Xenofobia progresista

El Estado pierde una atribución fundamental como es la política de inmigración en un cambalache del Gobierno con Junts

Un inmigrante estudia catalán.Quique García (EFE)

“España ha sido siempre un territorio que ha acogido a mucha población procedente de otros lugares y ha tenido la capacidad de integrarla en nuestro modelo democrático de sociedad y en la españolidad”. España es eterna e intrínsecamente democrática: desde antes de don Pelayo y de Numancia, desde antes de los pogromos de Barcelona y Sevilla o la expulsión de los moriscos, desde antes de los honderos baleares y la sima de los huesos de Atapuerca. Siempre acogió a gente que llegaba de otros sitios, no como los españoles de verdad, que brotamos bajo las encinas tras una noche de lluvia. La integra...

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“España ha sido siempre un territorio que ha acogido a mucha población procedente de otros lugares y ha tenido la capacidad de integrarla en nuestro modelo democrático de sociedad y en la españolidad”. España es eterna e intrínsecamente democrática: desde antes de don Pelayo y de Numancia, desde antes de los pogromos de Barcelona y Sevilla o la expulsión de los moriscos, desde antes de los honderos baleares y la sima de los huesos de Atapuerca. Siempre acogió a gente que llegaba de otros sitios, no como los españoles de verdad, que brotamos bajo las encinas tras una noche de lluvia. La integración en la españolidad —sea lo que signifique eso— mitiga el salvajismo de los recién llegados. En ese proceso es esencial hablar español. Para que se entienda: sin castellano, no hay papeles.

La frase inicial habría generado alarma: se habría considerado (con razón) xenófoba y etnicista. Esa frase, hablando de Cataluña y catalanidad, la ha firmado el Partido Socialista para conservar la supuesta mayoría teóricamente progresista que sostiene al Gobierno. El esencialismo habría desentumecido el ingenio de los comentaristas y algún académico lo habría refutado sesudamente en una tribuna: es ridículo cuando se predica de España, y no digamos aplicado a un lugar cuya existencia independiente no ha alcanzado los ocho segundos. Concesiones como escribir “Catalunya” y “Estado español” parecen detalles frente a considerar, como hace el acuerdo firmado por Junts y el PSOE, que quienes han nacido en el resto de España son forasteros que deben superar un proceso de asimilación civilizatorio: para fabricar catalanes antes hay que fabricar extranjeros. Las competencias en inmigración las exige un partido que no las va a gestionar y que es el quinto más votado en Cataluña; miembros de la Guardia Civil, la Policía y los Mossos han manifestado su oposición. Algunos ministros señalan que estamos ante una delegación y no una cesión: al parecer, cuando gobierne alguien que no nos guste (como quien lo ha exigido, nuestro socio) se revertirá esa delegación. Lo único interesante de ese pseudoargumento es dilucidar si solo quieren engañar a los demás o también se han engañado a ellos mismos. El Estado pierde en un cambalache una atribución fundamental, y se debilita simbólica y operativamente. Que los partidos cumplan su palabra es irrelevante, que las medidas sean constitucionales o no carece de importancia, y lo que menos cuenta de todo son los derechos de los inmigrantes y el servicio a los ciudadanos.

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