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Octubre en Valencia

La angustia y el miedo no se irán. Son lo que el agua de la dana ha dejado por siglos

La noche de la dana, miles de valencianos se encontraron con un miedo que traían aprendido de la niñez, cuando otras riadas nos enseñaron que la devastación se instala en el imaginario de varias generaciones. Aquellos que eran jóvenes y no lo pudieron vivir escucharon igualmente, en historias que pasaban de abuelos a nietos, de padres a hijos, los efectos de las inundaciones del Turia o del Júcar, o crecieron...

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La noche de la dana, miles de valencianos se encontraron con un miedo que traían aprendido de la niñez, cuando otras riadas nos enseñaron que la devastación se instala en el imaginario de varias generaciones. Aquellos que eran jóvenes y no lo pudieron vivir escucharon igualmente, en historias que pasaban de abuelos a nietos, de padres a hijos, los efectos de las inundaciones del Turia o del Júcar, o crecieron —crecimos— entre adoquines que aún rememoran hasta dónde llegaron las aguas del 57. O de la pantanada del 82, que dejó afectados que se acostumbraron a dormir con la mano tendida al suelo por si el río se presentaba al pie de sus camas. Así lo hicieron durante años, aunque vivieran en un tercero.

Valencia sigue aún bajo la conmoción de una tragedia que, por mucho que hubiera pasado otras veces, nunca sucedió de la manera en que lo hizo en octubre del año pasado, con tanta fiereza y con tantos frentes a la vez. Con 229 muertos. Los efectos de la dana se perciben aún en las calles de Paiporta o de Aldaia o de Catarroja o de Algemesí o de Massanassa o de cualquiera de los municipios que fueron arrasados, pero se nota antes en las primeras conversaciones.

La dana que abrió tantos informativos sigue siendo el tema para miles de vecinos que no han podido pasar página porque esa es su vida ahora, la que han de reconstruir entre esquinas, calles y ventanas que parecen las de siempre y, sin embargo, no volverán a serlo nunca, porque serán para ellos la esquina, la calle o la ventana a la que alguien trató de agarrarse o donde más daño causaron el barro y el agua. Es lo que ocurre, por ejemplo, en los garajes de sus propias fincas.

Pasará el tiempo, a punto de cumplirse el año de aquella tarde de espanto. Quedará el miedo, que es lo que el agua ha dejado en Valencia por siglos: esa desazón que fue a activarse el domingo, con una alerta en los teléfonos que esta vez se envió con antelación y que removió una angustia que no se ha ido. Que no se irá. Quedará también algo que es más nuevo, porque antes no estaba: la desconfianza.

Para algunas cosas no ha pasado el tiempo, que es lo que alguno quiere que pase: el tiempo y nada más. Se fue abriendo paso la vida y vendrán los aniversarios, pero no habrá manera de ignorar que aún se deben las explicaciones sobre qué ocurrió aquella tarde en que la alerta no llegó a tiempo y de la que aún desconocemos qué hizo y dónde estuvo el responsable de la primera autoridad de los valencianos que intenta, entre enredos y versiones, que vaya pasando el tiempo por si, con él, llega el olvido. Lo único que hace el tiempo, sin embargo, es demostrar cómo las cosas se podrían haber hecho de otra manera.

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