Europa subcontrata el maltrato a los inmigrantes

Bruselas es responsable de lo que Turquía hace en su nombre al aplicar la política migratoria comunitaria

Un operario trabajaba a finales de septiembre en la reparación de la valla del centro de deportación de extranjeros de Arnavutköy, en Estambul.Bülent Kiliç

La Unión Europea no puede ignorar por más tiempo el uso que se hace de sus fondos como parte de los acuerdos migratorios que ha firmado con terceros países. Una investigación de varios medios, entre ellos EL PAÍS, revela que Turquía ha creado una vasta red de centros de internamiento y deportación financiados con dinero europeo. Son centros donde se violan sistemáticamente los derechos de los extranjeros, se somete a los detenidos a todo tipo de abusos y se les retiene hacinados en condiciones insalubres. Finalmente, se les expulsa a países como Afganistán y Siria, que no ofrecen las mínimas garantías de seguridad. También se han documentado y denunciado detenciones masivas y traslados forzosos desde Marruecos, Mauritania y Túnez, con los que la UE tiene convenios similares.

En lugar de asumir su responsabilidad sobre lo que sucede en Turquía, Bruselas escurre el bulto esgrimiendo que la protección de los derechos de los migrantes es competencia de Ankara. Tal actitud, de un cinismo indigno de la Unión Europea, resulta doblemente preocupante porque se refiere a un modelo que la Comisión quiere reforzar en el segundo mandato de Ursula von der Leyen. Por la vía colectiva o bendiciendo iniciativas individuales como la de Italia, que este lunes envió a un campo de internamiento en Albania un primer barco militar con náufragos rescatados en el Mediterráneo.

Desde 2016, cuando, en lo más crudo de la guerra de Siria, Turquía y la Unión firmaron su primer acuerdo para frenar la inmigración, el Gobierno de Erdogan ha recibido más de 11.500 millones de euros. En teoría, se trata de ayudas para atender las necesidades de los refugiados que llegan a suelo turco y favorecer su integración mientras se tramitan sus solicitudes de asilo. En la práctica, sin embargo, lo que se hace es externalizar la gestión migratoria en la frontera oriental de Europa, creando un dique de contención en territorio no comunitario.

En estos ocho años, el número de centros de detención y deportación se ha multiplicado en Turquía, y aunque Bruselas solo reconoce que ha financiado una parte, el apoyo económico de los Veintisiete llega a casi todas las instalaciones existentes mediante el pago de suministros o la contratación de personal. Solo eso sería suficiente para denunciar por qué se emplea el dinero europeo en centros donde la violencia desempeña un papel clave para quebrar la voluntad de los detenidos y cuyas condiciones de hacinamiento —la capacidad de la red no llega a 19.000 personas, pero cada mes son detenidos entre 15.000 y 25.000 extranjeros— y de falta de higiene desata epidemias constantes, de sarna a tuberculosis.

Las instituciones europeas no pueden esgrimir desconocimiento de lo que pasa con los acuerdos que promueven y firman. Tampoco los gobiernos que las sustentan. Hay multitud de informes de organizaciones de derechos humanos —turcas y del resto del mundo—, sentencias de los tribunales de Turquía y Estrasburgo o informaciones como las publicadas por EL PAÍS que no dejan lugar a dudas.

Bruselas debe garantizar que el trato a los migrantes cumple con las normas europeas sobre derechos humanos. Dentro de sus fronteras y fuera de ellas cuando se usen sus fondos. Sería bueno que las audiencias al nuevo equipo de comisarios —que se celebrarán en noviembre— sirvieran para exigir rigor y transparencia en el uso digno de los miles de millones de euros destinados a inmigración. Subcontratar el horror no es compatible con los valores que Europa dice defender.

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