Los Siete Magníficos de la tecnología contra los Estados

Los Gobiernos están perdiendo frente a un puñado de multinacionales el monopolio del poder en áreas que afectan tanto a nuestra vida diaria como a la seguridad internacional

Sr. García

Mientras leen estas líneas, los astronautas de la NASA Barry Wilmor y Sunita Willliams se encuentran flotando en el ingrávido espacio sideral, pendientes de ser recogidos y traídos de vuelta a la Tierra. A principios de junio partieron hacia la Estación Espacial Internacional para una misión de ocho días de duración....

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Mientras leen estas líneas, los astronautas de la NASA Barry Wilmor y Sunita Willliams se encuentran flotando en el ingrávido espacio sideral, pendientes de ser recogidos y traídos de vuelta a la Tierra. A principios de junio partieron hacia la Estación Espacial Internacional para una misión de ocho días de duración. Debido a problemas técnicos con la nave que iba a transportarlos, el Starliner de Boeing, se han quedado varados en órbita, donde permanecerán hasta febrero del próximo año, momento en el que acudirá a su rescate un vehículo de SpaceX, la empresa aeroespacial de Elon Musk. En esta situación, no sé qué resulta más inquietante, si la agónica espera de la tripulación, que por otra parte se encuentra en buena forma física y predisposición, o el hecho de que la agencia gubernamental norteamericana solicite ayuda in extremis al hombre más rico del mundo.

La noticia ilustra la creciente dependencia de los Estados de las grandes compañías tecnológicas —Alphabet, Amazon, Apple, Meta, Microsoft, Nvidia y Tesla— conocidas como los Siete Magníficos, en referencia al western de los años sesenta. Ubicuas en la vida cotidiana y emergentes en sectores tradicionalmente adjudicados a la competencia pública, su valor de mercado no ha dejado de aumentar desde la pandemia de la covid. Según el portal Statista, en lo que va de año, la capitalización bursátil de las 10 primeras compañías tecnológicas es de 17,4 billones de dólares, cifra que supera la suma del PIB de Alemania, Japón, India y Francia juntas, y se aproxima a los 18,5 billones de dólares del PIB de China. Solo Apple tiene un valor de mercado de 3,4 billones de dólares, equivalente al PIB del Reino Unido.

En política, la influencia de las multinacionales de la tecnología, las big tech, las está convirtiendo en poderosos árbitros de áreas tan dispares como las prestaciones sociales, donde utilizan su “omnipresencia y omnipotencia” para servir sus propios intereses, en lugar de promover la innovación, (Khanal, Zhang, Taeihagh). O en las campañas electorales, la de 2016 en Estados Unidos, al permitir injerencias rusas en contra de Hillary Clinton, y a día de hoy con el apoyo declarado de Musk a Donald Trump. Y los conflictos internacionales. En la guerra de Ucrania, el magnate de la red social X ordenó apagar la red de comunicaciones Starlink para impedir el ataque de drones ucranios contra buques de guerra rusos. Según cuenta en su biografía, la decisión de Musk fue precedida del interrogante “¿Cómo soy yo en esta guerra?”, reflexión y decisión en la que se atribuye una función propia de los poderes soberanos, decidir sobre la guerra y la paz. Casi habría que agradecerle su promiscuidad política y comportamiento errático —de “misil geopolítico a la deriva” lo ha tildado el columnista Gideon Rachman—, que han hecho saltar las alarmas sobre la cuestión de dónde reside el poder de mando en las decisiones estratégicas.

Frente a las corporaciones tecnológicas, los Estados están perdiendo el monopolio del poder en áreas tan comprometidas como la inteligencia. Estas saben más sobre la media de los individuos que las agencias estatales. El funcionamiento intrusivo de las nuevas tecnologías se adentra en nuestro quehacer diario y nos hace cómplices de lo que la socióloga Shoshana Zuboff ha llamado el “capitalismo de la vigilancia”. Las multinacionales están adquiriendo por derecho propio competencias en seguridad internacional, hasta el punto de proponer iniciativas como la Convención de Ginebra Digital de Microsoft o el Foro Mundial de Internet contra el Terrorismo (GIFT, por sus siglas en inglés) en el que participan Facebook, Twitter/X, o YouTube. De ahí que los países estén concediendo trato de Estado soberano a las empresas de Silicon Valley al nombrar embajadores digitales para establecer relaciones formales con ellas. Dinamarca fue la primera nación en dar este paso en 2017.

Podríamos seguir elaborando una larga lista de ejemplos en ámbitos que alcanzan lo público y lo privado, lo supranacional y lo personal. Habitamos un nuevo mundo en el que pasamos cada vez más tiempo. Desde el que nos relacionamos, adquirimos ideas y conocimiento, movilizamos recursos y proyectamos. Un “lugar” digital, que es en sí mismo un nuevo territorio, un terreno intangible que actúa sobre la realidad material y tangible de las personas. Que desafía la soberanía de los Estados nación —la fuente de autoridad que predomina sobre un territorio—, porque una parte importante de nuestra existencia está emigrando hacia el espacio digital que capitanean las corporaciones privadas. Estas han dejado de ser meros actores tecnológicos y han pasado a formar el escenario en el que tiene lugar la acción.

Estados Unidos y la Unión Europea están buscando formas de regular la industria tecnológica, frenar la concentración de poder y acotar su descomunal tamaño. En una ofensiva reciente, Apple y Google están siendo objeto de escrutinio —y condena— a ambos lados del Atlántico, acusados, entre otros, de prácticas monopolizadoras. Pero el tiempo juega a favor de Silicon Valley. Hasta los gobiernos con más recursos y capacidad regulatoria, adolecen de lentitud burocrática. Desde que la Unión Europea sancionase a Apple por el impago de impuestos a Irlanda hasta el reciente fallo del Tribunal de Justicia de la UE han pasado ocho años, tiempo durante el cual la compañía ha consolidado su posición. Las multinacionales cuentan además con otras ventajas sobre los Estados: infraestructuras técnicas muy avanzadas, la capacidad de captar el talento humano mejor formado, una fuente inagotable de capital y la formación de lobbies que presionan para preservar su impunidad fiscal e influir en la legislación. Un círculo vicioso que refuerza su poder. Todo lo dicho hasta aquí, es decir, la preeminencia cuasi hegemónica de las big tech se intensificará de modo exponencial en la era de la inteligencia artificial generativa y la computación cuántica, cuya capacidad de disrupción masiva ni siquiera acaban de comprender bien los científicos que trabajan en ella.

Visto lo cual, es comprensible que la rivalidad entre Washington y Pekín se defina en términos de una Guerra Fría Digital. Desde antiguo la ventaja sobre las tecnologías ha decantado la victoria de los imperios. Así, la administración norteamericana ha puesto en marcha un desacople parcial de Pekín en las tecnologías consideradas estratégicas, con medidas como las restricciones a la venta de semiconductores avanzados, las políticas arancelarias, y las ingentes inversiones para atraer I+D. Por su parte, Xi Jinping, un ferviente tecno-nacionalista, busca convertir al país en la primera potencia científica del mundo y liderar la llamada “cuarta revolución industrial”. Esta sería la clave obtener una supremacía económica, militar, incluso ideológica. Tal y como lo hizo Inglaterra en el siglo XVIII. Ahora bien, si la ascendencia sobre las tecnologías digitales escenifica la lucha por la hegemonía global de las dos superpotencias ¿Cómo se puede pasar por alto el riesgo que representa la posibilidad de una plutocracia global sobre la base del dominio de la IA?

Al igual que en otras épocas, el pensamiento político y jurídico tiene ante sí la tarea de redefinir conceptos que se han quedado obsoletos, elaborar otros nuevos que aborden el nuevo paradigma. Que permitan a los Estados afirmarse sobre el universalismo de las corporaciones tecnológicas, antes de que estas hagan prevalecer su autoridad.

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