Me amas y me dejas

Cuando la política parece ser una rama más de la industria del entretenimiento es lógico que los creadores de opinión acudan a las lecciones de los grandes cantantes de baladas

El cantante argentino Sandro, en septiembre de 1968.Eduardo Comesana (Getty Images)

Fue a finales de los sesenta cuando un cantante argentino arrasó con unas baladas que eran como vendavales que destrozaban los corazones. Era un tipo muy bien parecido: unos ojos oscuros que miraban desde una profundidad que daba vértigo, patillas, una melena densa muy de la época, el mentón y las mandíbulas dibujados con regla para trazar líneas perfectamente rectas, cejas pobladas, labios carnosos, una nariz propia de un tipo duro. Se llamaba Sandro y daba la impresión de que durante sus int...

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Fue a finales de los sesenta cuando un cantante argentino arrasó con unas baladas que eran como vendavales que destrozaban los corazones. Era un tipo muy bien parecido: unos ojos oscuros que miraban desde una profundidad que daba vértigo, patillas, una melena densa muy de la época, el mentón y las mandíbulas dibujados con regla para trazar líneas perfectamente rectas, cejas pobladas, labios carnosos, una nariz propia de un tipo duro. Se llamaba Sandro y daba la impresión de que durante sus interpretaciones en cualquier momento podía partirse y romper a llorar. Las pasiones de las que trataba eran desbordantes, excesivas, llenas de desgarros. Háganse cargo, en Penumbras llegó a proclamar que el “mar se sintió celoso y quiso en tus ojos estar él también”. No se andaba con chiquitas, el amor adquiría en su voz una fuerza de tal calibre que levantaba a las multitudes para proyectarlas al cielo o arrastrarlas al infierno.

La industria del entretenimiento se volvió loca. Sandro vendía discos a millones, sus películas congregaban a sus seguidores para dejarlos como piltrafas una vez que habían conocido de cerca los abismos a los que empujan las emociones, la gente lo adoraba. Los jóvenes latinoamericanos se socializaron bajo ese modelo, supieron que llevaban dentro del pecho un motor que palpitaba con una energía tan potente que podía cambiar el mundo. No había promesa tan deslumbrante como esa para lanzarse a la vida.

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El amor que cantaba Sandro y las pasiones que diseccionaba con una precisión de cirujano formaban parte de un molde excelso. Nada que ver con las cuitas cotidianas de cualquier pareja. En el universo desmesurado que dibujaban sus canciones era inconcebible que unos prosaicos amantes pudieran pasear tranquilamente en autobús o tuvieran que hacer cuentas para llegar a fin de mes o se aburrieran con una serie de tres al cuarto. Algunas líneas de Penas pueden servir para entender el pulso dramático que contagiaba a sus oyentes: “Nadie me daría dos días de vida por la forma en que me encuentro hoy; tengo la mirada de ansiedad vacía, ya no hay alegría donde voy”.

“No puedo concebir que vuelvas a partir si apenas has llegado, quisiera yo creer que puedas comprender mi amor desesperado”, explicaba Sandro en Me amas y me dejas con voz temblorosa. En el mundo real puede ocurrir cualquier cosa, pero solo en el orden de Sandro el amor es el verdadero amor. Y así andan las cosas también hoy, tan lejos ya de sus grandes éxitos. Cuando la política parece ser una rama más de la industria del entretenimiento es lógico que los creadores de opinión acudan a las lecciones del cantante argentino. Desde hace mucho tiempo las redes han impuesto ya ese modelo de desgarros permanentes y crisis existenciales donde no resulta raro terminar teniendo “la mirada de ansiedad vacía”, signifique lo que signifique esa expresión. Así que hay que alimentar la maquinaria que hace palpitar al corazón: Espanya ens roba, el Gobierno de Sánchez es cómplice de un golpe de Estado en Venezuela, hay que luchar contra la máquina del fango, etcétera. No hay que andarse con chiquitas. Por ahí van los tiros con el nuevo plan de regeneración democrática. Transparencia, corrupción, bulos, un paso histórico, la democracia no es una coraza..., y todo se andará. No resulta fácil encontrar ahí a la pareja que ha cogido el autobús y, sin embargo, todo tiene un aire de amores desesperados. Lo curioso es que los periodistas, y de todas las sensibilidades políticas, andan inquietos.

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