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Bolsonaro, condenado

La sentencia contra el expresidente brasileño por el intento de golpe de Estado es un aviso a quienes buscan desacreditar la democracia

El expresidente de Brasil Jair Bolsonaro ha sido condenado a 27 años (24 de prisión y tres de detención) por intento de golpe de Estado, es decir, por tratar de subvertir la democracia de su país. La decisión del Tribunal Supremo, con cuatro votos a favor y uno en contra, no es solo el desenlace de un proceso judicial histórico, es una afirmación categórica de que ningún líder, por mucho poder o respaldo popular que haya acumulado, está por encima de la ley ni puede conspirar contra la voluntad de los ciudadanos. Con este juicio Brasil salda una deuda pendiente con su pasado reciente. El expresidente no actuó solo: contó con la complicidad de sectores militares que quisieron devolver al país a los peores capítulos de su historia autoritaria.

La gravedad de los hechos no admite matices. Bolsonaro, tras perder las elecciones de 2022 frente a Luiz Inácio Lula da Silva, se negó a aceptar el resultado, alentó la desconfianza en el sistema electoral y buscó, junto con generales y aliados, fórmulas para subvertir la voluntad popular. El asalto del 8 de enero de 2023 a las sedes de los tres poderes en Brasilia fue la prueba más visible de esa conspiración. No se trató de un hecho aislado de un grupo de exaltados, sino de un proyecto concertado para quebrar el Estado de derecho. La sentencia es un triunfo de las instituciones democráticas sobre la barbarie autoritaria.

La defensa ha querido presentar el proceso como una persecución política, un relato que intenta convertir al culpable en mártir. Pero las pruebas, los testimonios y los hechos públicos desmienten esa coartada. Lo que se ha juzgado no son ideas, sino acciones encaminadas a abolir violentamente el orden constitucional. La discrepancia política se defiende en las urnas, no con planes golpistas.

El fallo deberá ir acompañado de una reflexión profunda y de reformas que garanticen que las Fuerzas Armadas nunca vuelvan a ser tentadas por el caudillismo ni por la intervención política. Los partidos democráticos tienen la obligación de ofrecer a los brasileños un horizonte de estabilidad, justicia social y confianza institucional que cierre las heridas abiertas por años de polarización. Los medios deben combatir las mentiras que alimentaron este proyecto autoritario. Y la sociedad civil debe mantenerse vigilante para que nunca más se repita un ataque semejante a la democracia. El eco internacional tampoco puede ignorarse. El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, intervino de manera abierta en apoyo a Bolsonaro, calificando el juicio de farsa y acusando a la justicia brasileña de actuar como brazo de la izquierda. Esa injerencia revela una peligrosa sintonía entre líderes que se niegan a aceptar el juego democrático y pretenden exportar un manual autoritario de desinformación, victimismo y desprecio por las instituciones. La condena de Bolsonaro es también un golpe a esa estrategia antidemocrática.

Brasil deberá enfrentar el reto de reconciliar a una parte de la ciudadanía seducida por la retórica del descrédito institucional. El bolsonarismo no desaparecerá con la condena de su líder; seguirá latente mientras existan desigualdades que alimenten el resentimiento y plataformas dispuestas a amplificar la mentira. La justicia ha hecho su parte. Ahora corresponde a la política demostrar que el Estado de derecho no solo resiste, sino que puede renovarse y fortalecerse. Condenar a Bolsonaro es afirmar que la democracia brasileña sobrevivió al mayor intento de ruptura desde el fin de la dictadura. Hoy Brasil envía un mensaje al mundo: ningún gobernante puede desafiar las leyes sin pagar las consecuencias.

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