Empobrecedor, peligroso

Los políticos deberían ser ejemplares para transmitir a sus votantes una actitud tolerante, sobre todo hacia quien no es de su cuerda

El cineasta español Pedro Almodóvar, en el estreno de su película ‘La habitación de al lado’ en el festival de Venecia.ETTORE FERRARI (EFE)

En un mundo ideal, la posición política de un artista no debería interferir en cómo se lee, se escucha o se mira su obra. En esa falta de sectarismo, los políticos deberían ser ejemplares para transmitir a sus votantes una actitud tolerante, sobre todo hacia quien no es de su cuerda. En estos días pasados, Pedro Almodóvar ...

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En un mundo ideal, la posición política de un artista no debería interferir en cómo se lee, se escucha o se mira su obra. En esa falta de sectarismo, los políticos deberían ser ejemplares para transmitir a sus votantes una actitud tolerante, sobre todo hacia quien no es de su cuerda. En estos días pasados, Pedro Almodóvar se alzó con el León de Oro del festival de Venecia por La habitación de al lado, su primera película en inglés. Cuánta curiosidad por ver cómo el alma del director ha transitado desde aquel su primer universo gamberro, deudor del humor español del absurdo, hasta quien es hoy, un creador en busca de lecturas más hondas, dispuesto a enfrentarse a asuntos acuciantes del presente. Ahora se dice con frecuencia machacona que todo cine es político, una afirmación espesa en exceso, porque si en algo conectaba aquel primer cine almodovariano de estética chocante y argumentos ligeros era con el deseo desesperado de salirse de la severa interpretación política de los setenta, abrazando una libertad estética que aún no habíamos alcanzado. ¿Es eso político? Tal vez, pero por el afán de librarse de un rígido discurso político. El Almodóvar de entonces abrió fronteras al habla de la calle, retrató el aliento callejero, mezcló lo elevado con lo popular y nos mostró un sexo diferente. Difícil expresar hoy el impacto que causó, pero lo más increíble es cómo aquello que nosotros concebíamos como algo local fue cruzando fronteras e influyendo en el cine alternativo de países más experimentados que el nuestro. A lo largo de los años, incluso a través de argumentos que se iban volviendo menos costumbristas, el cine de Almodóvar se ha visto fuera como un fiel retrato de España. Lo comprobamos en el impactante estreno de Hable con ella en Nueva York o en la fiesta que en su honor organizó el MOMA: la admiración por su cine siempre está vinculada a su país de origen. España vibra en el extranjero a través de sus ojos.

Por eso extraña, aunque se haya comentado de un modo discreto, que el director no haya recibido felicitación alguna del Partido Popular, ni estatal ni madrileño. La cosa viene de lejos: tampoco hubo presencia institucional en la inauguración de la muestra que sobre su relación con Madrid hay ahora mismo en el Cuartel del Conde Duque. Está claro que a Pedro Almodóvar no le hace falta ser felicitado por partidos ni instituciones para seguir haciendo cine, ser reconocido internacionalmente y sentirse querido en España, aunque me temo que este ninguneo le acaba doliendo. La cuestión es que a nosotros, a todos los que nos dedicamos a cualquiera de las artes y oficios que componen la cultura sí que nos afecta la sola idea de que el gran partido de derechas español no consiga deshacerse del resentimiento hacia quienes no lo secundan. Esa actitud rencorosa aviva las mentiras tan repetidas sobre la gente de la cultura, la del cine en particular, fomenta los comentarios odiosos y odiadores de quienes desprecian una película solo porque quien la dirigió o la interpretó tomó partido entonces contra la guerra de Irak, ahora en defensa de la inmigración, de la muerte digna, de la causa feminista, del derecho a la vivienda o alertando contra los discursos del odio; causas relacionadas con los derechos humanos más que con una política en concreto, que podría asumir un partido conservador. En ese tono sonaron las palabras del discurso de agradecimiento en la ciudad italiana: no dejemos que la ira nos envilezca.

Quienes hacen de la polarización un recurso político nos polarizan, buscan el aplauso al afín y el desprecio al contrario, y en ese fango accedemos a revolcarnos, permitiendo incluso que se creen dos Españas de cualquier asunto irrelevante, como la competencia entre dos programas televisivos de entretenimiento. Acabamos convencidos de que esa elección contiene nuestros principios más irrenunciables. Es empobrecedor, peligroso.

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