Neovictorianos
La sobreinformación, la búsqueda de lo espiritual y lo rural que trajo la revolución industrial y tecnológica en el paso del siglo XIX al XX tiene elementos comunes con lo que sucede en nuestros días
Hace unas semanas dejé lo que una vez fue Twitter. Razones no me faltaban. ¿Que cada vez que emites un enunciado te intente rebatir un nazi? ¿Que está gestionada por un ultraderechista que amenaza las ya maltrechas democracias alrededor del mundo? The Guardian ...
Hace unas semanas dejé lo que una vez fue Twitter. Razones no me faltaban. ¿Que cada vez que emites un enunciado te intente rebatir un nazi? ¿Que está gestionada por un ultraderechista que amenaza las ya maltrechas democracias alrededor del mundo? The Guardian ha anunciado a sus lectores que renuncia a publicar noticias en sus cuentas oficiales en X tildándola de “tóxica” y aduciendo que los perjuicios de estar en ella “pesan más” ahora que los beneficios. Leo que se le están sumando muchos otros medios. Lamentablemente, para ser sincera, no fueron ninguno de estos validísimos argumentos. Sencillamente, desde hace unos meses, cada vez que entraba en esa red social acababa con un regusto de ceniza en la boca, que en los últimos días había devenido en malestar, y este, en ansiedad.
Se ha hablado mucho de cómo la aparición, primero de internet y después de las redes sociales, está modificando nuestra relación con el mundo, nuestra capacidad de atención y quizás, nuestras conexiones neuronales en sí. Pero cada vez más, lo que viene a mi cabeza es el ennui decimonónico que atacó a muchas personas durante la revolución industrial y tecnológica que precedió a nuestra época. Y no dejo de pensar que ambas revoluciones han sucedido durante los cambios de siglo.
Recapitulemos: a finales del siglo XIX, asistimos a la proliferación de concentraciones urbanas, que devienen también lo que ahora muchos considerarían una “creación de contenido” masiva. A finales de ese siglo, brotaron obras de teatro día y noche para entretener a tanto urbanita. Se vivió también el momento dorado de la prensa escrita, con información constante que implicó la circulación de periódicos matinales y vespertinos. Y, por supuesto, la revolución que implicó la invención del teléfono, que podía sonar a cualquier hora, en cualquier parte. Añadamos a eso una nueva noción de velocidad con el ferrocarril, el coche, la electricidad, y la posibilidad de más información aún con la popularización del telégrafo. A todo esto hay que sumarle la invención de la imagen en movimiento con la aparición del cine. En pocos años, el ser humano pasó a tener una enorme cantidad de estímulos para la cual no había ningún tipo de precedentes. Durante unos años, la sobrecarga de información implicó que muchos neurólogos alertaran de una oleada de crisis nerviosas provocadas por esta sobre estimulación constante.
¿Estaremos, pues, viviendo una repetición? ¿Es la sobreinformación un mal de nuestro tiempo que ya se ha vivido anteriormente? Pensando en la coincidencia finisecular entre el paso del siglo XIX al XX y el del XX al XXI, me di cuenta de que hay muchos más rasgos que nos unen con el pasado. Si durante esa primera oleada a finales del siglo XIX la revolución de información coincidía con el movimiento romántico y la era victoriana, nuestra era repite varios elementos que podríamos bautizar como neovictorianismo. La ruptura estética y de valores que supuso la consolidación de esa primera nueva era dio como fruto la búsqueda de lo sobrenatural y el ocultismo en lo espiritual, que ahora vemos prácticamente calcado y repetido en el auge contemporáneo del tarot, las constelaciones y las nuevas espiritualidades. Si la generación de Sir Arthur Conan Doyle contactaba con espiritistas para buscar a sus muertos, a día de hoy, la popularización del tarot, el ocultismo y la brujería como elemento creativo y de exploración espiritual está a la orden del día en redes para la generación Z.
También tenemos a los neorurales. Ante la claustrofobia de las ciudades, tanto en la era victoriana como ahora, se ha generalizado también una búsqueda de la naturaleza como posibilidad idílica tanto en la realidad como en la ficción. En la actualidad tenemos más novelas y películas ubicadas fuera de la ciudad que nunca. En los últimos tiempos hemos asistido a la necesidad utópica del campo como vía de escape, como lugar para fundar nuevos mundos. La pandemia de la covid-19 precipitó una huida al campo de muchas familias y parejas que parecía funcionar como un espejo de lo que ya había sucedido un siglo antes. Recordemos como a partir de 1848, la creación del movimiento estético prerrafaelita idealizó lo natural como antagonismo a una industrialización salvaje en la que el capitalismo daba sus pasos ya firmes. En la actualidad, los urbanitas contemporáneos que buscan pueblos para una vida y un ritmo más sencillos no se diferencian tanto de Rossetti y sus pinturas de Proserpina o la Pia de Tolomei, pelirrojas bucólicas entre flores y castillos medievales, que buscan recuperar un pasado mítico, perdido, que en realidad nunca existió.
Por supuesto esto tiene una deriva estética y artística importantísima: lo gótico, es decir, el romanticismo y el terror exacerbados, nos ofrece mundos en los que tanto el campo —pensemos en Cumbres borrascosas, de Emily Brönte—, como la casa o el castillo —recordemos a Edgar Allan Poe y su Caída de la casa Usher— son espacios siniestros, en los que nuestra mente desaforada puede plasmar sus fantasías. Tanto la casa gótica que representa todas nuestras pesadillas, como cualquier desviación de la tecnología que crea monstruos cuando la humanidad interviene en la naturaleza —pensemos en Frankenstein, de Mary Shelley— acaban estando permanentemente presentes en la ficción del momento. ¿A día de hoy? Como tan bien explicaba la periodista Noelia Ramírez en enero, Pobres criaturas, True Detective y cualquier novela de Mariana Enríquez o Mónica Ojeda actualizan la ficción gótica y su estética a la contemporaneidad.
Habrá quien busque en el titular de esta tribuna alguna referencia a la sexualidad. Se nos insiste últimamente, una y otra vez, que vivimos una nueva era victoriana en la que la moralidad sustituye a la ética y en la que la denuncia sin fundamento —algo que denominan “linchamiento”— provoca una histeria colectiva, propia de épocas de cazas de brujas de otros siglos. Este nuevo puritanismo o neovictorianismo al que se refieren quiere remitir a la obsesión de la reina Victoria por mantener las formas, el recato y, en definitiva, por la represión sexual, que no debemos olvidar, afectó especialmente a las mujeres.
Pero la era victoriana está marcada también por la aparición de uno de los movimientos sociales más importantes de los siguientes siglos, el que buscó la igualdad de representación en todos los aspectos de la vida para las mujeres. Las sufragistas, las protagonistas de la primera oleada feminista, pelearon durante finales del siglo XIX y principios del XX por los derechos que ahora disfrutamos: el derecho a voto y a una educación superior, entre otros. Para ello soportaron amenazas de muerte, cartas de odio, acoso físico y muchas otras vejaciones. La ligazón entre derechos de la mujer y mojigatería aparece en este momento: las sufragistas reclamaban el derecho a su propio cuerpo, y por tanto a poder renunciar a la obligación de mantener relaciones sexuales con el marido si no eran deseadas, además del creciente problema de las enfermedades venéreas que sufrían cuando sus esposos visitaban los burdeles. Pero no por ello estas activistas renuncian al placer. Como cuenta la académica Gillian Murphy, eran comunes en las publicaciones sufragistas testimonios como el siguiente: “En estos debates modernos sobre sexo, la gente tiende demasiado a centrar la atención en la paternidad y a olvidar el aspecto más importante de la cuestión: la pasión humana del amor.”
Compartimos momentos finiseculares en los que constantemente se habla de las luces y las tinieblas. Se mezclan magia, ciencia, arte y cuerpos. Quizás, en este neovictorianismo tengamos, una vez más, la noción de que es el mejor de los tiempos y el peor de los tiempos posible.