los palestinos. Habiendo llegado tan lejos Israel, quizá Estados Unidos consiga evitar una limpieza étnica a gran escala, pero todo indica que los palestinos que se queden en Gaza serán una molestia y vivirán en reductos fuertemente vigilados e intervenidos.

Nunca Israel había reaccionado de forma tan inhumana ante una agresión. La barbarie de su ataque en Gaza es resultado de un Gobierno ultranacionalista de extrema derecha. La propia opinión pública israelí da muestras de una impiedad escalofriante. Entre otras muchas lecciones, la guerra de Gaza debería hacernos más precavidos ante los riesgos de la extrema derecha en el mundo y la degradación política y moral que trae consigo.

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