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Escalas del asombro

Necesitamos más que nunca las ciencias y las letras. Ambas están en peligro

En un desfiladero remoto de los desiertos de Arabia se ha descubierto un friso extraordinario de animales dibujados a tamaño natural sobre la roca lisa, hace unos 12.000 años. Con la naturalidad de unas líneas de lápiz trazadas sobre el papel en blanco, las incisiones en la superficie de piedra arenisca dibujan los perfiles exactos de 19 camellos y 3 burros. Los trazos están tan atenuados por una intemperie de milenios que solo se distinguen bien durante unos 90 minutos cada día, gracias a un cierto ángulo de la luz del sol después del amanecer. Lo perdurable es también efímero. Las líneas ins...

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En un desfiladero remoto de los desiertos de Arabia se ha descubierto un friso extraordinario de animales dibujados a tamaño natural sobre la roca lisa, hace unos 12.000 años. Con la naturalidad de unas líneas de lápiz trazadas sobre el papel en blanco, las incisiones en la superficie de piedra arenisca dibujan los perfiles exactos de 19 camellos y 3 burros. Los trazos están tan atenuados por una intemperie de milenios que solo se distinguen bien durante unos 90 minutos cada día, gracias a un cierto ángulo de la luz del sol después del amanecer. Lo perdurable es también efímero. Las líneas inscritas en la roca aparecen y desaparecen como un espejismo. Al pie del desfiladero, un equipo de arqueólogos llevaba años afanándose en una excavación, y en todo ese tiempo nadie había levantado la vista con la debida atención. Hace solo unos meses, uno de los trabajadores miró hacia arriba en el momento preciso y fue como si presenciara de golpe una aparición, a 30 metros de altura, en la pared de color arena, toda una cabalgata, los camellos perfilados con tal naturalismo que puede distinguirse una pelambre propia de final del invierno y del comienzo de la época del celo. El New York Times publica fotos admirables. No se sabe nada de la cultura a la que pertenecieron esas representaciones animales, casi coetáneas del final del arte de las cavernas en Europa, y quizás por eso asombra más su maestría sin explicación, sin antes ni después, y la proeza física y estética de quienes escalaron hasta un reborde liso y estrecho de la roca y fueron capaces de grabar esas figuras tan de cerca, sin la ventaja de verlas a distancia.

Faltaban miles de años para que camellos y burros fueran domesticados. Los arqueólogos conjeturan que el friso podría indicar una ruta de viajes o de cacerías, quizás la proximidad de un pozo o una corriente de agua en un paisaje en el que estaba progresando el desierto. Es una incertidumbre sin remedio, que no malogra, sino tal vez acentúa, la emoción de la belleza, el deleite plástico y sensual de esas líneas que van formando una por una la silueta de un animal y al mismo tiempo la progresión rítmica de la cabalgata colectiva. No sabemos nada sobre las vidas de aquellas personas, qué pensaban, en qué creían, pero las obras que crearon, y la maestría técnica con que las hicieron, nos interpelan con la inmediatez irrefutable, como una música que no necesitamos comprender para que nos estremezca. El arte, tal como nosotros lo concebimos, es una idea occidental y muy reciente, de poco más de dos siglos: pero las representaciones visuales son tan antiguas como las músicas y como los relatos, y tan universales en su variedad.

La mano del niño empieza a dibujar al mismo tiempo que su lengua va dando forma a las palabras, y que su instinto de curiosidad lo empuja a escuchar cuentos y a buscar explicaciones a los enigmas del mundo. Marcel Proust creía de niño que todos los libros trataban de la Luna. Un día, descubro esas figuras de camellos y burros salvajes grabadas hace 12.000 años en un desfiladero del desierto; al día siguiente, me entero de que en una luna helada de Saturno hay géiseres gigantes de hielo vaporizado que estallan hacia el espacio, y en los que se han detectado compuestos orgánicos muy semejantes a los que en la Tierra dieron lugar a la vida. Lo cuentan José A. Álvarez y Francisco Doménech en una crónica de hace solo unos días. La luna de Saturno se llama Encélado y tiene unos 500 kilómetros de diámetro, una mota ínfima de hielo en el Sistema Solar que esconde en su interior un océano.

Las distancias del espacio son tan vertiginosas como las del tiempo para nuestra pobre escala humana. Es difícil imaginar la lejanía de 12.000 años de antigüedad de las figuras de animales en el desierto, pero más todavía los 1.200 millones de kilómetros que separan la Tierra de ese satélite diminuto de Saturno, al que la sonda espacial Cassini se aproximó por primera vez en 2005. La misma inteligencia humana que es capaz de dibujar el perfil exacto de un camello en una pared de roca puede también diseñar una nave que encuentra su camino entre los anillos de Saturno para acercarse a esa luna y no a ninguna otra, y hacerle fotografías en blanco y negro y en luz infrarroja que revelan la existencia de ese océano debajo de una capa de hielo de un espesor de 20 kilómetros, y las llamaradas de los géiseres que escapan por las fracturas de su polo sur. La sonda Cassini, después de más de una década enviando imágenes y datos que los científicos no se cansan de investigar, se perdió sin regreso en el abismo gravitacional de Saturno, en 2017. Pero le dio tiempo a atrapar partículas de hielo recién emitidas por los géiseres y a enviar de vuelta a los laboratorios de la Tierra el enigma de esas moléculas en las que podría contenerse otro origen de la vida.

No siento el menor interés por la fantasía ni por la ciencia ficción porque suelen ser mucho más pobres que la realidad, y que la misma ciencia, igual que las novelas históricas tienen mucho menos interés, y menos fuerza novelesca, que el relato estricto de la historia. Y me acuerdo siempre del gran Richard Feynman, quien decía que se requiere más talento para imaginar las cosas que existen que las que no existen. Galileo pertenece a la historia del arte igual que a la de la ciencia, porque si utilizó la invención reciente del telescopio para observar la luna, fue su ojo de artista adiestrado en el claroscuro el que le permitió reconocer como montañas y valles las formas que se veían en su superficie, en las que los seres humanos habían visto hasta entonces los rasgos de una cara. Anton van Leeuwenhoek, que observó por primera vez, gracias al microscopio, las criaturas hasta entonces invisibles en una gota de agua, fue contemporáneo y vecino de Vermeer, en la misma calle estrecha de Delft. A los lectores adolescentes de Julio Verne se nos despertaba al mismo tiempo el amor por la ficción y por el conocimiento, pero la división académica entre Ciencias y Letras nos frustró luego, en un sentido o en otro, una amplitud intelectual en la que cabrían por igual la imaginación y el saber, la sensibilidad hacia la belleza y hacia las exactitudes de la razón científica, que no están tan alejadas como les parecen a algunos.

Creo que las necesitamos más que nunca, y que las dos están en peligro. Galileo, Kepler, Newton, creían que la perfección de las leyes físicas y matemáticas que estaban descubriendo era la prueba de la suprema inteligencia divina que las había establecido. Ahora los fanáticos religiosos y los iluminados y los aprovechados políticos han emprendido una ofensiva contra la racionalidad y contra las evidencias científicas más claras que les lleva a negar lo mismo la utilidad de las vacunas que los resultados electorales que no les interesan, o que la plena humanidad de los emigrantes o de los palestinos, o que los datos abrumadores del calentamiento del planeta por efecto de los combustibles fósiles. Y los promotores de la ignorancia y la amnesia, los ideólogos adoctrinadores y censores, se conjuran de manera consciente o no en el empeño de proscribir los placeres de la pura fabulación, de la creación y el disfrute de la belleza en la literatura y en las artes: borrando el pasado en nombre de la modernidad o de la pureza ideológica, o de la negligencia de la moda. Necesitamos el asombro del océano oculto bajo la corteza de hielo de la luna Encélado y el de la cabalgata de los animales dibujados con un buril de piedra en el desierto de Arabia, el oficio del científico y el del artista que dedica su vida a perfeccionar una técnica. La belleza y el conocimiento serán cada vez más una misma forma de resistencia.

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