Tu coche, mi coche, nuestra catástrofe
Epítome del avance social transformado en ataúd, nuestra noción sobre el automóvil quizá se encuentre mutando de la máquina todopoderosa al veneno de la sociedad
Chirrían unas manivelas que rastrillan platos. Una rueda pinchada desequilibra la estructura. Hay piedras, cemento, cristales rotos y hasta objetos punzantes. Todos desatan una sobrecogedora sensación de decadencia. Los coches del artista alemán Wolf Vostell invaden el paisaje de Los Barruecos, en Cáceres, y nos trasmiten, desde su confección en torno a los años de la crisis del petróleo, una crítica de la modernidad y una invitación velada a seguir rompiéndolos. En efecto, dan ganas de continuar q...
Chirrían unas manivelas que rastrillan platos. Una rueda pinchada desequilibra la estructura. Hay piedras, cemento, cristales rotos y hasta objetos punzantes. Todos desatan una sobrecogedora sensación de decadencia. Los coches del artista alemán Wolf Vostell invaden el paisaje de Los Barruecos, en Cáceres, y nos trasmiten, desde su confección en torno a los años de la crisis del petróleo, una crítica de la modernidad y una invitación velada a seguir rompiéndolos. En efecto, dan ganas de continuar quebrando ventanas o rajando neumáticos, de participar en una creación que simboliza la destrucción, más allá del espacio que ocupan. Pienso en Vostell al contemplar las fotografías posteriores a la dana; hipnóticamente, he reiterado esa mirada al dique infranqueable que conformaron tantos coches apilados que nadie pudo circular, durante días, por algunas calles valencianas. Un amasijo de acero y plástico salpicado de vidrios hechos añicos bloqueaba el paso y escondía, en el peor de los casos, vidas dentro. Algunas personas fallecieron en sus coches, creyéndolos un lugar impenetrable por el agua que acabaría tragándoselos. Otras descendieron a los garajes para protegerlos de una inundación segura —el coche como el bien más preciado—, sin atender a la trampa mortal que se cernía sobre ellos.
Epítome del avance social transformado en ataúd, frontera entre zonas urbanas y tiempos, quizá se encuentre mutando nuestra noción de la máquina todopoderosa, más cercana, en el transcurso de estas inundaciones, al veneno que al antídoto. Afirmaba Marinetti en el manifiesto futurista que un “coche que ruge es más bello que la Victoria de Samotracia”. A lo largo de la primera mitad del siglo XX, buena parte del arte —especialmente las vanguardias— abrazaron la técnica y el fervor fósil como señales de progreso infinito comandado por el hombre. Elocuente es el manifiesto porque prioriza ese motor rugiente frente a la mismísima cultura griega, presunta cuna de la civilización occidental, pero no fue el único que lo reivindicó, asociado a valores como la libertad e independencia. El fascismo incorporó la innovación tecnológica y la velocidad en su ideario, y cuenta la leyenda que fue Mussolini quien impulsó la fabricación del Fiat Topolino para la clase obrera. Cuando ese coche llegó a España no tardó en causar furor, aunque, como explicó Carmen Martín Gaite, el término pasó a utilizarse para referirse a unos zapatos y las “niñas topolino”, ciertamente esnobs, se convirtieron en mujeres sospechosas de desafiar tímidamente el oscurantismo machista del franquismo. Para cuando apareció el Seat 600, ya se había establecido una correlación que aún perdura en nuestros imaginarios: a mayor consumismo —en cuyo seno destacan los rugidos a gasolina—, mayor percepción de libertad, a pesar de que no se sepa muy bien para qué (si la “libertad” consiste en conducir al trabajo, por ejemplo, habría que cuestionar las condiciones laborales y la mera transacción económica con nuestros cuerpos, no tanto el método de desplazamiento).
Han transcurrido varias décadas desde que aquellos vehículos se deslizasen entre las entrañas del deseo y, a decir de Pasolini, neutralizasen la diversidad cultural e ideológica para provocar una identificación totalizadora con los ideales de la clase dominante. No es casualidad que, desde la institucionalidad franquista, se atribuyese al Seat 600 la capacidad de “acabar con la amenaza comunista”; sin embargo, junto a sus habilidades políticamente desmovilizadoras, el coche-hijo del paradigma único fosilista actual, ha contribuido a modificar significativamente los patrones climáticos y ha moldeado nuestras subjetividades según sus humaredas y volantazos. La reconfiguración del espacio urbano en torno a los aparcamientos y las carreteras, de los centros de trabajo o los lugares residenciales en ciudades cada vez más dispersas, la asimilación de la rapidez o el individualismo… todo ello está relacionado con un encumbramiento del coche que ha fomentado una suerte de orfandad en la mera concepción de otros mundos posibles. No importa que, en la Unión Europea, mueran cada año cientos de miles de personas debido a la contaminación atmosférica —la cual alimenta el vehículo privado—, o que, cada año, nos estallen en las manos nuevos récords de temperatura o extinción de la biodiversidad, el coche renace de entre las cenizas, ineluctable y soberbio.
Así que tal vez vaya siendo hora de arrinconarlo y, encasquetado en su propia mole inservible, condenarlo al desguace de la historia. Permitiría nuevas posibilidades, pensar distintas formas de movilidad —o de estatismo casero—, aunando la conversación cartográfica a la configuración de la cotidianeidad: ¿se puede ir a la guardería caminando, a la oficina?, ¿cuántas horas de encierro al volante me ahorraría si las sustituyo por una apacible lectura en el tren?, ¿cuánto dinero, si comparto el vehículo? Como Vostell, podríamos desterrarlo al museo, y luego abrir alamedas, destripar el asfalto y plantar flores; que la próxima lluvia torrencial calase terrenos verdes en lugar de acelerar su pulsión de muerte sobre el asfalto. Más de un siglo de fascinación con un objeto incoherente en este contexto de emergencia climática ha sido suficiente; las fotos de Valencia, como un augurio, anuncian el destino de cuatro ruedas agonizantes.