El puzle

De vez en cuando, alguien defiende la lectura como acto inútil, la forma última de proteger nuestro tiempo contra el mundo. Pero hay algo aún más libre y valiente

Dos personas montan un puzle.

Ha sido un buen puzle. Cumplió su misión, que consistía en ocupar tiempo ―unas semanas― y espacio ―media mesa del salón―. Alguna noche cenamos sobre él, tapándolo con un par de manteles, y supongo que lo entenderéis si habéis hecho uno: mejor comer en el suelo que moverlo antes de tiempo.

De vez en cuando alguien defiende la lectura como acto inútil, la forma última de proteger nuestro tiempo contra el mundo. Creo yo que hay algo aún más libre y valiente, que es bajar a una juguetería, comprar la primera caja de colores que veas que excede a tus capacidades y ponerse a ello. Un puzle si...

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Ha sido un buen puzle. Cumplió su misión, que consistía en ocupar tiempo ―unas semanas― y espacio ―media mesa del salón―. Alguna noche cenamos sobre él, tapándolo con un par de manteles, y supongo que lo entenderéis si habéis hecho uno: mejor comer en el suelo que moverlo antes de tiempo.

De vez en cuando alguien defiende la lectura como acto inútil, la forma última de proteger nuestro tiempo contra el mundo. Creo yo que hay algo aún más libre y valiente, que es bajar a una juguetería, comprar la primera caja de colores que veas que excede a tus capacidades y ponerse a ello. Un puzle sirve de menos que un libro porque ni siquiera se puede hablar de él con los amigos, si es que quieres conservarlos. ¿Qué vas a decir? ¿Que la parte del fondo marrón se te ha hecho difícil? Tampoco te sientes más sabia al terminar, ni puedes escribir sobre ello, a no ser que debas entregar una columna como esta dentro de pocas horas. Lo mejor de un puzle es que no es un móvil. Así que, sin niños ni personas mayores cerca a quienes usar como excusa, me convencí de que son un gran ejercicio cognitivo, ayudan a la concentración, el control de impulsos, la constancia y el manejo del tiempo, y compré uno, por primera vez en una vida adulta donde no ha sobrado el tiempo libre. Tiene 1.000 piezas y muestra una figura femenina con una sombrilla roja contra un paisaje otoñal japonés. Es cierto que me ha ayudado a despegarme del teléfono (y bienvenida sea su incorporación al arsenal de ayudas analógicas contra la distracción digital, como el despertador, la radio o los periódicos de papel), pero tampoco descarto que hacer puzles solo sirva, en realidad, para ser mejor haciendo puzles.

Los rompecabezas se hacen como se hace todo, es decir, como se es. Y yo no he podido evitar darle muchas vueltas a las piezas. Tienen sus ritmos imposibles de acelerar o ralentizar. No son compatibles con tomar atajos, al menos hasta el final: uno de los recuerdos de mi infancia consiste en mi abuelo numerando con un boli las piezas por detrás para poder recomponerlas después a voluntad. Trampa curiosa esa, la que solo se puede hacer cuando ya no es necesaria. Para acabar el juego solo hace falta, como para casi todo, luz, tiempo, espacio y voluntad. Poco a poco empiezas a entender que es cuestión de forma, línea y color, que se pueden encontrar patrones, inventar estrategias y confiar en la suerte y el instinto, pero que también es importante abandonarse porque a veces la deriva resuelve todo. Debemos, supongo, no empecinarnos y confiar en que el encaje, si sucede, será suave y sin esfuerzo. Entender que cada pieza tiene su momento. Que si no defiendes los espacios en blanco se acaban llenando con cualquier cosa. Que ni siquiera es muy recomendable pensar demasiado en lo que haces, tan solo continuar.

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El puzle es una de nuestras grandes metáforas colectivas y, como corresponde, está muy manoseada. Como podría decir el filósofo Pau Luque en su último ensayo, un puzle es un ñu, que es el nombre de animal que da él a las soluciones fáciles y tramposas que responden a problemas posiblemente inventados. Qué tranquilizador es saber que, al final, una última pieza otorgará al viaje un sentido retrospectivo. Excepto sí, como me ha ocurrido hoy, esta pieza se ha perdido y vive feliz y sin objetivo vital en algún lugar entre el sofá y la cesta del perro, dejando un enorme espacio vacío en el centro de la imagen formada por sus 999 compañeras y ninguna lección por el camino.

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