Ir al contenido
Tribuna

El lugar del crimen

La casa de México donde asesinaron a Trotski ya no conmueve. Tampoco existe el mundo que defendió el revolucionario ruso

MARTÍN ELFMAN

Una tarde de octubre de 1989 un amigo cubano-mexicano, propietario de un destartalado bochito (el clásico Volkswagen escarabajo) me facilitó hacer mi primera visita a Coyoacán. Hasta el momento de llegar a nuestro destino, mi percepción era que debía trasladarme hacia un poblado de las afueras de la Ciudad de México, ese paraje más o menos remoto donde casi 500 años atrás se habían asentado Hernán Cortés y la Malinche luego de la caída de Tenochtitlán. También ...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Una tarde de octubre de 1989 un amigo cubano-mexicano, propietario de un destartalado bochito (el clásico Volkswagen escarabajo) me facilitó hacer mi primera visita a Coyoacán. Hasta el momento de llegar a nuestro destino, mi percepción era que debía trasladarme hacia un poblado de las afueras de la Ciudad de México, ese paraje más o menos remoto donde casi 500 años atrás se habían asentado Hernán Cortés y la Malinche luego de la caída de Tenochtitlán. También la villa hecha célebre en el siglo XX por la Casa Azul de Diego Rivera y Frida Kahlo y, significativo, además, por el acontecimiento histórico que esa tarde de mi primera estancia mexicana movía mi interés: Coyoacán era el sitio casi perdido del mundo donde había ido a refugiarse el profeta desterrado Liev Davidovich Trotski y adonde llegó, sin embargo, el brazo largo e impío de Stalin, armado con el piolet del comunista español Ramón Mercader. Allí estaba el lugar del crimen.

Mi primera sorpresa de esa jornada que luego se iría llenando de sentidos y consecuencias literarias y personales, fue entender que el para mí distante distrito de Coyoacán ya había sido absorbido por la invasiva capital mexicana y que bien hubiera podido trasladarme hasta allí utilizando el metro de la ciudad. La segunda fue encontrar un barrio muy arbolado, lleno de cafés, tiendas y turistas, como esos que hacían una larga cola para entrar en la Casa Azul y sumergirse en el ambiente que allí habían creado dos de las más notables figuras de la plástica contemporánea, el muralista Diego Rivera y la surrealista Frida Kahlo. Pero la tercera y más significativa de las sorpresas —revelaciones que no dejarían de sucederse esa tarde que sigue iluminada en mi memoria— fue ver la edificación, con torre de vigilancia, almenas, puertas como de cárcel o castillo feudal donde había vivido sus últimos meses el profeta desarmado León Trotski.

Soy incapaz de precisar por qué, teniendo tanto que ver en una ciudad que visitaba por primera vez, yo había insistido en conocer ese sitio preciso, por aquel entonces desestimado por las rutas turísticas y las devociones ideológicas, como bien lo demostraba el hecho de que, junto a su puerta de acceso, se advertía una soledad muy contrastante con la algarabía que asediaba en ese mismo momento la vecina Casa Azul. Porque para mí, joven periodista cubano educado en Cuba, la figura y la historia de Trotski formaban parte de esa “ignorancia programada” que se ha practicado en las sociedades socialistas y que, en su caso, respondía a la política dictada por Moscú: Trotski solo había sido un traidor a la revolución, un revisionista del marxismo-leninismo, como se aseguraba, o mejor aún, se pretendía certificar (como en cierta foto famosa tomada en la Plaza Roja moscovita) que en realidad nunca había existido un tal León Trotski. Por ello, mi escuálida información apenas acaparaba unos datos básicos sobre la historia del líder revolucionario de octubre de 1917, poco después fundador y conductor del Ejército Rojo que preservó la existencia de la recién nacida Unión Soviética. Pero al menos sabía que, despojado de poder y desterrado del país donde se ensayaba la concreción de una utopía social democrática e igualitaria, había debido peregrinar por medio mundo para recalar, gracias al asilo que le ofreció el presidente mexicano Lázaro Cárdenas, en aquel remoto Coyoacán donde, por orden de Stalin, al fin había sido asesinado.

Convertida por esa época en el Museo del Derecho de Asilo, la casa-fortaleza de Trotski me recibió con tinieblas y polvos fosilizados sobre los muebles. Una azafata a la entrada (gratuita incluso) de la instalación y unos gatos famélicos fueron los únicos seres vivos que encontré. El lugar parecía extraviado en el tiempo, o detenido, petrificado. Quizás una astuta curaduría museográfica había valorado que lo sombrío de la atmósfera, la evidencia del abandono y el olvido conformaban elementos capaces de dar su mejor significado al lugar. Una avasallante sensación de angustia y enclaustramiento se advertía desde el jardín donde ondeaba una desteñida bandera soviética sobre la tumba del asesinado y se extendía por toda la edificación y, de manera muy notable, imperaba en el despacho de trabajo donde se había ejecutado el crimen y en el cual permanecían varios de los objetos que allí estaban el 20 de agosto de 1940, cuando entró en él Ramón Mercader con su piolet debajo de la gabardina.

La mejor palabra que encuentro para describir la impresión que me produjo el sitio es conmoción. Algo muy trascendente había ocurrido en aquel refugio, algo que escapaba de mis posibilidades de entendimiento o comprensión en ese momento, pero que, históricamente, pronto empezaría a proclamar de modo espectacular algunas de sus consecuencias. Porque apenas dos semanas después, mientras se pretendía festejar el aniversario 72º de la gran Revolución de Octubre liderada por ese mismo León Trostki con la toma del Palacio de Invierno zarista, caían una tras otras las piedras del Muro de Berlín y comenzaba el desmontaje final de los restos de una utopía igualitaria cuya perversión había tenido uno de sus hechos irreversibles en aquella opresiva casa-fortaleza de Coyoacán.

Y ahora, llevando conmigo una novela publicada hace 16 añosEl hombre que amaba a los perros― en la que, ya con conocimiento de causas y efectos, narré cómo se gestó y cometió el asesinato del líder marginado, en donde intenté esbozar los trámites del proceso de perversión de una utopía igualitaria, regresé al lugar del crimen. Coyoacán sigue siendo un sitio animado, incluso más que en 1989. Hay muchos restaurantes, tiendas de artesanía. Frida Kahlo está de moda y la Casa Azul reclama reservas previas para ser visitada. Mientras, la casa-fortaleza donde se perpetró el pavoroso crimen ha sido restaurada, ampliada, y ahora es el Museo Casa León Trotski, reluciente, con biblioteca y hasta sala de conferencias en las que se trata de dignificar la memoria del revolucionario. Pero su aura de escenario del terror se ha desvanecido. Impresiona, pero no conmueve del mismo modo que en mi primera estancia allí.

Y es que el mundo por el cual luchó y murió Trotski ya no existe. La utopía igualitaria, ya pervertida en su esencia misma, se desvaneció, como el Muro de Berlín, devorada por sus propias contradicciones más que por los cañonazos de los 16 ejércitos a los que Trotski venció como Comisario de la Guerra soviético. Definitivamente, hoy las utopías igualitarias no están de moda aunque no estaría mal que se refundaran algunas. Porque el mundo parece que lo reclama con cierta urgencia.

En mi regreso al lugar del crimen recuperé, sin embargo, la certeza de lo inútil, en réditos políticos, de ese asesinato que cumplía la voluntad de un megalómano psicópata, ejecutado por un tal Ramón Mercader que entregó hasta su identidad por una ideología, convencido de que lo hacía para que el mundo fuera mejor. Pero más me ha espantado la intuición de que otras megalomanías, más o menos psicóticas, otros totalitarismos y fundamentalismos, todavía hoy pueden usar sus piolets para seguir ejecutando prestigios y hasta personas, en nombre de una fe (da igual si política o religiosa), de esas a las que les gusta prometer la reparación del orgullo de una idea o la grandeza de una nación. ¿Un mundo mejor?

Sobre la firma

Más información

Archivado En