Viejos y jóvenes de la izquierda española

Algunos ‘boomers’ glorifican el pasado en el que fueron una minoría lectora y radical, sin darse cuenta de que hoy está presente otra minoría, igualmente activa

Eulogia Merle

Cuando yo era joven, las cerezas eran más rojas, la nieve más blanca, los tomates más suculentos, la vida más lenta; había más invierno y menos avispas, menos contaminación y más solidaridad; la luna llena era más redonda y el hielo de la Antártida más espeso; éramos más respetuosos, más trabajadores, menos consumistas; leíamos más, nos rebelábamos mejor, peleábamos más nuestros derechos, éramos más de izquierdas.

Algunas de estas cosas son ciertas, otras no. Como envejecemos dentro de nuestros cuerpos, que son más bien romos, y llegamos siempre tarde a nuestros recuerdos, donde la lluv...

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Cuando yo era joven, las cerezas eran más rojas, la nieve más blanca, los tomates más suculentos, la vida más lenta; había más invierno y menos avispas, menos contaminación y más solidaridad; la luna llena era más redonda y el hielo de la Antártida más espeso; éramos más respetuosos, más trabajadores, menos consumistas; leíamos más, nos rebelábamos mejor, peleábamos más nuestros derechos, éramos más de izquierdas.

Algunas de estas cosas son ciertas, otras no. Como envejecemos dentro de nuestros cuerpos, que son más bien romos, y llegamos siempre tarde a nuestros recuerdos, donde la lluvia no moja y las avispas no muerden, acabamos poblando a destiempo experiencias que en su momento fueron banales o incluso desagradables: ese rojo que no vi —porque no ver es lo propio de la conciencia— reaparece resplandeciente en mi memoria: qué roja era mi sangre, qué verde era mi valle. Las cosas se viven en presente, pero existen solo en pasado. A medida que cumplimos años, con las fuerzas ya mermadas, dejamos de vivir y empezamos a existir. Este mecanismo subjetivo explica por qué en general, y con independencia del contenido de la experiencia, todos acabamos sintiendo nostalgia de nuestra juventud. No es malo ni necesariamente dañino. Que las cosas existan solo demasiado tarde, cuando ya no podemos vivirlas, es una tragedia trivial a la que es inevitable sucumbir y de la que solo podemos protegernos con un poco de distancia literaria. Cuando dejamos de vivir nos llega la existencia a borbotones y a la manera de una pérdida; de lo que se trata es de evitar complacerse en ella. Envejecer mal significa, en efecto, confundir esta existencia retrasada con la verdadera vida y experimentar con amargura la vida falsa de los demás, que naturalmente no nos comprenden.

Esta existencia subjetiva recoge toda clase de objetos: algunos reales y otros construidos o imaginarios. Es normal que en la memoria el rojo nos parezca más rojo y la vida más lenta, pero solo desde fuera de nosotros mismos, como historiadores o analistas, podemos discriminar entre dos épocas y dar a cada una de ellas lo que le corresponde más allá del gusto (y el dolor) que el sujeto encuentra en su repentina e inesperada existencia. Ni cualquier tiempo pasado fue mejor ni cualquier tiempo futuro es superior; ni todos los tiempos son iguales. Incluso si algunas de sus víctimas recordasen con nostalgia (como seguramente ocurre) la cochambre polvorienta del franquismo (porque es la única juventud y la única vida que tuvieron), solo la ideología fascista puede negar que la victoria de Franco en la Guerra Civil supuso un batacazo civilizacional del que España tardó décadas en recuperarse. ¿Pero por qué algunos boomers de izquierdas, coetáneos míos, recuerdan a los miembros de nuestra generación más cultos, más rebeldes, más activos y más comprometidos de lo que juzgan a los millennials y a los Z, algunos de los cuales son nuestros propios hijos?

El cuerpo genera dos fantasmas. Uno, si se quiere, diacrónico: el de esa “verdadera vida” que solo llega cuando ya no vivimos o solo vivimos a medias. El otro, sincrónico, tiene que ver con la ilusión de que los límites del mundo diminuto en el que nos movemos coinciden con los del mundo mismo. Es esta tendencia a la sinécdoque, instalada en la inmediatez de la experiencia, la que genera una especie de compañerismo universal, por ejemplo, entre los miembros de una secta o entre los participantes de una pequeña manifestación de protesta; y la que, en formato aún más claustrofóbico, lleva a un taxista madrileño a dar por supuesto que el cliente comparte su opinión atrabiliaria sobre el socialcomunismo de Perro Sánchez o al cuñado que todos llevamos dentro a pontificar durante la comida de Navidad sobre el veganismo: somos bastante incapaces de imaginar otros mundos y otras convicciones a partir de la órbita, más o menos angosta, que ciñe nuestro cuerpo. Cada uno de nosotros “representa” en cada momento de su vida a la humanidad en su conjunto. Somos España, la sociedad, el universo.

En el caso de los boomers de izquierdas que consideran a los jóvenes de hoy más sumisos, más individualistas y más proclives al autoritarismo que los de su época, digamos que se mueven, como los anfibios, en dos medios diferentes: se muestran rotundamente lúcidos respecto del presente, pero narcisistamente ciegos respecto del pasado. Han ocurrido muchas cosas en la última década y conviene sin duda no engañarse sobre la subjetividad neoliberal dominante, ni sobre el creciente voto juvenil a la ultraderecha, pero la comparación introduce una cojera engañosa entre los dos términos. Cuando los boomers de izquierdas —quiero decir— hablamos del presente hablamos de estructuras, relaciones de fuerzas, construcción social de subjetividades; cuando hablamos del pasado, en cambio, confundimos la minoría marginal a la que pertenecíamos en 1986 con la población en general. Cuando hablamos del pasado, nos ponemos a hablar de nosotros mismos y dejamos de hablar del mundo.

En los años ochenta una minoría, sí, leíamos sin parar, discutíamos de literatura y de política, nos organizábamos y nos rebelábamos sin introducir, por lo demás, efectos muy notables en la realidad; nos permitíamos ser muy radicales sin que nos metieran en la cárcel y muy sabios sin que nos acompañara nadie o casi nadie a la “verdad” atesorada en nuestras porciúnculas. Tuvimos que esperar de hecho al 15-M y al primer Podemos para incorporarnos a un “sentido común” oceánico que nos ignoraba y nos pasó por encima y que nos permitió, por primera vez, hacer política en serio. El batacazo luego fue mayúsculo, claro, y es normal que los que tenemos hoy más de sesenta años y nos ilusionamos entonces con ese acné primaveral tardío nos sintamos en el neonato 2025 particularmente desesperanzados. Pero no es justo que nos cebemos con los que nos sacaron de esa zona en penumbra y mucho menos con los que, más jóvenes aún, en medio de mayúsculas amenazas, tratan hoy de organizarse a su manera.

En los años ochenta del siglo pasado éramos una minoría bastante desnortada entre pasotas, oportunistas y vencidos. Una minoría parecida sigue existiendo en nuestros días bajo otras vestes, ahora afanosa entre salvajes digitales, influencers ególatras y trabajadores sin asidero. Esa minoría lee hoy las mismas obras que leíamos nosotros y quizás con mejor tino; son ecologistas y feministas; y tienen una visión de la política bastante más sensata, horizontal y democrática que la nuestra. Casi todos aquellos de los que aún aprendo algo en España son veinte años, y a veces cuarenta años, más jóvenes que yo: Clara Serra, Clara Ramas, Emilio Santiago, Pablo Batalla, Laura Casielles, Berta García Faet, Pablo Muyo, Antonio Sánchez, Antón Sánchez Testas, Eduardo Romero, Leila Nachawati, Germán Labrador, Miquel Missé, Elizabeth Duval, Israel Merino. (A esta lista incompletísima le faltan sobre todo muchas “desconocidas gigantes”). Todos ellos forman, sí, por desgracia, una minoría. Como lo éramos nosotros hace tres décadas.

¿Cuál es la diferencia? Nosotros éramos una minoría bastante fanática en una transición a la democracia; nuestros hijos son una minoría democrática en una transición global a la dictadura.

Los tiempos son peores; sus cerezas mucho más rojas.


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