Una modesta proposición para evitar que los palestinos sean una carga para Israel y EE UU
Si velamos por la viabilidad financiera de ese maravilloso proyecto inmobiliario del Club Trump-a-Gaza, la expulsión de los habitantes de la Franja resultaría demasiado onerosa
A principios de esta semana, durante la primera visita de Estado que el eminente rey de Israel, Benjamín I, tuvo a bien hacer al magnífico emperador del mundo, Donaldo el Magnífico, surgió al fin una idea genial y definitiva para resolver el problema de esos dos millones de bípedos de apariencia humana que infestan ese terreno conocido como la franja de Gaza, erigido en inmediaciones del reino de Israel, y que viene obstaculizando al susodicho reino el ...
A principios de esta semana, durante la primera visita de Estado que el eminente rey de Israel, Benjamín I, tuvo a bien hacer al magnífico emperador del mundo, Donaldo el Magnífico, surgió al fin una idea genial y definitiva para resolver el problema de esos dos millones de bípedos de apariencia humana que infestan ese terreno conocido como la franja de Gaza, erigido en inmediaciones del reino de Israel, y que viene obstaculizando al susodicho reino el acceso directo a un mar de indiscutible valor turístico y económico, vale decir el Mediterráneo.
Al final de tan maravilloso encuentro, el nuevo emperador del mundo sugirió al fin una Solución Final (que sorprendió al mismísimo Benjamín I por su audacia), para deshacerse del malévolo y pestilente pueblo palestino. Desde la altura anaranjada de su admirable rostro, imbuido de su infinita sagacidad, el emperador pronunció al fin las luminosas palabras que nos llevarán por el recto camino de convertir un terreno ruinoso y semidesértico del tamaño de Washington (la capital del nuevo Orden Mundial), en un auténtico resort que, según sugerencias de un ilustre consejero del emperador (David M. Friedman, exembajador imperial) podría llamarse bien sea Mar-a-Gaza o Gaza-a-Lago. Naturalmente, según observó Donaldo el Supremo, en vista de que estos palestinos con apariencia humana, al no saber prosperar en tan valiosa franja de mar y tierra, han permitido que esta se convierta en una malsana sucesión de escombros carente de agua, de gasolina, sin hospitales, sin templos, sin césped, sin palmeras, sin hoteles e infestada además de peligrosos explosivos, en vista de lo anterior, y ¡por su propio bien!, es necesario hacer una expulsión de estos individuos, tanto de las mujeres, ancianos y niños aún vivos como de los varones jóvenes y adultos (terroristas en potencia todos ellos), que lamentablemente sobrevivieron a la purga reciente emprendida por los aliados del emperador, e invitarlos a desplazarse, por las buenas o por las malas, a otros más amenos lugares del orbe.
Es así que los bípedos palestinos serán conducidos (con el mismo respeto y miramientos con que se expulsa de EE UU o se interna en el campo de Guantánamo a los invasores ilegales de razas inferiores) a nuevos asentamientos o centros de rehabilitación laboral debidamente edificados y circundados por mallas, torres de vigilancia e infranqueables murallas en territorios de Egipto, Jordania, Libia y naciones aledañas, que acogerán con júbilo a estos molestos dos millones de humanoides. Ya una vez limpio de alimañas, ratas, sabandijas, camellos, mezquitas, minaretes, y en especial de estos vagabundos, será levantada frente al mar Mediterráneo una nueva Riviera del Naciente, donde podrán pasar sus vacaciones y días de ocio los más opulentos empresarios del universo mundo, empezando por los egregios duques de Musk, de Bezos, de Orbán, de Milei, de Zuckerberg, de Putin, de Meloni, sus convidados, compinches y descendientes.
Lo propuesto por Donaldo el Magnífico es absolutamente visionario y genial, pero adolece, en mi muy modesta opinión, de un innecesario gasto que, si velamos por la viabilidad financiera de ese maravilloso proyecto inmobiliario del Club Trump-a-Gaza, debería evitarse: la expulsión, deportación o reasentamiento de esos dos millones de especímenes pertenecientes, lamento tener que decirlo, a una raza y una religión intrínsecamente terroristas, resultaría demasiado onerosa para las arcas del imperio. Habiendo ya arrasado sus casuchas, cultivos y edificaciones, estando ya toda la Franja reducida a escombros, lo más adecuado sería construir cuanto antes un gigantesco molino de carne, huesos y ladrillos en el que se pudieran mezclar los escombros de las demoliciones tan eficaz y generosamente anticipadas por el enjundioso Benjamín I, con todos los cuerpos de estos dos millones de mamíferos de aspecto humano, de modo que el polvo y la carne, debidamente molidos, amalgamados y macerados, amontonados en grandes colinas composteras, constituyan (una vez las lombrices hayan hecho su paciente trabajo) el abono y la savia necesarios para los nuevos campos de golf, los jardines de ensueño, las palmeras y robles del Líbano con que se adornaría el soberbio complejo turístico de X-a-Gaza, o como queramos llamarlo.
Mediante esta Solución Final para un conglomerado humano que, al no haber sabido nunca encontrar un asentamiento digno y aseado sobre la tierra, lo más conveniente es que regrese a ella como humus fertilizante, los nuevos nobles de este mundo podrán al fin, en poco tiempo, tomar el sol libres de peligros y gente despreciable (mendigos, ladronzuelos, kamikazes congénitos) en medio de su bienestar y alborozo ocular. Sé que esta propuesta podría ofender todavía a algunos oídos que no se han acostumbrado aún al nuevo Orden del Mundo, pero bastará ver surgir la enorme belleza de los primeros campos de golf en Gaza y las primeras torres de Hoteles Trump para que se olviden de una vez y para siempre esos ridículos escrúpulos y prejuicios que en los tiempos antiguos llevaban el desagradable nombre de Derechos Humanos. Derechos Humanos, claro que sí, pero precisamente para Humanos, no para estos oscuros homúnculos de mera apariencia humana que todavía algunos se obstinan en llamar personas palestinas.
(Agradezco a don Jonathan Swift haberme permitido usar aquí algunas de las frases de su encomiable Una modesta proposición para evitar que los hijos de los pobres de Irlanda sean una carga para sus padres o su país y para hacerlos útiles al público).