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La demostración de fuerza de Trump

El riesgo ante el despliegue de tropas en las ciudades es que nuestro respeto automático por lo militar nos arrastre sin darnos cuenta hacia el fascismo

En los nueve meses transcurridos desde el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca, se ven ya con bastante claridad los objetivos generales de su agenda: debilitar la posición de Estados Unidos en el extranjero para crear un entor...

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En los nueve meses transcurridos desde el regreso de Donald Trump a la Casa Blanca, se ven ya con bastante claridad los objetivos generales de su agenda: debilitar la posición de Estados Unidos en el extranjero para crear un entorno propicio a los dictadores y, al mismo tiempo, utilizar el Gobierno y las fuerzas armadas estadounidenses para establecer una dictadura en el país. ¿Lo conseguirá?

El éxito del plan de Trump depende de cómo lo veamos o, mejor dicho, de que decidamos verlo o no. En el peor de los casos, los estadounidenses decidirán no darse cuenta de nada, mirarán hacia otro lado mientras las redadas de inmigración se llevan a rastras a sus vecinos y colegas y el Gobierno militariza las ciudades; y luego fingirán que no había más remedio que abandonar la democracia. Se encontrarán pretextos. Ya se utilizan, sobre todo al ritmo de las constantes mentiras sobre la delincuencia urbana y —como hemos visto después del asesinato del activista de derechas Charlie Kirk— la explotación selectiva de la violencia política.

No cometamos el error de confundir los pretextos con las razones políticas de fondo. Que Estados Unidos haga la transición al autoritarismo depende de nosotros. En el paradigma de Trump, todo esto es un reality show y nosotros no somos más que meros extras sin importancia, sin diálogo, siempre en segundo plano.

Podríamos decir que es una “demostración de fuerza”. Así es como se ha calificado (con demasiada frecuencia) el despliegue de la Guardia Nacional (y los marines) en varias ciudades estadounidenses. ¿Pero qué tipo de fuerza? ¿Y qué tipo de demostración? ¿Qué podemos hacer que no sea limitarnos a verlo como un espectáculo en el que no tenemos ningún papel?

Los despliegues militares son ilegales, desde luego, y están concebidos para intimidar. Aunque la total sumisión del Tribunal Supremo actual a Trump significa que las demandas que se presenten no llegarán a ninguna parte, es indudable que las órdenes que se están dando a los soldados rompen con el precedente histórico —y justamente valorado— de que las fuerzas armadas no deben desempeñar tareas policiales. Desplegar tropas con ese propósito pervierte la razón de poseer un ejército, que es defender al país de ataques externos.

Sin embargo, la intimidación depende en gran medida de nosotros. ¿Vamos a amilanarnos?

Muchas personas, como los trabajadores indocumentados —o quienes tienen un aspecto físico que parece encajar en ese perfil— tienen motivos de peso para tener miedo y no querer meterse en líos. Pero muchos otros, los ciudadanos y, en especial, quienes ocupan cargos electos en los estados, tenemos la obligación de pensar y reaccionar con imaginación.

Para empezar, debemos negarnos a que nos atrapen en el “espectáculo”. El riesgo es que nuestro respeto automático por lo militar nos arrastre sin darnos cuenta hacia el fascismo. A las tropas les beneficia su simbolismo patriótico. Pero, si están perdiendo el tiempo en nuestras ciudades, no están defendiendo el país. Usar imágenes de soldados atractivos para ilustrar las informaciones de esta invasión del propio territorio no es una decisión neutral de los medios. Por el contrario, fomenta la idea de que, al fin y al cabo, los militares se limitan a “obedecer órdenes” y cumplir con su deber patriótico.

Estos despliegues urbanos son el equivalente político de una mecha encendida. Al enviar tropas a las ciudades, el Gobierno de Trump aumenta las probabilidades estadísticas de que ocurra algo —el suicidio de un soldado, un incidente de fuego amigo, disparos contra un manifestante— que se pueda utilizar para fabricar una crisis mayor.

Para evitarlo, debemos ver adónde conduce la pasividad. Si a nuestros amigos y familiares que están en las fuerzas armadas no les dejamos claros los riesgos que corren, seremos cómplices de su utilización y manipulación al servicio del autoritarismo. Si nos dejamos amedrentar por la “demostración de fuerza” de Trump, estaremos ayudándole en un proceso que no puede llevar a cabo por sí solo.

Escribo estas líneas en Dnipró (Ucrania) durante una alerta aérea. He venido por motivos académicos y el proyecto de historia que me ha traído se ha complicado porque algunos colegas están movilizados y otros no consiguen dormir debido a los misiles y los drones. Sin embargo, todos han acudido.

Cuento esto para situar las cosas en perspectiva. Rusia ha invadido Ucrania. Nadie está invadiendo Estados Unidos. Los únicos que podemos invadirnos somos nosotros mismos.

Y que eso suceda o no depende de que decidamos ser conscientes de la lógica general, llamar a las cosas por su nombre, hablar entre nosotros y emprender la tarea de defender la democracia, la decencia y los valores humanos. La pregunta, por supuesto, es si es posible encauzar el coraje cívico para plasmarlo en una resistencia democrática eficaz.

El sistema federalista de Estados Unidos ofrece motivos para la esperanza. Desde que el Congreso promulgó las leyes de los derechos civiles en los años sesenta, con el fin de desmantelar el orden político racista en el sur del país, el Partido Republicano ha adoptado siempre la defensa de “los derechos de los Estados” como lema y estrategia frente a la autoridad federal. Ahora las tornas han cambiado: los republicanos apoyan sin reservas que Trump utilice el poder federal contra las universidades, los medios de comunicación, los bufetes de abogados y las ciudades, mientras que los gobernadores demócratas se están convirtiendo en un bastión antiautoritario. Por ejemplo, el rechazo del gobernador de Illinois, J. B. Pritzker, al despliegue de tropas de la Guardia Nacional en Chicago obligó a Trump a dar marcha atrás (por lo menos de momento).

Esta negativa a aplicar la política del Gobierno federal, que algunos denominan “secesión blanda”, es el preludio de un enfrentamiento entre los gobiernos estatales y el Gobierno de Washington en cuestiones como la organización de las elecciones, la salud pública e incluso el cambio climático. Del resultado de ese pulso puede depender el destino de la democracia estadounidense e incluso el de los propios Estados Unidos.

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