Morder al poder
Voten a quien voten, su partido también ha intentado silenciar una voz crítica: es una tentación compartida
No falla. Los aprendices de tirano siempre encuentran una coartada para debilitar los contrapoderes que les estorban. Lo hemos vuelto a ver con el caso de Jimmy Kimmel, quien aprovechó el execrable asesinato de Charlie Kirk para hacer bromas ácidas y legít...
No falla. Los aprendices de tirano siempre encuentran una coartada para debilitar los contrapoderes que les estorban. Lo hemos vuelto a ver con el caso de Jimmy Kimmel, quien aprovechó el execrable asesinato de Charlie Kirk para hacer bromas ácidas y legítimas contra el Gobierno estadounidense. No tardó en llegar la respuesta: el presidente de la Comisión Federal de Comunicaciones amenazó con tomar medidas contra la cadena ABC y, acto seguido, el programa del cómico fue cancelado.
Algunos conservadores llevaban años lamentando la cultura de la cancelación y celebraron eufóricos haberle arrebatado el juguete al adversario. Si jugamos —pensaron—, jugamos todos. Al mismo tiempo, progresistas acostumbrados a ejercer de árbitros de la corrección política quedaron noqueados al ver cómo sus propias estrategias se volvían en su contra. Tan incoherente es una postura como la otra. Aunque, por fortuna, un puñado de liberales afianzaron los talones en el mismo lugar de siempre: del lado de la libertad de expresión, sobre todo para proteger la circulación de aquellas ideas que puedan parecernos estúpidas, desagradables o incluso indeseables.
Que un Gobierno maniobre para cesar a un comunicador en una cadena pública o privada no es nada nuevo ni ocurre solo en EE UU. No busquen en desiertos ni en montañas lejanas, ni piensen que esa práctica transversal pertenece a una ideología concreta. Voten a quien voten, su partido también lo ha hecho porque esta es una tentación compartida. Es casi una forma de justicia poética el que toda concesión iliberal que aceptemos acabará utilizándose en nuestra contra.
El poder, político o financiero, excepcionalmente actúa de forma tosca y grosera, pero suele ejercer con modos más discretos. Foucault lo describió con tino al hablar de la microfísica del poder. Hay mil maneras de ejercer una coerción sutil: a veces basta un incentivo publicitario; otras, un simple wasap ambiguo o una palmada en la espalda en el momento justo. El juego es tan viejo que lo conocemos todos.
Allí donde haya un político que señale a periodistas, un programa que admita contertulios sugeridos por un partido o un editor dispuesto a sonreír con complicidad servil al poder, se estará debilitando una garantía democrática esencial. Porque es un hecho: la calidad de una democracia está determinada por la independencia de sus contrapoderes; la de un medio, por su capacidad de desafiar a los propios; y la de un pensador o un periodista, por su disposición a morder la mano que le da de comer.