“No se le pueden poner puertas al campo”: es lo que nos repitieron hasta la saciedad cuando empezó internet. Y eso que la historia del capitalismo es una historia de cercamientos, de privatización de lo común. Fueron más rápidos que nuestro espíritu crítico, las posibilidades de la inmediatez nos deslumbraron hasta cegarnos. Dejamos que esos avezados nerds se hicieran con las riendas del mundo y caímos todos en sus redes como moscas gracias a una droga infinitamente más efectiva que la heroína o la maría: el narcisismo, ese valor hegemónico en Occidente difundido por las más poderosas c...
“No se le pueden poner puertas al campo”: es lo que nos repitieron hasta la saciedad cuando empezó internet. Y eso que la historia del capitalismo es una historia de cercamientos, de privatización de lo común. Fueron más rápidos que nuestro espíritu crítico, las posibilidades de la inmediatez nos deslumbraron hasta cegarnos. Dejamos que esos avezados nerds se hicieran con las riendas del mundo y caímos todos en sus redes como moscas gracias a una droga infinitamente más efectiva que la heroína o la maría: el narcisismo, ese valor hegemónico en Occidente difundido por las más poderosas corporaciones. A ellos les sale a cuenta que no hagamos más que mirarnos el ombligo individual e individualista, sin atisbos de conciencia colectiva, que estemos pendientes de todas y cada una de las cosas que nos pasan y convirtamos cualquier particularidad, rasgo o diferencia en una identidad perseguida. Todas las particularidades, menos la pobreza, claro está; esa no existe, esa desaparece siempre detrás de los trucos de los ilusionistas.
La frivolización del pensamiento y el debate público son parte de la estrategia de distracción masiva. Se ha consumado la alienación a unos niveles inimaginables para los padres del socialismo, una alienación que nos ha llevado a aceptar la explotación monetaria de absolutamente todo, en un proceso de poner puertas a campos que escapaban al control capitalista. La intimidad, las comunicaciones interpersonales, los vínculos sociales, los espacios comunes libres. Lo demuestra el hecho de que esos nuevos señores feudales no han tardado ni dos segundos en quitarse las caretas del greenwashing, el pinkwashing o el purplewashing sorprendiendo a quienes se han tragado que el cambio social es disponer de emojis con manos de distintos tonos de piel o poder usar pronombres nuevos.
Sí, los amos más poderosos del mundo se han desprendido de todos los disfraces con los que habían pretendido disimular el ultraliberalismo antisistema con tintes psicopáticos del que están hechos. Avalados por los votantes, ya ni siquiera necesitan ser hipócritas. Se han descubierto, además, vengativos y tremendamente resentidos, tal como apuntaba Paul Krugman en su última columna en The New York Times. Han acaparado un poder económico descomunal, tienen en sus manos el destino de millones de personas, una influencia pantagruélica. Pero no les basta. Quieren ser admirados y amados por todos, reconocidos y adulados. Son narcisistas patológicos que contagian su trastorno a todo lo que tocan. Es hora de pensar cómo pararles los pies porque lo de los emojis de colores y los pronombres parece que no ha funcionado.