La Europa paralizada

Francia, Alemania y España atraviesan fases de limitada eficacia política mientras que la UE afronta su lenta transición y EE UU, una campaña infinita

Pedro Sánchez, Olaf Scholz y Emmanuel Macron, durante una cumbre en Suiza el pasado junio.Denis Balibouse (REUTERS)

Francia tiene finalmente nuevo primer ministro, pero nada permite presagiar que Michel Barnier pueda liderar un Ejecutivo plenamente funcional. El frente republicano que con gran cohesión frenó a la ultraderecha en las urnas no ha mantenido su espíritu de solidaria colaboración para configurar un sensato ejercicio del poder. El nombramiento de Barnier e...

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Francia tiene finalmente nuevo primer ministro, pero nada permite presagiar que Michel Barnier pueda liderar un Ejecutivo plenamente funcional. El frente republicano que con gran cohesión frenó a la ultraderecha en las urnas no ha mantenido su espíritu de solidaria colaboración para configurar un sensato ejercicio del poder. El nombramiento de Barnier es un error de Emmanuel Macron que no refleja el punto de equilibrio del frente que venció a los ultras. El bloque de izquierda también debe ser condenado por no haber asumido una actitud más dialogante en el proceso. Tenía argumentos para reclamar liderazgo e influencia, no para imponer sus planes, como buscó hacer. Un doble juego de intransigencias ha conducido a un mal lugar.

El Gobierno alemán también se halla en una situación de extrema fragilidad. En su caso no es por falta de mayoría parlamentaria, sino por falta de consenso social y abundancia de litigiosidad entre sus miembros. Estrepitosas derrotas electorales le han convertido en un ser exangüe. Es dudoso que pueda conseguir mucho en el año de mandato que le queda.

España también se halla en una situación política de eficacia cuando menos limitada. Como era obvio desde la conformación de una mayoría parlamentaria tan heterodoxa como la que sostiene al actual Gobierno, la actividad política es desde hace más de un año poco más que un inmenso esfuerzo de configuración del control del poder, se dirige a lo que es necesario para ello —mientras su ejercicio en beneficio de la ciudadanía se ve tristemente relegado en los márgenes—. Después de una primera legislatura extraordinariamente rica en producción de normas —muchas de las cuales supusieron auténtico progreso—, el Gobierno de coalición progresista ahora no dispone de fuerza motora. El mefítico clima político de España —cuya responsabilidad principal recae en unas derechas a las que se les escapa el significado exacto del bien común, pero al cual últimamente ha aportado contribuciones no menores el sector progresista— impide de forma casi absoluta que se hallen consensos para hacer cosas en una situación en la que, ay, son necesarios.

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Mientras, la UE atraviesa su habitual periodo quinquenal de hibernación. Todo se paró en primavera para las elecciones, y en el mejor de los casos queda un trecho para que todo se reponga en marcha en un nivel de funcionalidad estándar.

Más allá de Europa, EE UU también se halla sustancialmente paralizado por una campaña electoral infinita y un Congreso dividido. Los países europeos, y otros en el mundo, aguardan conteniendo el aliento el resultado de la contienda entre Kamala Harris y Donald Trump. Por otra parte, en Japón, el primer ministro, Fumio Kishida, anunció hace casi un mes que dimitiría por una serie de escándalos. Aunque su partido dispone de mucha fuerza parlamentaria —ha gobernado de forma casi ininterrumpida el país durante décadas—, no queda claro que la transición vaya a ser muy efectiva.

Es, pues, un cuadro bastante frustrante de política casi paralizada, mientras el mundo corre y los desafíos son descomunales. Por supuesto hay otros países con plena capacidad de acción política, como el Reino Unido de Keir Starmer con la formidable mayoría laborista. Pero es evidente que la coincidencia de fases de peculiar parálisis en Occidente es llamativa y desafortunada.

Se trata, por supuesto, de gajes del oficio democrático. Elecciones, campañas y libre competición entrañan daños colaterales. Merece la pena asumir el coste no solo por una mera cuestión de adhesión a ciertos valores, sino por la convicción de que el sistema democrático, con sus dificultades intrínsecas, no solo es más noble que los autoritarios, sino que puede ser más eficaz a largo plazo pese a sus baches. Pero sería absurdo considerar esto un asunto cíclico, inevitable y ajeno a nuestra voluntad como el rotar de las estaciones: en esta situación hay amplias dosis de intransigencia, de cálculos de corto recorrido. Y sería absurdo considerar que la superioridad democrática está garantizada: sin la actitud correcta se pierde. Los adversarios de la democracia se están frotando las manos viendo nuestra miopía.

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