‘Emilia Pérez’ o la redención del cliché

El éxito de la temporada es una de las películas más burdas y tramposas del siglo XXI, aunque las brillantes actuaciones de Zoe Saldaña y Karla Sofía Gascón permiten disfrazar un guion sin la menor autenticidad

Enrique Flores

Manitas del Monte, un sanguinario narco mexicano, soborna a una abogada joven e idealista para que lo ayude en su ansiada transición de género. Una vez que asume su identidad femenina, consagra su inmensa fortuna a localizar a las decenas de miles de desaparecidos que se acumulan en su país, al tiempo que cuida amorosamente de sus hijos —y de paso de su exesposa— e inicia un bello romance con una de las mujeres buscadoras a las que ha ayudado en el proceso. Todo ello envuelto en las lánguidas canciones —casi recitativos operísticos— y las lucidoras coreografías propias de la comedia musical. D...

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Manitas del Monte, un sanguinario narco mexicano, soborna a una abogada joven e idealista para que lo ayude en su ansiada transición de género. Una vez que asume su identidad femenina, consagra su inmensa fortuna a localizar a las decenas de miles de desaparecidos que se acumulan en su país, al tiempo que cuida amorosamente de sus hijos —y de paso de su exesposa— e inicia un bello romance con una de las mujeres buscadoras a las que ha ayudado en el proceso. Todo ello envuelto en las lánguidas canciones —casi recitativos operísticos— y las lucidoras coreografías propias de la comedia musical. De entrada, el proyecto suena tan inverosímil —tan arriesgado, según sus corifeos— que no podía sino convertirse en una obra maestra, como consignan los múltiples premios y nominaciones que recibe a mansalva. Despejada la cortina de humo, Emilia Pérez (2024) es justo lo que anunciaba su retorcido planteamiento: una de las películas más burdas y tramposas del siglo XXI.

No seré yo quien la descalifique con el pretexto de la apropiación cultural —siempre he creído en el derecho de cualquier artista a tratar cualquier tema— porque su director es francés o porque la mayor parte de sus protagonistas no sean mexicanas, si bien la polémica en torno al acento gringo de Selena Gomez —quien ya compartió el premio a mejor actriz en Cannes y está nominada a un Globo de Oro: doble disparate— no es menor. Semejante desdén hacia una lengua sería impensable si un director mexicano, Iñárritu, Cuarón o Del Toro, por ejemplo, hubieran filmado una película sobre los chalecos amarillos, el caos político desatado por Macron o la vida de Marine Le Pen y hubiera elegido a una actriz latina, con un obvio acento colombiano o argentino, para encarnar a una joven de París. No vayamos más lejos: en el terreno de la ópera, de donde proviene el musical, los cantantes pasan largas horas con coaches que les ayudan a pronunciar correctamente el italiano, el alemán o el ruso en aras del rigor artístico.

Tal vez sea así, invirtiendo el ejercicio en un juego de espejos, como mejor se revele la interminable serie de clichés que acumula Emilia Pérez: el hipotético proyecto de Iñárritu, Cuarón o Del Toro, atiborrado de actores y actrices hollywoodenses, grabado en un estudio en México donde, para no ensuciarse con la realidad, se reproduce la banlieu parisina —con un puñado de tomas aéreas de la Torre Eiffel— y que se presenta como un auténtico —y muy arriesgado, no lo olvidemos— retrato de los graves problemas que aquejan a los franceses, no habría pasado de ser una boutade recibida con carcajadas por los ejecutivos de cualquier estudio. La ocurrencia de Jacques Audiard, en cambio, ya le ha proporcionado el elogio unánime de la crítica europea y estadounidense, así como premios en Cannes y un palmarés que de seguro se incrementará en las alfombras rojas de Los Ángeles. ¿Qué hace que una de las películas más insensatas de nuestra época provoque tal entusiasmo? Me temo que otro cliché, en sentido inverso: si un enfant terrible del cine de arte francés se atreve a embarcarse en este colosal dislate latinoamericano —cuyas fallas se camuflan, como ha ocurrido tantas veces en la historia de la ópera, bajo el fulgor de la música—, el resultado tiene que ser por fuerza tan epatante como genial.

Si el México de Emilia Pérez no es sino un decorado exótico —en la vena la de la Sevilla de Bizet o del melifluo Le chanteur de Mexico, protagonizada por Luis Mariano (1956)—, la propia Emilia Pérez encarna los más torpes prejuicios en torno la transición de género, apenas salvados por el —aquí sí— minucioso trabajo actoral de Karla Sofía Gascón. Pero no basta con valerse de una potente actriz trans para desempeñar el papel de una mujer trans para construir un personaje creíble y profundo si el guion está plagado de clichés. El primero y más lamentable: antes de su transición, Manitas del Monte era un criminal violento y cruel; después, una mujer que solo se preocupa por su familia y, en un repentino afán de redención, dedica la fortuna que ha conseguido con el tráfico de drogas a ayudar a las madres, esposas e hijas de sus víctimas. ¿Por qué? Solo porque Audiard se lo dicta: siendo mujer, tiene que ser por fuerza maternal, romántica y buena.

Nos hallamos, otra vez, más cerca del travestismo que caracterizó la historia de la ópera —plagada de personajes que, para conseguir sus objetivos, se disfrazan astutamente de hombres o mujeres— que de una mirada seria a las identidades trans: asumir que, al llevar a cabo su transición, el macho salvaje y cruel que ha ordenado cientos de asesinatos se transforma de pronto en una mujer empática y comprometida con los más débiles supone un malabarismo narrativo imperdonable. A la postre, la redención de Emilia Pérez resulta tan falsa —y tan irrespetuosa para el espectador— como el acento de Selena Gomez o el falso empeño de Audiard por abordar, sin el menor conocimiento o empatía, el doloroso tema de los desaparecidos en México.

La última parte de la película es, acaso, la peor. En un decorado de cartón piedra —la glamorosa aliada de las madres buscadoras despacha en un oxidado galerón—, la trama rinde homenaje, sin demasiada conciencia, a las más ridículas telenovelas mexicanas de los setenta. Con su nueva identidad —a partir de aquí, espóiler—, Emilia finge ser la tía de sus hijos y regresa a vivir a México con ellos y su ex mientras vive su propia historia de purificación y amor verdadero. Cuando Jessi del Monte (sí: Selena Gomez) se enamora de otro narco y quiere llevarse a sus hijos con ella, Emilia no lo tolera, recupera sus aires criminales y melodramáticos y terminará encajuelada —otro inevitable cliché mexicano— y devorada por las fuerzas que ella misma ha desatado.

Nada funciona en Emilia Pérez, aunque las brillantes actuaciones de Zoe Saldaña —quien al menos afirma ser dominicana para justificar su acento— y Karla Sofía Gascón, así como los esmerados números musicales, permiten dar gato por liebre: un guion desprovisto de la menor autenticidad —de la menor verosimilitud, lo único que no se perdona en un buen relato— en donde la fórmula de llevar el cliché al paroxismo permite simular una intencionalidad política que esconde un puro oportunismo, una originalidad que parte de un impulso vano y superficial, una mirada de género que esconde un sesgo machista y un riesgo estético que no es sino un yermo artístico tan banal y hueco que solo podría sino triunfar en una era, dominada por la falsa autenticidad de Donald Trump, que a diario confunde la ficción con la mentira.


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