Democracia, pluralismo y universidad pública
No se puede construir esa España que invoca el discurso patriótico conservador sin garantizar a los ciudadanos una educación superior bien financiada
Circunscribir el debate sobre la universidad pública a una pieza más del descarnado combate al que asistimos en nuestro país entre Gobierno y oposición, entre izquierdas y derechas, constituye una simpleza mayúscula. Las universidades públicas, por su misma naturaleza, tienen un perfil plural: no son un “nido de rojos”, ...
Circunscribir el debate sobre la universidad pública a una pieza más del descarnado combate al que asistimos en nuestro país entre Gobierno y oposición, entre izquierdas y derechas, constituye una simpleza mayúscula. Las universidades públicas, por su misma naturaleza, tienen un perfil plural: no son un “nido de rojos”, ni la izquierda mantiene su exclusivo control sobre las mismas. Son entes donde miles de personas de distintas adscripciones políticas —profesores, alumnos y personal administrativo— conviven por lo general de forma pacífica y civilizada. Argumentar en contra de estos términos supone desconocer la realidad de la enseñanza superior en nuestro país. En este sentido, las universidades públicas madrileñas no son ninguna excepción. El hacer diario de sus miles de profesionales y el alto nivel de exigencia planteado a su alumnado, sobre el que se sostiene este servicio esencial a la comunidad, demuestra que las “buenas prácticas” imperan sobradamente sobre las “malas prácticas”. Afortunadamente, estas últimas son la excepción. Pese a la pérdida de poder adquisitivo sufrido por su personal en los últimos lustros, y pese también a los constantes y sangrantes recortes presupuestarios, las universidades públicas madrileñas han logrado mantenerse en pie. Pero todo tiene un límite, de modo que, si no se actúa rápido, el sistema público de enseñanza en la Comunidad de Madrid colapsará en breve. Y estamos hablando de las universidades de la capital de España, que por muchos motivos (investigación, publicaciones, proyección internacional, impacto general de su acervo científico…) ocupan posiciones de liderazgo en el conjunto del país.
¿Con qué cara les voy a seguir contando a mis alumnos que la educación pública ha sido históricamente el cimiento esencial de toda sociedad democrática pluralista? ¿Será creíble a partir de ahora mi discurso de que la Universidad de todos es la que garantiza la verdadera igualdad de oportunidades con independencia del origen social de cada cuál? ¿Cómo convencer a la autoridad política competente de algo tan básico como que sin la enseñanza pública la democracia tendrá sus días contados?
Entre otras cuestiones, a mis alumnos de Ciencias Políticas y de Relaciones Internacionales les cuento los orígenes del Estado de bienestar en Europa y para ello me remonto nada menos que al canciller conservador Otto von Bismarck, el padre de la unificación alemana y, entre otros impulsos, agentes y circunstancias, pionero también de las políticas sociales en su país. Esto último causa más de una sorpresa entre los estudiantes, hasta que entienden que esa vertiente del canciller reaccionario —por contradictoria que pueda parecer a primera vista— fue clave en la construcción de su nación tras décadas de guerras y convulsiones sin cuento. ¿Se puede construir esa España tan invocada en el discurso patriótico de nuestros conservadores sin garantizar a los ciudadanos una buena, plural y bien financiada formación superior? ¿Con qué bagaje van a sobrevivir nuestros connacionales sin recursos en un mundo tan competitivo y globalizado como el que nos ha caído encima?
Idéntica actitud de asombro ante la cita del canciller alemán se observa en clase cuando se advierte a los alumnos de que, aunque el impulso de lo público guardó estrecha relación con las estrategias históricas de eso que llamamos socialdemocracia, después de 1945 los partidos conservadores de la Europa occidental hicieron suyo el grueso de tales políticas conducidos por líderes sensatos y plenamente identificados con los valores democráticos: Adenauer, De Gasperi, De Gaulle, el mismo Winston Churchill... Es decir, los traumas de la guerra, el convencimiento de que había que dejar atrás las pulsiones revolucionarias y radicales de toda laya típicas de la primera mitad del siglo XX, llevó al establecimiento de unos consensos básicos entre izquierdas y derechas que resultaron decisivos para la supervivencia de las democracias occidentales —a pesar de la Guerra Fría— en las décadas siguientes. Tales consensos propiciaron que las universidades dejaran de ser espacios elitistas, permitiendo el acceso a sus aulas a millones de ciudadanos europeos, hombres y mujeres, procedentes de las clases medias e incluso de las clases asalariadas más modestas.
Los líderes de los partidos conservadores del momento demostraron una inteligencia política y una capacidad para construir consensos que hoy se echan en falta en los herederos lejanos de aquel universo ideológico. Esa inteligencia, su pragmatismo y su moderación les condujo a hacer suya la idea de que la democracia pluralista exigía pactos sobre cuestiones esenciales entre los distintos agentes políticos y sociales para garantizar su preservación. Y el consenso pasaba necesariamente por preservar lo público. Aunque sólo fuera por su propio interés, pero también por sincero convencimiento, los conservadores de aquella larga posguerra mantuvieron tal posición, lo cual se tradujo en unos enormes réditos electorales para sus formaciones partidistas, de ahí su permanencia en el poder durante largos lustros, los mismos en los que el Estado de bienestar experimentó su mayor desarrollo, a la par que se asistía a un crecimiento económico sostenido que se prolongó durante casi 30 años de manera ininterrumpida (“los 30 años gloriosos”).
Cabe recordar, por tanto, que lo público no es patrimonio exclusivo de nadie, como tampoco las universidades. Lo público es patrimonio de todos los ciudadanos. ¿Qué tipo de sociedad vamos a construir si no cuidamos la enseñanza pública superior? ¿Cómo vamos a garantizar la igualdad de oportunidades si dejamos morir las universidades públicas en Madrid o en otros lugares? ¿Son las universidades privadas, cada vez más abundantes, la alternativa cuando están concebidas más como un negocio que como centros de formación y de investigación? ¿Cómo vamos a garantizar la integración de esos millones de emigrantes que, procedentes de sitios tan dispares, nos ayudan a mantener en pie nuestra economía y nuestro sistema de bienestar?
Bien es cierto que, si la universidad pública se considera obsoleta, ciérrese sin más. Pero atengámonos a las consecuencias. Si queremos una sociedad más polarizada donde la igualdad real de oportunidades no esté garantizada, una sociedad más individualista y egoísta, más conflictiva y menos sensible a las injusticias, donde la educación sea patrimonio sólo de los más favorecidos, la estrategia de adelgazar lo público es el camino correcto. Ahora bien, que nadie se llame a engaño cuando la bomba social de relojería estalle. Para entonces ya será tarde y que cada cual apechugue con sus responsabilidades… si es que para entonces hay alguien que se las pueda demandar.
Confieso que el que suscribe, procedente de una familia numerosa de clase media, con un padre pluriempleado desde que es factible recordar, difícilmente hubiera accedido a los estudios superiores sin la universidad pública. Esa misma universidad, en este caso la Complutense, donde a diario imperan las “buenas prácticas” sobre “las malas”, donde a su profesorado se le plantean unos niveles de exigencia durísimos, y donde, pese a una muy deficiente remuneración, sus profesionales se empeñan día a día, silenciosamente y con modestia, en servir a sus conciudadanos. Por supuesto que hay muchas cosas mejorables, eso nadie lo discute, pero no tiremos por la borda de la demagogia algo que tanto tiempo ha costado construir y que tan fundamental resulta para la salvaguardia de nuestra convivencia democrática y de los valores inherentes a la sociedad abierta.