Sin buena política no habrá transición ecológica
La retirada de BlackRock del grupo comprometido con el objetivo de cero emisiones recuerda la importancia de los incentivos públicos para el sector privado
El gigante de los fondos de inversión BlackRock ha anunciado que abandona Net Zero Asset Managers, el gran grupo de inversión en industrias comprometidas con el objetivo de cero emisiones netas en 2050. Lo hace mientras Los Ángeles arde y el mismo día que Copernicus...
El gigante de los fondos de inversión BlackRock ha anunciado que abandona Net Zero Asset Managers, el gran grupo de inversión en industrias comprometidas con el objetivo de cero emisiones netas en 2050. Lo hace mientras Los Ángeles arde y el mismo día que Copernicus, el programa europeo de observación de la Tierra, ha certificado que 2024 ha batido récords de temperaturas por décimo año consecutivo, superando ya el umbral de 1,5ºC de incremento medio que el Acuerdo de París aspiraba a no traspasar. ¿Game over? No tan rápido.
Todos los años Larry Fink, presidente y director ejecutivo de BlackRock —más de 10 billones de dólares en activos—, envía una carta a los inversores para hacer públicas sus orientaciones, toda una declaración de intenciones y un termómetro que ningún inversor deja de leer. En 2020 el tema central de esta misiva fue el cambio climático y la necesidad de invertir en verde para favorecer la transición ecológica. Mencionaba medidas concretas que recogían la intención de BlackRock: “Haciendo de la sostenibilidad una pieza integral en la construcción de portafolios y el manejo del riesgo; desinvirtiendo en aquellas que presentan un alto riesgo relativo a la sostenibilidad, como productoras de carbón térmico; lanzando nuevos productos de inversión que filtren combustibles fósiles...”.
Esto ocurría mientras triunfaba una nueva versión de las políticas de responsabilidad social corporativa que buscaba ir más allá mediante la incorporación de lo que se conoce como criterios ESG (por sus siglas en inglés); es decir, compromisos en materia ambiental, social y de buen gobierno. No había compañía, fondo de inversión o ejecutivo que no incluyera estos principios en sus estrategias y análisis, ni escuela de negocios que no les dedicara una parte relevante de su temario.
Hace unos años algo empezó a cambiar. El trumpismo y sus aledaños vieron en la ESG un fantasma de la cultura woke y se lanzaron contra ella. Líderes políticos y empresariales alzaron la voz contra aquellos compromisos y los tildaron de herramienta política al servicio del fundamentalismo climático y de ese globalismo elitista que dicen combatir. El gobernador de Florida, Ron DeSantis, afirmó que los criterios ESG amenazaban “la economía estadounidense, la libertad económica individual y nuestra forma de vida”, los republicanos lanzaron una iniciativa en Nuevo Hampshire que preveía penas de hasta 20 años por guiarse por criterios ESG al gestionar fondos públicos, y los lobistas conservadores hicieron de esta batalla su ofensiva preferente. En lo que ya se conoce como ESG blacklash, la derecha norteamericana más radical ha utilizado desde acusaciones de greenwashing hasta unas supuestas pérdidas de rentabilidad, algo más que dudoso si se analiza el recorrido de los bonos verdes, que continúan al alza.
Todo esto ha resultado en presiones directas y en ocasiones amenazas a las corporaciones para que abandonen cualquier mención a estos criterios. El propio Larry Fink, el mismo que llamaba a desinvertir en aquello que supusiera un riesgo en materia de sostenibilidad, en posteriores cartas fue relativizando su compromiso, especialmente su énfasis en los aspectos climáticos, llegando a pedir en sus últimas misivas una ralentización de la transición.
Parece sensato pensar que al retroceso de BlackRock le seguirán movimientos similares de otras corporaciones. Sin embargo, conviene no sacar conclusiones precipitadas. Los inversores que decidieron apostar por esta línea, dirigir sus fondos a la economía verde y unirse a iniciativas de reducción de emisiones lo hicieron movidos por las interesantes ganancias que obtenían, y obtienen. Hoy, los beneficios están más en las energías renovables que en los combustibles fósiles; en la economía “verde” que en la “marrón”; en la movilidad eléctrica —miren a China o al propio Elon Musk— que en los motores de combustión. ¿Van a dejar de invertir en estos sectores si siguen obteniendo buenas rentabilidades? Parece, cuando menos, dudoso, mientras haya ganancias. Pero, ¿y si cesan, o pierden vigor?, ¿y si aparecen otros sectores más apetecibles? Aquí es donde reside el problema. La transición ecológica necesita no sólo mantener estas inversiones, sino acelerarlas y comprometerlas a medio y largo plazo. El problema no radica tanto en lo que el trumpismo pueda suponer de retroceso a corto —que está por ver—, sino en la incertidumbre que genera, algo que frena compromisos crecientes a largo e imposibilita la transformación.
Los discursos habituales de la transición ecológica dicen que ésta solo será posible si los gobiernos, el sector privado y la sociedad civil empujan en la misma dirección. Siendo esto cierto, es hora de establecer una prelación. El sector privado se moverá en función de los beneficios que obtenga, muchos de los cuales serán gracias a incentivos que solo los gobiernos pueden establecer, con el acuerdo, complicidad y empuje de la sociedad. Así, una de las lecciones que la victoria de Trump ya nos brinda es que, sin política, sin buena política, no hay transición posible, solo beneficios para los inversores… mientras no surjan opciones mejores.