La vieja crueldad presume de juventud
A lo largo de la historia, las potencias y los individuos se muestran despiadados cuando se sienten inestables: al empezar su ascenso y al dar señales de declive
Si en el principio fue la palabra, pronto vieron la luz el cliché y el exabrupto. El lenguaje, que brota detrás de los dientes, puede nacer afilado o mordedor. Hoy, ciertos discursos públicos exhiben una crueldad descarnada y descarada, en nombre de la sinceridad, el coraje, la autenticidad y el cambio. Frente a la aburrida moderación de los tibios, contra su soporífera idea de medir cada frase, prefieren decir las cosas como son —como ellos creen que son, claro—, aunque sus voces feroce...
Si en el principio fue la palabra, pronto vieron la luz el cliché y el exabrupto. El lenguaje, que brota detrás de los dientes, puede nacer afilado o mordedor. Hoy, ciertos discursos públicos exhiben una crueldad descarnada y descarada, en nombre de la sinceridad, el coraje, la autenticidad y el cambio. Frente a la aburrida moderación de los tibios, contra su soporífera idea de medir cada frase, prefieren decir las cosas como son —como ellos creen que son, claro—, aunque sus voces feroces abran heridas, generen odio o hagan sufrir. Con calculada pose, esta violencia verbal presume de ser espontánea, genuina, joven, diferente, deslenguada.
Sin embargo, la estrategia en cuestión no es en absoluto novedosa. De hecho, recupera la versión más arcaica y primitiva del poder. Cuando los líderes de cualquier sigla o siglo arremeten contra quienes piensan distinto, incluidas personas vulnerables, convirtiéndolas en ladronas del esfuerzo ajeno o parásitas del bien común, están reviviendo un largo pasado de intimidación. Y, al hacerlo, la brutalidad de todos los matones —desde el patio del colegio a las guerras que nos afligen— parece quedar justificada y consagrada. La chirriante expresión “crueldad innecesaria” desliza la pérfida idea de que alguna vez puede ser necesaria.
En las civilizaciones más antiguas, la humillación y la arbitrariedad eran atributos del poder y, además, estrategias para escenificar poderío. Se desplegaban como demostraciones jerárquicas de fuerza y estatus. Emperadores, faraones y reyes hacían gala de su dominio blandiendo el cetro sin piedad, y los dioses eran temidos por su cólera. Así escribía el profeta Isaías: “Ya viene el día del Señor, implacable, con furia y ardiente ira, para convertir la tierra en un desierto”. La rabia que irradian ciertos poderosos no es nueva, sino un viaje en el tiempo a las formas más ancestrales de dominio.
Nuestros antepasados griegos acuñaron el concepto hybris, que significaba arrogancia y exceso. Describía una pasión violenta inspirada por la diosa de la obcecación, Ate, que arrastraba a los héroes y los poderosos a avasallar al prójimo. Esos atropellos tenían consecuencias desastrosas y eran castigados por otra diosa, Némesis, encargada de vengar a los agraviados y restablecer el equilibrio. La tragedia griega representó a menudo este círculo diabólico de poder, soberbia, ceguera, error fatal y caída. Para la mentalidad clásica, la prudencia era la virtud intelectual necesaria para adaptar la propia actuación a la invariable complejidad de las circunstancias.
Una de las indagaciones más perturbadoras sobre la ebriedad del poder fue el famoso experimento de psicología social de Philip Zimbardo en 1971. Reclutó para su investigación a 24 jóvenes sanos y de clase media, y acondicionó como prisión uno de los sótanos de la Universidad de Stanford. Los voluntarios fueron asignados a dos grupos por sorteo: guardias y prisioneros. Todo era una escenificación, y los participantes lo sabían, pero pronto las vejaciones hacia los reclusos se volvieron reales. Les negaban la comida, los obligaban a permanecer desnudos, los ridiculizaban o les impedían dormir. Los empujones y zancadillas eran constantes. Tras varios días, el profesor puso fin al estudio para evitar que los guardianes acabasen entre rejas. Aquel episodio dejó hondas huellas psicológicas en los voluntarios: muchos de ellos no saben aún hoy explicar por qué aquella ínfima cuota de poder les impulsó a comportarse así. La transformación de un grupo de jóvenes corrientes en matones sucedió de manera pasmosamente natural. La publicación del estudio, en plena guerra de Vietnam, tuvo un gran impacto en la sociedad estadounidense.
Nuestros remotos antepasados sabían que quien disfruta de mando o éxito absoluto se desliza por una pendiente peligrosa hacia el orgullo y el atropello. Tanto en el paganismo como en el cristianismo hubo voces innovadoras —esas sí— que defendían una forma distinta de gobernar. Ya el poema de Gilgamesh narra el camino del protagonista desde la arrogancia y el abuso hasta la sabiduría. Al comienzo, Gilgamesh, rey de Uruk —en el actual Irak—, es un joven soberbio y un soberano tiránico. Convertido en un monstruo egoísta, oprime a su pueblo porque nada puede interponerse ante sus deseos. Sus súbditos claman al cielo y su llanto es atendido. La gran Diosa Madre crea a un hombre a partir del polvo: Enkidu, tan fuerte como Gilgamesh, pero de una extraordinaria inocencia. La amistad con él significa para el rey feroz una iniciación a la camaradería. Los dos emprenden un gran viaje, una aventura que navega entre pérdidas, duelo, fracasos y lecciones de humildad. El protagonista regresa sabiendo que ni el monarca más triunfador puede impedir la muerte de sus seres queridos o la suya propia. Al final, Gilgamesh se comporta como un rey compasivo y logra “cerrar las puertas del dolor”. Ha aprendido a gobernar —a su ciudad y a sí mismo— sin violencia, sin egoísmo y sin los arrebatos de un corazón incapaz de descanso. Paradójicamente, se vuelve más poderoso al comprender que no es inmortal ni extraordinario. Su recuerdo perdura porque supo reconocerse como perdedor.
Esta evolución histórica encuentra un nuevo hito en la Biblia, que transita del Dios de la venganza al Sermón de la Montaña. En la última cena, Jesús, siempre defensor de los corazones mansos, protagonizó un acto de humildad tan insólito que incluso incomodó a sus discípulos: “Si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros”. Abolía así la soberbia del líder para transformarla en un ideal de sencillez y cuidado. Séneca, en Sobre la clemencia, escribió a Nerón que son tiranos quienes disfrutan la crueldad. Y añadió: “No hay ningún animal que deba recibir un trato más delicado que el hombre. Con ninguno hay que tener más cuidado. Con los ciudadanos, la gente desconocida y de humilde condición, hay que actuar con tanta mayor consideración cuanto que es más fácil destrozarlos”. En un trasfondo de violencia ancestral, estas son las originalidades, las audacias.
¿De qué hablamos cuándo hablamos de crueldad? El término proviene de la raíz latina de crudo, aplicado al que se recrea en la sangre. De la misma imagen en griego procede la palabra sarcasmo, “burla que penetra en la carne”. A lo largo de la historia, las potencias y los individuos se muestran crueles cuando se sienten inestables: al empezar su ascenso y al dar señales de declive. Como escribió la poeta Maya Angelou, el miedo provoca la mayoría de crueldades. En realidad, no es sino impotencia ataviada de prepotencia.
Hemos necesitado milenios de rebeldías para dejar de ser vasallos y súbditos. En un largo tránsito político, paso a paso y siglo a siglo, nuestros antepasados levantaron límites y contrapesos para conseguir que el poder no sea vicio y sevicia, sino servicio. Aprendimos que la violencia acostumbra a ser un acto de debilidad. Frente a la idea antigua y obsoleta del líder, lo nuevo, lo insólito, el verdadero cambio consistió en lograr, con gran esfuerzo y contra el muro de los privilegios, que los líderes tuvieran la obligación de bajar la cerviz y respetar a todos. Que nos eviten exhibicionismos de vanidad. Que se acostumbren a rendirse y a rendir cuentas. Que al final de cada legislatura teman a Némesis, y quizá, algunas veces, prefieran ser mansos a cometer desmanes.